viernes, 22 de septiembre de 2017

DOMINGO XXV DEL TIEMPO ORDINARIO





Antífona de entrada

«Yo soy la salvación del pueblo, dice el Señor. Cuando me invoquen en la tribulación, los escucharé y seré para siempre su Señor». Origen desconocido. Esta antífona también aparece en otro momento del misal, es la antífona de entrada de la misa del jueves de la III semana de Cuaresma. Hoy el mismo Señor Jesús habla a su pueblo desde el inicio de la celebración al contrario que otros domingos en que el salmo correspondiente nos sitúa en un tono espiritual determinado. En este caso el Señor se aliga con nosotros mediante una promesa: nos escuchará y se quedará para siempre con nosotros. Estas palabras despiertan en nosotros un gozo inefable que nos invita a entrar en la celebración de modo decidido y sin nada que temer.

Oración colecta

«Oh Dios, que has puesto la plenitud de la ley divina en el amor a ti y al prójimo, concédenos cumplir tus mandamientos, para que merezcamos llegar a la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo». La primera parte de la oración […prójimo] se encuentra en la compilación veronense (s. V) mientras que la segunda parte hasta el final es de nueva incorporación. Dice el Señor que los mandamientos se cierran en dos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo (cf. Mt 22, 36-40). Esta misma idea se trasvasó a la liturgia en el s. V indicando que el cumplimiento de esta ley es el camino seguro para heredar la vida eterna.

Oración sobre las ofrendas

«Recibe, Señor, en tu bondad las ofrendas de tu pueblo, para que cuanto creemos por la fe lo alcancemos por el sacramento celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor». Tomada de la compilación veronense (s. V). Los dones que ponemos sobre el altar los colocamos confiando en que sean agradables y aceptos para Dios. No por lo que son (pan, vino y agua) sino por lo que serán (Jesucristo), pues para Dios no hay cosa más agradable que la ofrenda de su Hijo. Así, al deponer los dones sobre el altar creemos que se convertirán en sacramento de vida eterna, precisamente lo que queremos alcanzar al final de nuestras vidas.

Antífonas de comunión

«Tú, Señor, promulgas tus decretos para que se observen exactamente; ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas». Tomada del salmo 118, versículos 4 al 5. Nuestro camino físico en este momento hace que nuestros pasos se encaminen hacia la recepción del Santísimo Sacramento. Pero esta vía solo se puede iniciar, transitar y concluir con éxito siempre que observemos los mandamientos exactamente, es decir, vivamos en gracia de Dios, reconciliados con el Padre y en comunión con la Iglesia.

«Yo soy el Buen Pastor, dice el Señor, que conozco a mis ovejas, y las mías me conocen». Inspirada en el Evangelio según san Juan, capítulo 10, versículo 14. El Pastor nos espera pacientemente, en este momento, para darnos su pasto. El Pastor se hace pasto en la Eucaristía. De este modo, tanto el Pastor como las ovejas, el pasto y los corderos, el amado y los amantes se reconocen mutuamente y se buscan desesperadamente. Es hermoso vivir este momento de la Eucaristía desde estos sentimientos.

Oración de poscomunión

«Señor, apoya bondadoso con tu ayuda continua a los que alimentas con tus sacramentos, para que consigamos el fruto de la salvación en los sacramentos y en la vida diaria. Por Jesucristo, nuestro Señor». Aunque aparece, con alguna variante, en los sacramentarios gelasiano, la oración está tomada tal cual, literalmente, del misal romano de 1570. De esta compleja oración podemos extraer una idea más o menos clara: la liturgia y la vida están íntimamente relacionadas en pos de la salvación del hombre. Los sacramentos a los que se refiere son el pan de la Eucaristía y la dimensión sacramental de la Palabra de Dios proclamada en la celebración. Ambas dos, las dos mesas de la celebración, pretenden fortalecer e iluminar la vida de los cristianos para que caminando en santidad, puedan gozar de celebrar la liturgia del cielo.

Visión de conjunto

En otro post anterior estuvimos tratando acerca del amor a Dios, primera cláusula de la ley divina. Hoy me gustaría compartir con ustedes alguna reflexión del amor al prójimo, cláusula que cierra la nueva ley dada por Cristo.

En las antigua Roma y en las sociedades coetáneas no existía el concepto de persona tal cual hoy lo conocemos y utilizamos. En Roma las personas se dividían en dos clases: en ciudadanos (personas libres) o esclavos. Esta clasificación suponía que solo los libres o los que adquirían la libertad eran considerados ciudadanos del imperio, libres y por tanto personas con derechos. De tal forma, que la individualidad no existía y en caso de que se tuviera era por pura concesión graciosa del todopoderoso estado que controlaba la vida de sus miembros.


La llegada del cristianismo y su encuentro con las categorías filosóficas helénicas supone el surgimiento de un nuevo concepto de persona como imagen de Dios (“ikono Dei”). La maduración de este pensamiento desde el alba de la revelación judía supuso descubrir que el hombre, por ser imagen de Dios, es sujeto libre y depósito de derechos y deberes para con Dios y su prójimo. Esto supuso algunas consecuencias de gran calado, entre otras la de las responsabilidad personal de los actos que se cometen. El hombre ya no está bajo el inexorable dominio de las fuerzas numinosas, de los hados o de la fatalidad y el capricho de los dioses, sino que como sujeto individual y libre es responsable de la moralidad de sus actos: del bien y del mal que comete. Y en este sentido surge la categoría del “pecado”.

El pecado no será otra cosa que el negligente uso de la libertad individual en tanto que contraviene lo dispuesto por el Creador y afecta negativamente a los demás seres con los que compartimos la existencia. Así pues, libertad y pecado están entrelazados del mimo modo que lo están libertad y virtud. Incluso podríamos decir que la libertad es el mismo sujeto actuante y foco de virtudes y errores. Pero no podemos ser ingenuos y pensar que nuestra naturaleza es tan pura y virtuosa hasta el punto de decidir por ella solo lo bueno y lo malo. La experiencia nos demuestra que el hombre está inclinado a hacer el mal, o dicho de otra manera, que no realiza el bien tanto y tantas veces como quisiera. A esta experiencia la llamamos el “Pecado Original” y su efecto en nosotros, “concupiscencia”.

Pero aclaremos esto: la naturaleza humana fue creada a imagen de Dios y por tanto, inocente y en gracia. De tal modo que antes del pecado original fue la inocencia original, en la que fue creada el primer Adán. Precisamente, cuando decimos que Cristo es hombre perfecto, imagen del hombre nuevo o nuevo Adán o que fue en todo semejante a nosotros excepto en el pecado, lo que se pretende señalar es que Él vive y nos muestra el estado de perfección original, antes del pecado. Y a ese nivel de inocencia es adonde quiere llevarnos con su obra de Redención. Por eso decimos que la libertad está asistida por la gracia que, como don y auxilio divino, es la que inspira, sostiene y acompaña nuestro obrar.


Así, podemos decir que el hombre es creatura de Dios, creado a imagen y semejanza de Él, con una naturaleza buena pero inclinada al pecado y esto afecta a la toma de decisiones en el ejercicio de su libertad. Por tanto, cada hombre y mujer es imagen de Dios y por tanto presencia de Dios en el mundo y este es el fundamento último para vivir el mandato del amor al prójimo.

Los cristianos no estamos llamados a ser altruistas. A amar al otro por que sí, sino a amarla en tanto en cuanto descubrimos a Dios en el otro, tal como lo atestigua el santo evangelio cuando dice Jesús “cada vez que lo hicisteis con uno de estos hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (cf. Mt 25, 40) o “a quien vosotros os escucha a mí me escucha” (cf. Lc 10,16).

Cristo se identifica de este modo con el prójimo y con cada uno de nosotros. Según esta lógica, cada vez que un cristiano actúa y ejerce la caridad es Cristo quien actúa y se presenta, de nuevo, como buen samaritano. Y cuando el prójimo recibe nuestra ayuda y colaboración es Cristo quien la recibe como un humilde hermano entre nosotros.

Por tanto, queridos lectores, no nos cansemos de hacer el bien pues desde Cristo lo hacemos y a Cristo se lo hacemos. El cristiano no se conforma con ser buena persona sino que aspira a ser santo y para serlo solo es necesario imitar a nuestro Señor.

Dios te bendiga

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