Antífona
de entrada
«Digno es el
Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el
honor. A él la gloria y el poder, por los siglos de los siglos». Tomada del
Apocalipsis, capítulo 5, versículo 12 y capítulo 1, versículo 6. Al final del
año litúrgico el pueblo cristiano usa las palabras del Apocalipsis para
prorrumpir en una sonora alabanza a quien es su único Rey y Señor.
Esta antífona ya nos pone en pista de una adecuada
comprensión de la realeza de Cristo: es el Cordero degollado, es decir, Cristo
es Rey porque ha entrada en la gloria por medio de su Pasión y muerte. Hoy,
como los cristianos de la persecución de Domiciano, seguimos tributando con
nuestra vida y nuestra oración todo poder, riqueza, sabiduría, fuerza y honor y
alabanza a Jesucristo, Hijo único de Dios y Dios verdadero. El Apocalipsis nos
ofrece desde el inicio de la celebración un marco contemplativo de la
solemnidad de hoy: fijar nuestros ojos anclando el corazón en quien reina con
poder y gloria en el cielo.
Oración
colecta
«Dios
todopoderoso y eterno, que quisiste recapitular todas las cosas en tu Hijo muy
amado, Rey del Universo, haz que la creación entera, liberada de la esclavitud,
sirva a tu majestad y te glorifique sin fin. Él que vive y reina contigo».
Del misal romano de 1570 con un cambio sustancial en la última parte de la
oración. Tomando como sustrato para el texto eucológico a Ef 1, 10; esta misa
nos recuerda que todo lo que existe, ha existido o existirá ha sido en función
de Cristo, por quien todo fue hecho.
A Cristo se le ha concedido pleno dominio sobre todo
por eso, la Creación no puede hacer otra cosa que someterse a su Señor,
aguardar - como dice Pablo – la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rom 8, 19).
Es una creación y una humanidad expectante, que ansía redención de la esclavitud
del pecado que la sometió (cf. Rom 5,12) para poder glorificar a su Señor como
cielos nuevos y tierra nueva (cf. Ap 21, 1) albergando una humanidad nueva en
la que more Dios en medio de ella (cf. Ap 21,3).
Oración
sobre las ofrendas
«Al ofrecerte,
Señor, el sacrificio de la reconciliación humana, pedimos humildemente que tu
Hijo conceda a todos los pueblos los dones de la paz y de la unidad. Por
Jesucristo, nuestro Señor». Del misal romano de 1570 con cambios
sintácticos y supresión de algunas frases. Tres sustantivos tejen esta oración:
“reconciliación-paz-unidad”. La Eucaristía es denominada como “sacrificio de la reconciliación humana”
trayendo así a la memoria de los fieles que lo que realmente está aconteciendo
en el altar es la actualización incruenta del misterio pascual de Cristo por el
cual ha sido coronado como rey del universo. Y en virtud de ese gobierno
universal puede, efectivamente, conceder la paz y a unión a todos los pueblos de
la tierra porque todos le están sometidos.
Antífona
de comunión
«El Señor se
sienta como Rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz». Tomada
del salmo 28, versículos del 10 al 11. El Señor es un Rey que bendice con el
don de la paz. En el momento de la comunión, el Señor vuelve a regalarnos el
don de su paz en la intimidad del corazón. La blanca Hostia es un regalo del
cielo con que el Rey-Pastor provee a su pueblo para que no desfallezca en la
lucha que debe lidiar contra las fuerzas del mal que acechan y asedian a los
vasallos de dicho Rey. Hoy, al comulgar volvamos rendir el homenaje de nuestra fe
y devoción a tal digno mandatario que nos ama incondicionalmente.
Oración
después de la comunión
«Después de
recibir el alimento de la inmortalidad, te pedimos, Señor, que, quienes nos
gloriamos de obedecer los mandatos de Cristo, Rey del Universo, podamos vivir
eternamente con él en el reino del cielo. Él, que vive y reina por los siglos
de los siglos». Del misal romano de 1570 con cambios semánticos y
suavización de expresiones. Siguiendo la línea teológica que nos ofrecía la
reflexión sobre la antífona de comunión, los cristianos no nos conformamos con
servir a nuestro verdadero Rey aquí en la tierra sino que aspiramos a vivir en
la misma corte de su reino. A diferencia de los reyes de este mundo, que nunca
admitieron en sus estancias a sus siervos sino solo a los cortesanos; Jesucristo,
Rey pacífico, sí que tiene la firme voluntad de que moremos con Él en las
estancias de su reino del cielo.
Visión
de conjunto
En el año 1925, la Iglesia celebraba el XVI centenario
del Concilio de Nicea celebrado en dicha ciudad de la actual Turquía en el año
325. En aquel concilio no solo se atajaba la herejía arriana formulando la
primera parte del actual Credo sino que se añadía la cláusula “y su reino no tendrá fin”. Aquel año
santo del 1925 no acabaría, por tanto, sino con la instauración para todo el
orbe católico de la fiesta de Jesucristo,
Rey del Universo, el 11 de diciembre del 1925 con la encíclica Quas Primas(=QP) siendo sumo pontífice
el papa Pio XI. Veamos algunos puntos de esta encíclica.
¿Qué significa que Cristo sea Rey? el mismo Papa
responde: «Ha sido
costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico,
a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas
las cosas creadas. Así, se dice que reina en las inteligencias de los
hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia cuanto
porque Él es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de Él y recibir
obedientemente la verdad. Se dice también que reina en las voluntades de los
hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y
perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus
mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en
nobilísimos propósitos. Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de
los hombres porque, con su supereminente
caridad y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de
manera que jamás nadie —entre todos los nacidos— ha sido ni será nunca tan
amado como Cristo Jesús. Mas, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente
que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre
el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de Él que
recibió del Padre la potestad, el
honor y el reino; porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica
a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la
divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y
absolutísimo sobre todas las criaturas»
(QP 6).
Hemos visto que, efectivamente, Cristo puede ser
considerado como Rey ya que puede reinar en la conciencia, voluntad y en los
corazones. Y que es Rey tanto por su divinidad como por su humanidad. Pero ¿hasta
dónde alcanza su realeza? Ciertamente, el dominio y señorío de Cristo alcanza a
todo lo creado tanto visible como invisible según refiere la Escritura: «Tuyos
son, Señor, la grandeza y el poder, la gloria, el esplendor, la majestad, porque
tuyo es cuánto hay en cielo y tierra, tú eres rey y soberano de todo»
(1 Cro 29, 11) y san Pablo: «Por tanto, al Rey eterno, inmortal, invisible, único Dios, a Él sea honor y gloria por los
siglos de los siglos. Amén» (1Tim 1, 17).
Cristo es poseedor de todo cuanto existe por ser
Dios, pues a Él le corresponde lo que corresponde al Padre eterno; por haberlo
conquistado a precio de su sangre en la cruz, pues con su misterio pascual ha
recapitulado todo en sí mismo; y por amar al mundo apasionadamente hasta el
punto de entregar su vida por la salvación de éste. Pero Él no se conforma con
un mundo o una creación sometida a la esclavitud del pecado sino que la
extensión y propagación de su reina implica un ardor misionero que no puede
eludirse si queremos que la humanidad y la creación se vean libres del yugo del
diablo y ser puestas en las manos de Cristo. Por ello, su reinado no se
conforma con una dimensión personal o íntima del fiel sino que ha de repercutir
en las relaciones sociales y en vida pública de los pueblos y naciones de la
tierra. A este respecto recordemos las palabras de Pio XI: «nunca resplandecería una esperanza cierta de
paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen
y rechazasen el imperio de nuestro Salvador» (QP, prólogo).
Por último, conviene recordar aquel grito de “¡Viva Cristo Rey!” con el que murieron
tantos mártires en el s. XX tanto en México, con la guerra de los cristeros,
como en la España del primero trienio del mismo siglo. Traer a la memoria esta
frase es traer al presente la entrega radical que exige el Evangelio y el
servicio a tan excelso Rey. Nos recuerda que el martirio es una exigencia de la
vivencia total del amor a Dios ya que si los soldados que mueren en el campo de
batalla por su rey y su patria obtienen la gloria del recuerdo de la historia,
cuanto más los soldados de Cristo, que obtienen la gloria de la eternidad en la
corte celestial de su Rey y Señor, Jesucristo.
Vivamos, pues, con paz esta fiesta buscando ante
todo el reino de Dios y su justicia; pidiendo, cada día, que venga a nosotros
su reino; y que sirviendo lealmente a este Rey eterno, un día podamos morar con
él en el cielo.
Dios te bendiga
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