HOMILIA DEL XXXI DOMINGO DEL TIEMPO
ORDINARIO
Queridos
hermanos en el Señor:
De vez en cuando el Señor Jesús se pone un poco duro
y nos da unos tirones de oreja para que no caigamos en lo mismo que criticamos
en otros. Las lecturas de este domingo, ciertamente, son bastante duras e
incomodas de escuchar; pero ponen de manifiesto que la coherencia entre la fe y
las obras ha sido una tarea pendiente desde el principio tanto para los judíos,
a quienes se refiere el profeta Malaquías, como para los cristianos, a quienes
se dirige el Evangelio de Mateo.
En ambas lecturas hay una denuncia áspera del escaso
testimonio que los creyentes damos en medio del mundo. A veces parece que
tenemos los principios claros, las enseñanzas teóricamente asumidas, el amor a
Dios presupuesto pero…a la hora de ponerlo por obra…nos desentendemos de todo
esto y preferimos dejarnos guiar por los criterios del mundo o por lo
convencionalmente establecido en base a la corrección política. Es lo mismo que
les pasaba a los fariseos y escribas del Evangelio de hoy: sus enseñanzas eran
buenas y acordes con la ley y los profetas pero sus obras no lo eran tanto, de
ahí la esterilidad de su testimonio.
Las lecturas de hoy, para nosotros, los cristianos,
son un acicate a tomar conciencia de nuestro papel en el mundo. La evangelización
depende no tanto de nuestras palabras, que también son importantes, sino, sobre
todo, del testimonio de vida, es decir, de que nos creamos de verdad lo que
sabemos que es nuestra fe y moral católica; que vivamos en católico y no nos
dejemos arrastrar por las modas imperantes de nuestro tiempo. Porque es muy
fácil cargar fardos sobre otros, señalar al prójimo o denunciar lo mal que lo
hacen los demás y, cuando nos toca a nosotros o a nuestras familias,
justificamos lo mismo que hemos acusado anteriormente. Hoy como ayer, la
coherencia sigue siendo un reto para todos nosotros.
Por otra parte, el apóstol Pablo nos da una clave
para entender bien todo lo dicho hasta ahora: él no se conforma con entregar
solo el Evangelio sino que quiere entregar hasta su propia persona “porque os habíais ganado nuestro amor”. Efectivamente,
el testimonio coherente de la vida cristiana se basa en el amor, en ganarnos a
todos por el amor; para que al ver como amamos digan de nosotros “mirad como se
aman” y crean en quien es el Amor primero, Cristo.
Cristo se convertirá, así, en modelo, padre,
hermano, consejero y maestro único para los cristianos y éstos, de este modo,
serán siempre discípulos del mismo. A Cristo, quien guarda nuestra alma en su
paz, es a quien debemos honor y gloria y no a los ídolos de este mundo. La coherencia
comenzará por tener claro a quién servimos y a quién queremos agradar. Amar a
Cristo supondrá ser servidores del Evangelio en el mundo, alterando el orden de
los valores que éste ha establecido para la sociedad. Cuando el mundo nos hace
ver que lo importante es estar en la cresta de la ola, ocupar puestos y aspirar
a cargos, Cristo nos recuerda la virtud de la humildad, que no es otra cosa que
el sentirse libre de ataduras de este mundo y querer solo a Dios en todo.
Los títulos denunciados por Mateo en el Evangelio no
pueden ser admitidos cuando vienen dados por medios reprobables o por honores
mundanos. Uno solo se convierte en maestro o en padre o en consejero en la
medida en que esta investido de la autoridad que solo da Cristo bien sea por el
testimonio de vida, bien por la luz espiritual a la hora de aconsejar o bien
por la ordenación sacerdotal. Pero esto son cosas que ni se pueden pretender ni
se pueden arrogar porque son puro don y gracia de la providencia divina.
En fin, queridos hermanos, pidamos en este domingo,
como gracia especial del cielo, que el Señor nos conceda un corazón capaz de
amar. Que nos consiga la coherencia de vida tan necesitada para nosotros y para
el mundo entero. Así sea.
Dios te bendiga
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