Antífona
de entrada
«Señor, tú
eres justo, tus mandamientos son rectos. Trata con misericordia a tu siervo».
Tomada del salmo 118, versículos del 137 al 124. Iniciamos la celebración
confesando la fe en el Dios justo y recto. En este breve versículo se unen dos
términos, aparentemente, contrapuestos: justicia y misericordia. Precisamente podemos
pedir misericordia porque Dios es justo. Una persona injusta no usa la
misericordia sino la arbitrariedad. Confiemos, pues, desde el inicio de la
celebración en el Dios manifestado en Jesucristo e imploremos que nos trate
siempre con la rectitud necesaria para que nuestros pecados conozcan la misericordia
entrañable.
Oración
colecta
«Oh Dios,
por ti nos ha venido la redención y se nos ofrece la adopción filial; mira con
bondad a los hijos de tu amor, para que cuantos creemos en Cristo alcancemos la
libertad verdadera y la herencia eterna. Por nuestro Señor, Jesucristo».
Tomada de los sacramentarios gelasiano antiguo (s. VIII) y de Angoulenme (s. IX);
también aparece en el sacramentario gregoriano de Adriano (s. X). La salvación
tiene un doble efecto en nosotros: uno negativo (la cancelación de la deuda del
pecado, esto es, la redención) y otro positivo (el reestablecernos en la vida
de la gracia, la adopción filial). El primer efecto supone la libertad respecto
del pecado, mientras que el segundo supone heredar los bienes del Padre eterno,
esto es, la eternidad.
|
«Oh Dios,
autor de la piedad sincera y de la paz, te pedimos que con esta ofrenda
veneremos dignamente tu grandeza y nuestra unión se haga más fuerte por la
participación en este sagrado misterio. Por Jesucristo, nuestro Señor».
Tomada de la compilación veronense (s. V). Esta antiquísima oración une en dos
palabras todo lo que la liturgia eucarística realiza: piedad y paz, esto es,
oración y reconciliación, plegaria y expiación. Con la ofrenda de Cristo al
Padre la Iglesia glorifica al eterno Padre y actualiza la reconciliación entre
Dios y los hombres efectuada por Jesucristo. Por otra parte, los cristianos nos
co-ofrecemos con Cristo al Padre mediante la participación en los santos
misterios.
Antífona
de comunión
«Como busca la
cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; mi alma tiene
sed de Dios, del Dios vivo». Salmo 41, versículos 2 al 3. Con esta imagen
tan plástica que nos ofrece el salmo, la liturgia expresa a la perfección el
sentido espiritual de la procesión de los fieles hacia la recepción del
Santísimo Sacramento. Acudimos prestos a Él para apagar nuestra sed de Dios y
saciar nuestra hambre de vida eterna.
«Yo soy la luz
del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la
vida, dice el Señor» Tomada de Jn 8, 12. En este momento la luz que ilumina
nuestro camino es la blanca Hostia que contiene esa vida verdadera e
invulnerable que aspiramos y esperamos ya en este mundo. Dándose en Cuerpo,
Sangre, Alma y Divinidad, Jesucristo quiere iluminar nuestro tránsito por
este mundo hasta que lleguemos un día a
la Patria celestial.
Oración
de pos comunión
«Concede,
Señor, a tus fieles, alimentados con tu palabra y vivificados con el sacramento
del cielo, beneficiarse de los dones de tu Hijo amado, de tal manera que
merezcamos participar siempre de su vida. Él que vive y reina por los siglos de
los siglos». De nueva creación. Está muy presente la impronta escatológica
propia de las oraciones de pos comunión. Somos alimentados por los dones celestiales
en este mundo anticipando, así, lo que u
día gozaremos plenamente en el cielo. Esta oración ofrece una síntesis
de la doble mesa de la misa: la palabra y la Eucaristía.
Visión
de conjunto
Si
hay un título que acompaña al nombre de Cristo y que expresa su misión salvadora
es el de “Redentor”. Estamos muy acostumbrados a discursos como “el Señor ha
venido a salvarnos”, “El Señor ha muerto por nosotros”. Pero… ¿Qué significa
esto? ¿Tiene sentido hablar hoy de salvación o redención? Vayamos por parte.
En
primer lugar, hemos de considerar que el hombre fue creado a imagen y semejanza
de Dios creador, es decir, en gracia, justicia y santidad primera. Por lo
tanto, antes que el pecado original, existió un estado de inocencia original. A
esto lo llamaremos condición pre-lapsaria del hombre (lapsus=caída). Solo tras
el engaño de la serpiente antigua, el demonio, el hombre pierde estos dones
naturales primeros y se ve inficionado por el pecado pero esto no destruye su
naturaleza sino que desfigura la imagen de Dios inscrita en él. A partir de
este momento, el hombre se hace reo de culpa por el pecado que ha cometido
transgrediendo el mandato divino. A esto lo llamamos condición post-lapsaria
del hombre.
En
esta segunda condición es donde se inserta la obra de Cristo, su misión
salvífica. Jesucristo con su encarnación pretende mostrarnos cuál era y es la
verdadera condición humana: la de estar
en gracia de Dios. Por tanto, la redención efectuada por Él no consistirá en
otra cosa que en la de devolvernos al estado pre-lapsario, es decir, a la
gracia, justicia y santidad original. De ahí que con razón el Concilio Vaticano
II dijera que “el misterio del hombre
sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (GS 22).
Así
pues, se entiende bien que lo que significa que Jesús viniera a salvarnos. Esta
expresión es sinónimo de devolvernos al estado original en que fuimos creados. En
este sentido, dice el mismo número citado anteriormente “El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre
perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina,
deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no
absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual” (GS 22).
Pero
hoy, en pleno s. XXI, ¿Tiene sentido hablar de salvación? Por supuesto, el
hombre y la mujer del s. XXI tienen, más que nunca si cabe, una urgente
necesidad de ser salvado, de sentirse salvado en medio de tanta hostilidad como
el mundo de hoy enfrenta al cristiano. En los tiempos que corren cuánta gente
se ve afectada por el pecado: robos, violencias, adulterios, fornicaciones,
abortos, eutanasia, fraudes, guerras, uxoricidios, pederastia, trata de
blancas, herejías, difamaciones, mentiras, abandonos, etc… no cesan de
sucederse por doquier apartando, cada vez más, a la gente de la luz divina y
arrojándoles en manos del demonio, quien piensa que ha ganado la batalla contra
Dios.
Frente
a estas situaciones dolorosas y dañinas, Cristo vuelve hoy a mostrarse como
médico de los cuerpos y de las almas. Ante la fuerza del pecado, Cristo quiere
dar su gracia al hombre de hoy para perdonarlo y restituirlo a la vida de la
gracia y la conversión. Cristo con su Evangelio quiere poner ante el hombre
moderno un camino de justicia y misericordia. De Justicia para cancelar la
deuda del pecado (cosa que ya hizo de una vez para siempre por medio de su
sacrificio en la cruz) y misericordia para hacernos hermanos suyos e hijos del
Padre eterno por adopción.
Las
heridas lacerantes del pecado esperan ser sanadas con el bálsamo de la gracia
divina que, perfectamente, podemos disfrutar gracias a la Encarnación del Verbo
divino quien al unirse a nuestra naturaleza humana asumió en sí todo lo humano
de tal modo que nada hay en el hombre que no halle eco en la intimidad divina,
tal como recordó el mismo número del Concilio:
“El Hijo de Dios con su encarnación se ha
unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con
inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre.
Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros,
semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado. Cordero inocente, con la
entrega libérrima de su sangre nos mereció la vida. En El Dios nos reconcilió
consigo y con nosotros y nos liberó de la esclavitud del diablo y del pecado,
por lo que cualquiera de nosotros puede decir con el Apóstol: El Hijo de Dios
me amó y se entregó a sí mismo por mí (Gal 2,20). Padeciendo por nosotros, nos
dio ejemplo para seguir sus pasos y, además abrió el camino, con cuyo
seguimiento la vida y la muerte se santifican y adquieren nuevo sentido. El
hombre cristiano, conformado con la imagen del Hijo, que es el Primogénito
entre muchos hermanos, recibe las primicias del Espíritu (Rom 8,23), las cuales
le capacitan para cumplir la ley nueva del amor. Por medio de este Espíritu,
que es prenda de la herencia (Eph 1,14), se restaura internamente todo el
hombre hasta que llegue la redención del cuerpo (Rom 8,23)” (GS 22).
Dios
te bendiga
No hay comentarios:
Publicar un comentario