Antífona de entrada
«Yo soy la salvación del pueblo, dice el
Señor. Cuando me invoquen en la tribulación, los escucharé y seré para siempre
su Señor». Origen desconocido. Esta antífona también aparece en otro
momento del misal, es la antífona de entrada de la misa del jueves de la III
semana de Cuaresma. Hoy el mismo Señor Jesús habla a su pueblo desde el inicio
de la celebración al contrario que otros domingos en que el salmo
correspondiente nos sitúa en un tono espiritual determinado. En este caso el
Señor se aliga con nosotros mediante una promesa: nos escuchará y se quedará
para siempre con nosotros. Estas palabras despiertan en nosotros un gozo
inefable que nos invita a entrar en la celebración de modo decidido y sin nada
que temer.
Oración colecta
«Oh Dios, que has puesto la plenitud de la
ley divina en el amor a ti y al prójimo, concédenos cumplir tus mandamientos,
para que merezcamos llegar a la vida eterna. Por nuestro Señor Jesucristo».
La primera parte de la oración […prójimo] se encuentra en la compilación
veronense (s. V) mientras que la segunda parte hasta el final es de nueva
incorporación. Dice el Señor que los mandamientos se cierran en dos: amar a
Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo (cf. Mt 22, 36-40). Esta
misma idea se trasvasó a la liturgia en el s. V indicando que el cumplimiento
de esta ley es el camino seguro para heredar la vida eterna.
Oración sobre las
ofrendas
«Recibe, Señor, en tu bondad las ofrendas de
tu pueblo, para que cuanto creemos por la fe lo alcancemos por el sacramento
celestial. Por Jesucristo, nuestro Señor». Tomada de la compilación
veronense (s. V). Los dones que ponemos sobre el altar los colocamos confiando
en que sean agradables y aceptos para Dios. No por lo que son (pan, vino y
agua) sino por lo que serán (Jesucristo), pues para Dios no hay cosa más
agradable que la ofrenda de su Hijo. Así, al deponer los dones sobre el altar
creemos que se convertirán en sacramento de vida eterna, precisamente lo que
queremos alcanzar al final de nuestras vidas.
Antífonas de comunión
«Tú, Señor, promulgas tus decretos para que
se observen exactamente; ojalá esté firme mi camino para cumplir tus consignas».
Tomada del salmo 118, versículos 4 al 5. Nuestro camino físico en este momento
hace que nuestros pasos se encaminen hacia la recepción del Santísimo
Sacramento. Pero esta vía solo se puede iniciar, transitar y concluir con éxito
siempre que observemos los mandamientos exactamente, es decir, vivamos en
gracia de Dios, reconciliados con el Padre y en comunión con la Iglesia.
«Yo soy el Buen Pastor, dice el Señor, que
conozco a mis ovejas, y las mías me conocen». Inspirada en el Evangelio
según san Juan, capítulo 10, versículo 14. El Pastor nos espera pacientemente,
en este momento, para darnos su pasto. El Pastor se hace pasto en la
Eucaristía. De este modo, tanto el Pastor como las ovejas, el pasto y los corderos,
el amado y los amantes se reconocen mutuamente y se buscan desesperadamente. Es
hermoso vivir este momento de la Eucaristía desde estos sentimientos.
Oración de poscomunión
«Señor, apoya bondadoso con tu ayuda continua
a los que alimentas con tus sacramentos, para que consigamos el fruto de la
salvación en los sacramentos y en la vida diaria. Por Jesucristo, nuestro Señor».
Aunque aparece, con alguna variante, en los sacramentarios gelasiano, la
oración está tomada tal cual, literalmente, del misal romano de 1570. De esta
compleja oración podemos extraer una idea más o menos clara: la liturgia y la
vida están íntimamente relacionadas en pos de la salvación del hombre. Los
sacramentos a los que se refiere son el pan de la Eucaristía y la dimensión sacramental
de la Palabra de Dios proclamada en la celebración. Ambas dos, las dos mesas de
la celebración, pretenden fortalecer e iluminar la vida de los cristianos para
que caminando en santidad, puedan gozar de celebrar la liturgia del cielo.
Visión de conjunto
En
otro post anterior estuvimos tratando acerca del amor a Dios, primera cláusula
de la ley divina. Hoy me gustaría compartir con ustedes alguna reflexión del
amor al prójimo, cláusula que cierra la nueva ley dada por Cristo.
En
las antigua Roma y en las sociedades coetáneas no existía el concepto de
persona tal cual hoy lo conocemos y utilizamos. En Roma las personas se dividían
en dos clases: en ciudadanos (personas libres) o esclavos. Esta clasificación
suponía que solo los libres o los que adquirían la libertad eran considerados
ciudadanos del imperio, libres y por tanto personas con derechos. De tal forma,
que la individualidad no existía y en caso de que se tuviera era por pura
concesión graciosa del todopoderoso estado que controlaba la vida de sus
miembros.
La
llegada del cristianismo y su encuentro con las categorías filosóficas
helénicas supone el surgimiento de un nuevo concepto de persona como imagen de
Dios (“ikono Dei”). La maduración de
este pensamiento desde el alba de la revelación judía supuso descubrir que el
hombre, por ser imagen de Dios, es sujeto libre y depósito de derechos y
deberes para con Dios y su prójimo. Esto supuso algunas consecuencias de gran
calado, entre otras la de las responsabilidad personal de los actos que se
cometen. El hombre ya no está bajo el inexorable dominio de las fuerzas
numinosas, de los hados o de la fatalidad y el capricho de los dioses, sino que
como sujeto individual y libre es responsable de la moralidad de sus actos: del
bien y del mal que comete. Y en este sentido surge la categoría del “pecado”.
El
pecado no será otra cosa que el negligente uso de la libertad individual en
tanto que contraviene lo dispuesto por el Creador y afecta negativamente a los
demás seres con los que compartimos la existencia. Así pues, libertad y pecado
están entrelazados del mimo modo que lo están libertad y virtud. Incluso podríamos
decir que la libertad es el mismo sujeto actuante y foco de virtudes y errores.
Pero no podemos ser ingenuos y pensar que nuestra naturaleza es tan pura y
virtuosa hasta el punto de decidir por ella solo lo bueno y lo malo. La experiencia
nos demuestra que el hombre está inclinado a hacer el mal, o dicho de otra
manera, que no realiza el bien tanto y tantas veces como quisiera. A esta
experiencia la llamamos el “Pecado Original” y su efecto en nosotros, “concupiscencia”.
Pero
aclaremos esto: la naturaleza humana fue creada a imagen de Dios y por tanto,
inocente y en gracia. De tal modo que antes del pecado original fue la
inocencia original, en la que fue creada el primer Adán. Precisamente, cuando
decimos que Cristo es hombre perfecto, imagen del hombre nuevo o nuevo Adán o
que fue en todo semejante a nosotros excepto en el pecado, lo que se pretende
señalar es que Él vive y nos muestra el estado de perfección original, antes
del pecado. Y a ese nivel de inocencia es adonde quiere llevarnos con su obra
de Redención. Por eso decimos que la libertad está asistida por la gracia que,
como don y auxilio divino, es la que inspira, sostiene y acompaña nuestro
obrar.
Así,
podemos decir que el hombre es creatura de Dios, creado a imagen y semejanza de
Él, con una naturaleza buena pero inclinada al pecado y esto afecta a la toma
de decisiones en el ejercicio de su libertad. Por tanto, cada hombre y mujer es
imagen de Dios y por tanto presencia de Dios en el mundo y este es el fundamento
último para vivir el mandato del amor al prójimo.
Los
cristianos no estamos llamados a ser altruistas. A amar al otro por que sí, sino
a amarla en tanto en cuanto descubrimos a Dios en el otro, tal como lo
atestigua el santo evangelio cuando dice Jesús “cada vez que lo hicisteis con uno de estos hermanos más pequeños, a mí
me lo hicisteis” (cf. Mt 25, 40) o “a
quien vosotros os escucha a mí me escucha” (cf. Lc 10,16).
Cristo
se identifica de este modo con el prójimo y con cada uno de nosotros. Según
esta lógica, cada vez que un cristiano actúa y ejerce la caridad es Cristo
quien actúa y se presenta, de nuevo, como buen samaritano. Y cuando el prójimo
recibe nuestra ayuda y colaboración es Cristo quien la recibe como un humilde
hermano entre nosotros.
Por
tanto, queridos lectores, no nos cansemos de hacer el bien pues desde Cristo lo
hacemos y a Cristo se lo hacemos. El cristiano no se conforma con ser buena
persona sino que aspira a ser santo y para serlo solo es necesario imitar a
nuestro Señor.
Dios
te bendiga
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