HOMILÍA DEL XXXIII DOMINGO DEL
TIEMPO ORDINARIO
Queridos
hermanos en el Señor:
Cada vez nos acercamos más al final
del año litúrgico y a entrar de nuevo en el Adviento. Y mientras el tiempo va
corriendo inexorablemente, las lecturas van acentuando la inminencia de la
llegada del Señor al final de los tiempos. Y, por tanto, su mensaje es cada vez
más duro y exigente.
Este domingo está centrado en el
trabajo. En concreto con trabajar los dones que hemos recibido de la bondad de
Dios para que demos frutos de vida cristiana. Para darnos una enseñanza de la
cotidianidad y la perseverancia que supone el trabajo cristiano, el libro de
los Proverbios nos presenta el ejemplo de la mujer trabajadora, llena de
virtudes por el generoso y esforzado desempeño de su labor en favor de su casa
y de los pobres, que encuentran en ella una mano abierta. Con el denuedo de su
labor, la mujer (imagen de los cristianos) se acarrea el éxito y la alabanza de
todos. En el trabajo cotidiano en las cosas de Dios, se halla la felicidad y la
dicha del hombre, como lo ha recordado el salmo responsorial.
El carácter último y escatológico de
este domingo viene reforzado por la carta de san Pablo a los Tesalonicenses
donde se nos informa que el día del Señor vendrá de improviso y, por tanto,
hemos de estar siempre preparados. Y, precisamente, este es el núcleo del Evangelio
de hoy: la vuelta del Señor a cobrar los beneficios de sus empleados.
Este pasaje evangélico es
meridianamente claro en el mensaje que hoy nos deja: el Señor nos ha dado a
cada uno de nosotros un don y una misión a llevar a cabo, según las capacidades
y las aptitudes de cada cual. Esta misión (talento) es la de trabajar por la
edificación del Reino de Dios en este mundo, en los ambientes en que cada uno
se mueve y desarrolla su vida. Este don, al que llamaremos carisma, solo crece
en la medida en que se pone a producir, esto es, en la medida en que se ejercen
al servicio de la Iglesia y la sociedad; y no se agotan sino cuando por egoísmo
nos desentendemos de todo.
Aquellos empleados de la parábola
nos ofrecen dos actitudes: tanto el de cinco talentos como el que tenía dos se
pusieron “manos a la obra” y obtuvieron un beneficio que pudieron entregar a su
señor cuando llegó. Pero el que solo había recibido uno se llenó de complejos y
de escusas vanas y nunca produjo nada con aquello por lo que no tenía nada que
devolver al amo. Pero…y nosotros ¿con qué actitud nos identificamos? ¿Somos
conscientes de los dones que Dios nos ha concedido? ¿Conocemos nuestra misión
en el mundo?
La tentación está en que muchas
veces tomamos la actitud del empleado que solo tenía un talento: llenarnos de “peros”,
de escusas, de complejos, de apocamiento para no hacer nada. Y no debe ser así.
Todos, absolutamente todos, podemos contribuir a la edificación del Reino de
Dios; todos tenemos algo que aportar en el fin de que Dios se conocido y su
nombre crezca en el mundo. Nadie puede desentenderse de esta misión porque si
no, no entrará en el banquete del Señor.
Este es el último punto de esta
reflexión: aunque el Señor tarde en llegar, se retrase la parusía (venida
última de Cristo), Él volverá, al menos, al final de la vida de cada uno. Y allí,
en el momento del juicio, Dios nos pedirá cuentas de los beneficios que hemos
adquirido con la puesta en circulación de los talentos recibidos y según sean
estos o bien pasaremos al banquete del Señor o bien al lugar de las tinieblas
donde será el llanto y el rechinar de Dientes.
Así pues, queridos hermanos,
busquemos el ser fieles siempre a Dios y agradecidos por los dones que ha
puesto en nosotros, sean muchos o pocos; y la mejor forma de vivir esta actitud
es al de trabajar en la edificación del Reino de Dios en este mundo poniendo en
juego todo lo que de Él hemos recibido, esperando un día poder entrar en el
banquete del Reino de los cielos que hoy se nos anticipa en la Eucaristía. Así sea.
Dios te bendiga
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