HOMILIA
DEL XXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Queridos hermanos en el
Señor:
Las
lecturas de este domingo nos plantean un tema crucial para nuestra vida
cristiana: la corrección fraterna, es decir, el grave deber que, como
cristianos, tenemos de advertir a otros del mal que están cometiendo o en el
que están insertos. Como premisa para todo lo que diremos a lo largo de esta
homilía, queridos hermanos, hemos de tener presente que toda corrección
fraterna, si queremos que sea efectiva y consiga la conversión del prójimo, ha
de estar avalada por la humildad y acreditada con el ejemplo de vida, pues de
nada serviría corregir los defecto del prójimo si yo los tengo iguales o peores
y no me propongo superarlos. Trataremos este tema desde dos perspectivas: la
corrección fraterna en la relación personal y la corrección que la Iglesia está
llamada a hacer en medio del mundo donde le toca vivir y desarrollarse.
El
evangelio de Jesucristo que se nos acaba de proclamar nos ofrece las pautas
necesarias para llevar a cabo un proceso disciplinar de corrección fraterna. En
primer lugar, debemos evitar todo talante autoritario y de superioridad, más
bien al contrario, hemos de partir de una actitud humilde, serena y asertiva. Tengamos
presente que nuestro fin no es nunca humillar a nadie sino salvarlo. Por eso,
Jesús pone como paso inicial que la corrección sea privada para que el pecador
no se sienta intimidado o violentado. Que sea una conversación lo más serena y
agradable posible, haciéndole ver el error y la posibilidad o posibilidades de
salir de él. Si el culpable no admite su error y tercamente persiste en él,
Jesús nos invita a presentar testigos, los cuales, con la misma discreción, harán
lo mismo: hacer ver el error y la posibilidad de solución.
Ojalá,
queridos hermanos, todo quedara siempre ahí. Ojalá que el Señor nos diera
siempre el espíritu de consejo para corregir y el espíritu de humildad para
acoger la corrección y cambiar. Pero no siempre es así, de ahí que el final del
proceso sea la excomunión, que es lo que significa ser considerado como gentil
o publicano, es decir, apartado de la familia de los hijos de Dios.
Respecto
del segundo modo de relación, la corrección Iglesia-mundo, debemos partir de la
idea de que la Iglesia en su conjunto y los cristianos en general hemos sido
puestos como “atalayas” en medio del pueblo y la sociedad en la que vivimos
para ganar (en el sentido rabínico del término) cuantos más para Cristo. El fin
de la Iglesia, en este sentido, no es simplemente el de poner normas o dictar
lo bueno y lo malo, sino de iluminar las realidades que confeccionan la vida de
los cristianos y de los hombres y mujeres de todos los tiempos indicando cuál
es el camino que más agrada a Dios y cuál el que más lo ofende.
Siguiendo
la advertencia que el Señor hace al profeta Ezequiel, la Iglesia tiene el grave
deber de buscar y anunciar la salvación de todos, pues el mismo Concilio
Vaticano II la definió como “sacramento
universal de Salvación” (cf. LG 1). El mismo Señor que fundó la Iglesia
para este fin, un día le pedirá cuentas de lo que hizo, cómo lo hizo y si se
involucró en la salvación de cada uno de los hijos a ella encomendados. En este
sentido, a lo largo de dos mil diecisiete años la Iglesia no ha cesado en su
empeño de hacer oír la voz de su esposo, Jesucristo, para que el mundo no
cerrara ni endureciera su corazón como aquellos incautos hebreos en Masá y
Meribá.
La
Iglesia sabe que amar es cumplir la ley entera y eso es lo que pretende cuando,
con sus enseñanzas doctrinales y las que nos ofrecen la vida de sus santos,
ilumina la realidad del mundo de hoy para que éste esté reconciliado con el
Dios único y verdadero. Para esto, la Iglesia ha recibido el poder de atar y
desatar, pues, según se desprende del evangelio que acabamos de oír, Dios anuda
su juicio al emitido aquí por la Iglesia. Sin embargo, esto necesita una
explicación ulterior ya que no supone que Dios se conforme indolentemente, con
el arbitrio de los juicios humanos.
Para
entender esta relación entre voluntad de Dios y juicio de la Iglesia, son muy
esclarecedoras las palabras de Jesús al final de este pasaje “donde dos o tres están reunidos en mi
nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Vemos que Jesús ha comprometido
su presencia a las actividades que pudiera realizar la comunidad eclesial. Y,
lejos de todo reduccionismo, esta presencia asistente afecta a todas: la
oración, el estudio y la toma de decisiones. No podemos dudar de que el mismo
Espíritu Santo que realizó grandes prodigios al inicio de la predicación
apostólica, sea el que hoy sigue asistiendo a la Iglesia en la toma de
decisiones, aún las más difíciles de la historia. De ahí que con gran verdad
podamos decir que Dios ata o desata en el cielo lo que la Iglesia dispone que
sea atado o desatado en la tierra.
Así
pues, queridos hermanos, a nosotros, fieles cristianos, inmerecidos hijos del
Dios altísimo por adopción, solo nos toca rogar al Señor que nos conceda la
humildad necesaria para reconocer y corregir nuestros fallos; la fuerza apropiada
para abandonar toda situación de pecado en que podamos vivir o encontrarnos en
este momento. Hemos visto que la salvación de uno pasa por la salvación del
prójimo, así pues cuidémonos unos a otros como Dios cuida de nosotros. Así sea.
Dios
te bendiga
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