HOMILIA DEL II DOMINGO DE CUARESMA
Queridos
hermanos en el Señor:
Si el domingo pasado éramos llevados
por el Espíritu al desierto, lugar inhóspito y alejado de Dios para
enfrentarnos a las fuerzas del mal; en este segundo domingo de Cuaresma es
Jesús quien nos toma de la mano y nos lleva a lo alto de una montaña, lugar del
encuentro con Dios y espacio donde se producen las grandes teofanías.
Abrahán sube a la montaña a
sacrificar a su hijo Isaac, por mandato divino; y será allí, en lo alto del
monte donde Dios le sale al paso impidiéndole dar muerte a su hijo y
estableciendo una alianza con él: la descendencia numerosa que se prolongará
por todas las edades. La obediencia de Abrahán era el verdadero sacrificio y no
tanto el de Isaac que fue indultado. Del mismo modo, para nosotros la
obediencia a las disposiciones divinas, a los mandatos divinos supone un
verdadero sacrificio agradable a Dios. Esta es la cuestión: obedecer siempre
cuesta, sobre todo, cuando supone afrontar circunstancias difíciles y
desagradables en la vida: una muerte, una enfermedad, una situación precaria,
etc. y aquí se pone en juego toda la dinámica espiritual, la fe se pone en
jaque y solo una especial intervención divina puede darnos alivio y consuelo,
así como impedir errar el camino.
Sin embargo, como hemos recordado
otras veces, nada hay en nuestra vida que le sea ajeno al corazón de Dios. Si el
monte de Abrahán suponía obediencia y sacrificio, el monte donde Jesús nos
lleva es lugar de gloria y revelación. La Transfiguración es cambio de forma,
es transformación a un estado superior. Jesús, asumiendo lo humano en su
encarnación y el polvo del camino en su vida pública, sube a la montaña alta y
allí se transfigura delante de los tres discípulos más íntimos. Jesús en su
transfiguración da una nueva iluminación, un nuevo sentido a todas las
realidades humanas, los mismos vestidos que habían logrado la curación de
enfermos con solo tocarlos, ahora se vuelven de un blanco deslumbrante. La Transfiguración,
pues, en último término, es anticipo del estado
de exaltado y glorificado de Cristo tras su muerte en Cruz.
Tras el sufrimiento de la obediencia
viene la paz de la gloria, expresada por la intervención incauta de Pedro “¡qué
bien se está aquí!”. Ciertamente, solo cuando nos abandonamos en Dios podemos
encontrar y gozar de la verdadera paz y bienestar. Solo quien se deja envolver
por la nube del Espíritu Santo y guiar por la voz del Padre que nos invita a
reconocer a Jesús como el Unigénito Hijo de Dios y Dios verdadero, puede
caminar por el país de la vida sin temor a verse separado del amor de Dios. Es importante
dejar que Jesús tome nuestra vida y la transfigure, la cambie de forma
haciéndola más santa y religiosa, preocupada por agradar a Dios mediante la
vivencia activa de la caridad con los más pobres y enfermos.
Así pues, queridos hermanos, subamos
con ánimo al monte de la Salvación y dejémonos iluminar interiormente por la
luz transfigurante del Señor a quien, resucitado de entre los muertos, podremos
contemplar tal cual es, glorificado y exaltado a la diestra del Padre. En definitiva
obediencia y gloria son las dos caras de una misma moneda, tanto en la vida de
Cristo como en la de cada cristiano particular. Queda, tan solo, vivirlo en
medio de dificultades, pero poniendo nuestro pensamiento y corazón en quien sabemos
que no se ahorró nada para darnos la verdadera vida, la vida eterna.
Dios te bendiga
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