miércoles, 29 de noviembre de 2017

9. MISA POR LAS VOCACIONES A LAS SAGRADAS ÓRDENES





I. Misterio

Estimados lectores ofrecemos hoy un breve comentario a la misa para pedir por las vocaciones a las sagradas órdenes. La palabra “vocación” viene del verbo latino “vocare”, que significa “llamar” o “ser llamado por otro”, de ahí que la vocación sea, ante todo, una llamada que alguien nos hace para una misión en concreto.

Todos y cada uno de nosotros hemos recibido una llamada general a vivir en plenitud nuestro ser cristiano buscando el agradar, siempre y en todo, a Dios; en otras palabras, somos llamados a ser “santos”. Pero esta santidad, esta vocación general y universal de todo cristiano no se vive en el abstracto o en el vacío sino que se concreta en el estado de vida de cada uno. Pero ahora toca hablar de la vivencia de la santidad en la vocación particular a las sagradas órdenes.

La vocación sacerdotal como don que es de Dios, quien en su infinita providencia elige a hombres de este mundo para que hagan las veces de Él en medio de es mundo del que fueron extraídos, es algo que compete a toda la Iglesia: “El deber de fomentar las vocaciones pertenece a toda la comunidad de los fieles, que debe procurarlo, ante todo, con una vida totalmente cristiana; ayudan a esto, sobre todo, las familias, que, llenas de espíritu de fe, de caridad y de piedad, son como el primer seminario, y las parroquias de cuya vida fecunda participan los mismos adolescentes. Los maestros y todos los que de algún modo se consagran a la educación de los niños y de los jóvenes, y, sobre todo, las asociaciones católicas, procuren cultivar a los adolescentes que se les han confiado, de forma que éstos puedan sentir y seguir con buen ánimo la vocación divina. Muestren todos los sacerdotes un grandísimo celo apostólico por el fomento de las vocaciones y atraigan el ánimo de los jóvenes hacia el sacerdocio con su vida humilde, laboriosa, amable y con la mutua caridad sacerdotal y la unión fraterna en el trabajo” (Optatam Totius[1] 2). Así pues, todos estamos inmersos en esta tarea tan necesaria de cooperar con Dios en la promoción de las vocaciones sacerdotales.

Cuando estas surgen, deben ir al seminario para recibir una profunda y completa formación que les haga madurar y hacer opciones fundamentales y estables para la vida. Esta formación se concentra en cuatro campos o dimensiones: teológica, espiritual, humana y pastoral. Los seminarios, como institución oficial eclesiástica, nacen tras el Concilio de Trento (s. XVI) para la formación de los candidatos a las sagradas órdenes. El Concilio Vaticano II recordó su utilidad con estas palabras: “Los Seminarios Mayores son necesarios para la formación sacerdotal. Toda la educación de los alumnos en ellos debe tender a que se formen verdaderos pastores de almas a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor, prepárense, por consiguiente, para el ministerio de la palabra: que entiendan cada vez mejor la palabra revelada de Dios, que la posean con la meditación y la expresen en su lenguaje y sus costumbres; para el ministerio del culto y de la santificación: que, orando y celebrando las funciones litúrgicas, ejerzan la obra de salvación por medio del Sacrificio Eucarístico y los sacramentos; para el ministerio pastoral: que sepan representar delante de los hombres a Cristo, que, "no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida para redención de muchos" (Mc., 10,45; Cf. Jn., 13,12-17), y que, hechos siervos de todos, ganen a muchos (Cf. 1 Cor., 9,19). Por lo cual, todos los aspectos de la formación, el espiritual, el intelectual y el disciplinar, han de ordenarse conjuntamente a esta acción pastoral, y para conseguirla han de esforzarse diligentes y concordemente todos los superiores y profesores, obedeciendo fielmente a la autoridad del Obispo”(OT 4).

Pasemos, pues, a examinar qué reza la Iglesia ante la apremiante necesidad que tiene de promocionar y cuidar las vocaciones al sacerdocio.


II. Celebración

Para esta intención, el misal de Pablo VI propone un único formulario sin más indicaciones que las generales para el resto de misas por diversas necesidades ya expuestas en entradas anteriores. Esta misa puede completarse o bien con la segunda plegaria por diversas necesidades “Dios guía a su Iglesia por el camino de la salvación” (p. 625), o bien con el prefacio de las ordenaciones en cuanto éste indica la raíz de toda vocación “con amor de hermano elige a hombres de este pueblo”, siempre que con este prefacio vayan las plegarias I, II o III. Esta misa puede decirse con ornamentos blancos o del color del tiempo litúrgico en que se emplee con las debidas licencias y prescripciones.  

El formulario de oraciones ha sido redactado nuevo pues no se halla nada en las fuentes romanas anteriores. La oración colecta quiere ser cumplimiento de la promesa de Jer 3, 15 “os daré pastores”. A este fin el Señor concede a su Iglesia el espíritu de piedad y fortaleza para suscitar ministros del culto y testigos del evangelio. La oración sobre las ofrendas  pide algo fundamental y concreto: el aumento y la perseverancia de los vocacionados. La oración para después de la comunión imagina a la Iglesia como un gran campo (imagen de la viña en Isaías 5, 1-7 y en el Evangelio Mc 12, 1-12 y Mt 21, 28-32) donde se siembran las semillas de las vocaciones para cultivar el campo y que éste merezca la pena.

Los textos bíblicos para este formulario son Mt 9, 38 para la antífona de entrada, donde el Señor nos da el mandato de orar por las vocaciones, como si la Iglesia quisiera señalar que esta misa es respuesta obediente al mandato del Señor; y 1Jn 3,16 para la antífona de comunión donde se nos invita a dar la vida en favor de los hermanos a imitación de Cristo, pues la vocación sacerdotal es un llamamiento a la entrega generosa de la vida.

III. Vida


Una vez analizado el formulario de la misa podemos indicar algunos puntos esenciales que suponen para nosotros un acicate a la hora de orar al Señor por las vocaciones a las sagradas órdenes.

En primer lugar, debemos tener claro que todo parte de una promesa divina de dejar nunca a la Iglesia sin pastores. El Señor en el evangelio siente lástima por el pueblo de Israel que anda “como ovejas sin pastor” (cf. Mt 9, 36) de ahí que Él se comprometiera a que el nuevo Israel, su Iglesia, no se viera con esa carencia. Esto significa dos cosas importantes: por un lado, que Él sigue manteniendo a la Iglesia y por otra, su palabra es fuente de esperanza en estos momentos de crisis.

En segundo lugar, no solo debemos orar o preocuparnos por el aumento de las vocaciones sino también por la perseverancia de éstas en la entrega a Cristo y a los hermanos. Ciertamente, toda vocación sacerdotal es un camino hacia la cruz, es un camino de renuncias y exigencias por eso la oración debe incrementarse cada día de la vida para que el Señor conceda a su gracia a los que se sienten llamados por Él. No tenemos nada asegurado ni definitivo salvo la asistencia de su amor y la confianza que da el saber que su llamada es irrevocable.

En tercer y último lugar,  el vocacionado debe tener muy claro a que misión le llama el Señor: a ser ministro del altar, a ser testigo del evangelio y a servir a los hermanos. Y todo ello como sumo cuidado y diligencia. Sin partidismos, ni exclusividades, pues todo forma un único conjunto en la vida de los futuros ministros.

Dicho lo anterior, debemos de echar una mirada en torno y ver cómo esta el panorama vocacional de la Iglesia universal y de la española el concreto ¿Qué nos está queriendo decir el Señor en este momento? ¿Sabremos leer los signos de los tiempos?

Ciertamente, muchas son las iniciativas que en cada diócesis o noviciado se llevan a cabo, con la mejor de las intenciones, para paliar esta sangría vocacional pero todas ellas no acaban de dar los resultados que, aquellos que las diseñan, tienen en su mente. La vocación es un misterio de elección. Dios llama a quien quiere, como quiere y de la forma y en el momento que quiere. A nosotros nos toca ser cauces que posibiliten y favorezcan la acción divina.

En este sentido me parece interesante resaltar estas palabras del último Directorio para la vida y el ministerio de los presbíteros al tratar el tema de la Pastoral Vocacional (2013): “Esta pastoral se deberá fundar principalmente en la grandeza de la llamada, elección divina a favor de los hombres: delante de los jóvenes es preciso presentar en primer lugar el precioso y bellísimo don que conlleva seguir a Cristo. Por esto, reviste un papel importante el ministro ordenado a través del ejemplo de su fe y su vida: la conciencia clara de su identidad, la coherencia de vida, la alegría transparente y el ardor misionero del presbítero son otros elementos imprescindibles de la pastoral de las vocaciones, que debe integrarse en la pastoral orgánica y ordinaria. Por tanto, la manifestación jubilosa de su adhesión al misterio de Jesús, su actitud de oración, el cuidado y la devoción con que celebra la Santa Misa y los sacramentos irradian el ejemplo que fascina a los jóvenes”.


Así pues, el mejor plan vocacional que pueda pensarse es una vida sacerdotal plena y en plenitud de fidelidad; una Iglesia que sea testimonio de Dios en el mundo y que no compadreé con los poderes de éste; unos seminarios con una formación sólida y cabal fundada en la Escritura y la Tradición de la Iglesia así como en el Magisterio indefectible de la misma. ¿En qué nos basamos para ello? En que Dios premia la fidelidad de su Iglesia y, sobre todo, en que Dios es siempre fiel a sus promesas.

Pero… ¿qué hemos hecho nosotros? ¿Qué estamos haciendo? Desde hace unos años comenzó a inocularse en el mundo católico cierta corriente teológica, ambigua y extraña, que negaba el carácter sacerdotal de Jesucristo, arguyendo que Jesús era un laico. Quizás se debiera a esa necesidad patógena del clero de estar como pidiendo perdón a los laicos por ser curas. Y es que cuando una teología se sume ni se aprende bien, ocurren estos disparates. Negar el sacerdocio de Cristo tiene serias consecuencias:

1. Si Cristo no fue sacerdote no podría comunicar su sacerdocio a sus fieles y por tanto ellos no podrían ser, en virtud del bautismo, sacerdotes.

2. Si negamos el sacerdocio de Cristo, no solo el sacerdocio bautismal desaparecería, sino que el sacerdocio ministerial sería inexistente y por ello, todos los sacramentos y toda la liturgia sería vacía y estéril.

3. Si Cristo no fuera sacerdote y solo laico, y por tanto, el sacerdocio de los fieles y de los ministros no existiera; la Iglesia no sería pueblo sacerdotal, sino solo pueblo laical; de ahí la no necesidad de la vocación sacerdotal.

4. En definitiva la Iglesia no sería más que una asociación filantrópica, una teosofía y no habría trascendencia posible.

Pues bien, esta teología de la que algunos sacerdotes, supongo que por moda o desconocimiento, asumieron y propagaron está a la base de la despreocupación por parte del clero de no buscar ni promover vocaciones sacerdotales. Por eso, el clero diocesano, debe esmerarse en el arte de la pastoral vocacional.
                                                         Dios te bendiga



[1] en adelante OT.

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