sábado, 9 de septiembre de 2017

CORRECCIÓN FRATERNA, SEGURO DE VIDA


HOMILIA DEL XXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Queridos hermanos en el Señor:

Las lecturas de este domingo nos plantean un tema crucial para nuestra vida cristiana: la corrección fraterna, es decir, el grave deber que, como cristianos, tenemos de advertir a otros del mal que están cometiendo o en el que están insertos. Como premisa para todo lo que diremos a lo largo de esta homilía, queridos hermanos, hemos de tener presente que toda corrección fraterna, si queremos que sea efectiva y consiga la conversión del prójimo, ha de estar avalada por la humildad y acreditada con el ejemplo de vida, pues de nada serviría corregir los defecto del prójimo si yo los tengo iguales o peores y no me propongo superarlos. Trataremos este tema desde dos perspectivas: la corrección fraterna en la relación personal y la corrección que la Iglesia está llamada a hacer en medio del mundo donde le toca vivir y desarrollarse.

El evangelio de Jesucristo que se nos acaba de proclamar nos ofrece las pautas necesarias para llevar a cabo un proceso disciplinar de corrección fraterna. En primer lugar, debemos evitar todo talante autoritario y de superioridad, más bien al contrario, hemos de partir de una actitud humilde, serena y asertiva. Tengamos presente que nuestro fin no es nunca humillar a nadie sino salvarlo. Por eso, Jesús pone como paso inicial que la corrección sea privada para que el pecador no se sienta intimidado o violentado. Que sea una conversación lo más serena y agradable posible, haciéndole ver el error y la posibilidad o posibilidades de salir de él. Si el culpable no admite su error y tercamente persiste en él, Jesús nos invita a presentar testigos, los cuales, con la misma discreción, harán lo mismo: hacer ver el error y la posibilidad de solución.

Ojalá, queridos hermanos, todo quedara siempre ahí. Ojalá que el Señor nos diera siempre el espíritu de consejo para corregir y el espíritu de humildad para acoger la corrección y cambiar. Pero no siempre es así, de ahí que el final del proceso sea la excomunión, que es lo que significa ser considerado como gentil o publicano, es decir, apartado de la familia de los hijos de Dios.

Respecto del segundo modo de relación, la corrección Iglesia-mundo, debemos partir de la idea de que la Iglesia en su conjunto y los cristianos en general hemos sido puestos como “atalayas” en medio del pueblo y la sociedad en la que vivimos para ganar (en el sentido rabínico del término) cuantos más para Cristo. El fin de la Iglesia, en este sentido, no es simplemente el de poner normas o dictar lo bueno y lo malo, sino de iluminar las realidades que confeccionan la vida de los cristianos y de los hombres y mujeres de todos los tiempos indicando cuál es el camino que más agrada a Dios y cuál el que más lo ofende.

Siguiendo la advertencia que el Señor hace al profeta Ezequiel, la Iglesia tiene el grave deber de buscar y anunciar la salvación de todos, pues el mismo Concilio Vaticano II la definió como “sacramento universal de Salvación” (cf. LG 1). El mismo Señor que fundó la Iglesia para este fin, un día le pedirá cuentas de lo que hizo, cómo lo hizo y si se involucró en la salvación de cada uno de los hijos a ella encomendados. En este sentido, a lo largo de dos mil diecisiete años la Iglesia no ha cesado en su empeño de hacer oír la voz de su esposo, Jesucristo, para que el mundo no cerrara ni endureciera su corazón como aquellos incautos hebreos en Masá y Meribá.

La Iglesia sabe que amar es cumplir la ley entera y eso es lo que pretende cuando, con sus enseñanzas doctrinales y las que nos ofrecen la vida de sus santos, ilumina la realidad del mundo de hoy para que éste esté reconciliado con el Dios único y verdadero. Para esto, la Iglesia ha recibido el poder de atar y desatar, pues, según se desprende del evangelio que acabamos de oír, Dios anuda su juicio al emitido aquí por la Iglesia. Sin embargo, esto necesita una explicación ulterior ya que no supone que Dios se conforme indolentemente, con el arbitrio de los juicios humanos.

Para entender esta relación entre voluntad de Dios y juicio de la Iglesia, son muy esclarecedoras las palabras de Jesús al final de este pasaje “donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”. Vemos que Jesús ha comprometido su presencia a las actividades que pudiera realizar la comunidad eclesial. Y, lejos de todo reduccionismo, esta presencia asistente afecta a todas: la oración, el estudio y la toma de decisiones. No podemos dudar de que el mismo Espíritu Santo que realizó grandes prodigios al inicio de la predicación apostólica, sea el que hoy sigue asistiendo a la Iglesia en la toma de decisiones, aún las más difíciles de la historia. De ahí que con gran verdad podamos decir que Dios ata o desata en el cielo lo que la Iglesia dispone que sea atado o desatado en la tierra.   

Así pues, queridos hermanos, a nosotros, fieles cristianos, inmerecidos hijos del Dios altísimo por adopción, solo nos toca rogar al Señor que nos conceda la humildad necesaria para reconocer y corregir nuestros fallos; la fuerza apropiada para abandonar toda situación de pecado en que podamos vivir o encontrarnos en este momento. Hemos visto que la salvación de uno pasa por la salvación del prójimo, así pues cuidémonos unos a otros como Dios cuida de nosotros. Así sea.

Dios te bendiga




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