Antífona
de entrada
«No me
abandones, Señor; Dios mío, no te quedes lejos; ven a prisa a socorrerme, Señor
mío, mi salvación». Del salmo 37, versículos del 22 al 23. La súplica
prototípica de aquel que tema la lejanía de Dios, de aquel que no imagina su
vida sin tener cerca a su Señor. En estos versos se deja oír el clamor
angustiado de tantos hijos de la Iglesia que hoy pasan por diversas vicisitudes
y obstáculos que les impide una vivencia plena de la fe en paz y en libertad.
Con estas palabras se nos invita a, también, a rezar por ellos e impetrar para
nosotros, también, la constante presencia protectora de Dios.
Oración
colecta
«Dios de poder
y misericordia, de quien procede el que tus fieles te sirvan digna y
meritoriamente, concédenos avanzar sin obstáculos hacia los bienes que nos
prometes. Por nuestro Señor Jesucristo». Aunque presente en la compilación
veronense (s. V) esta oración ha sido tomada directamente del sacramentario
gelasiano antiguo (s. VIII). También se encuentra en el de Angoulenme (s. IX) y
en el misal romano de 1570. Esta oración tiene su corolario en la oración de
postcomunión pues en ambas se aborda la cuestión de conseguir (alcanzar) las
promesas de Cristo. La aportación de esta oración es la situar, siguiendo el
Concilio de Orange (529), la gracia de Dios como antecedente a la libre
disposición del hombre para servir a Dios. Luego, esta misma gracia acompaña y
sostiene el camino del hombre para salvar, meritoriamente, los obstáculos que
el pecado y la debilidad le impiden avanzar ligeramente.
Oración
sobre las ofrendas
«Que este
sacrificio, Señor, sea para ti una ofrenda pura y, para nosotros, una efusión
santa de tu misericordia. Por Jesucristo, nuestro Señor». De nueva
creación. Se recoge bellamente la doble dirección de toda acción litúrgica: la
dimensión anabática, es decir, la ascendente (sea para ti… ofrenda) y la
dimensión catabática, es decir, descendente (para nosotros…efusión).
Antífonas
de comunión
«Me enseñarás
el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, Señor». Tomada
del salmo 15, versículo 11. El sendero que lleva desde el banco hasta el
ministro que nos espera para darnos la sagrada comunión es imagen del camino de
la vida que hemos de transitar, en medio de los obstáculos, hasta llegar a
gozar de la presencia definitiva del Señor en la Patria del cielo, donde
seremos plenamente saciados del gozo de los santos y redimidos,
«El Padre que
vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come
vivirá por mí, dice el Señor». Del Evangelio según san Juan, capítulo 6,
versículo 58. Acerquémonos presurosos, pues, a recibir el sacramento de la
vida, el manjar exquisito donde Dios nos regala la vida para que no temamos
ante las dificultades de la misma. La Santísima Trinidad se contiene en el alma
de los creyentes cuando, con devoción, reciben la sagrada comunión. Esta
presencia amorosa es seguro de vida presente y aval de vida eterna.
Oración
de después de comunión
«Te pedimos,
Señor, que aumente en nosotros la acción de tu poder, para que, alimentados con
estos sacramentos del cielo, nos preparemos, por tu gracia, a recibir tus
promesas. Por Jesucristo, nuestro Señor». Con algún cambio léxico ha sido
tomada de los sacramentarios gelasiano antiguo (s. VIII) y de Angoulenme (s.
IX) y del misal romano de 1570. Esta oración presente siempre en la tradición
litúrgica de la Iglesia nos recuerda que la Eucaristía es anticipo de las
realidades eternas que el Señor nos ha prometido disfrutar al final de la vida
por eso se pide que el recibir la comunión nos sirva de provecho para irnos
preparando a este encuentro definitivo.
Visión
de conjunto
La vida cristiana es, ciertamente,
un camino angosto que hemos de recorrer pero no un destino ciego pues sabemos
bien cuál es la meta y la cumbre del mismo: la patria del cielo. El formulario
de la misa de este domingo nos ofrece, precisamente, algunas notas distintivas
del camino de la espiritualidad cristiana, que nunca es linealmente progresiva
sino que está sujeta al devenir psicosomático de las personas.
La vida espiritual siempre tiene su
inicio en la libre acción de Dios que actúa en el alma del hombre. Es lo que
llamamos el “initium fidei”, tal como
el Concilio de Orange (529) formuló en su anatema del canon quinto: “Si alguno dice que está naturalmente en
nosotros lo mismo el aumento que el inicio de la fe y hasta el afecto de
credulidad por el que creemos en Aquel que justifica al impío y que llegamos a
la regeneración del sagrado bautismo, no por don de la gracia —es decir, por
inspiración del Espíritu Santo, que corrige nuestra voluntad de la infidelidad
a la fe, de la impiedad a la piedad—, se muestra enemigo de los dogmas
apostólicos, como quiera que el bienaventurado Pablo dice: Confiamos que quien
empezó en vosotros la obra buena, la acabará hasta el día de Cristo Jesús
[Phil. 1, 6]; y aquello: A vosotros se os ha concedido por Cristo, no sólo que
creáis en Él, sino también que por Él padezcáis [Phil. 1, 29]; y: De gracia
habéis sido salvados por medio de la fe, y esto no de vosotros, puesto que es
don de Dios [Eph. 2, 8]. Porque quienes dicen que la fe, por la que creemos en
Dios es natural, definen en cierto modo que son fieles todos aquellos que son
ajenos a la Iglesia de Dios”. Queda claro, pues, la aportación de la
oración colecta.
Sin embargo, el hombre que se inicia
en este camino espiritual no es ajeno a lo obstáculos y vicisitudes de la vida,
esto es, a la fuerza del pecado que habita en él como consecuencia del pecado
de Adán. Por eso es importante aprender a invocar el auxilio divino ante las
tentaciones del maligno. Los versículos que conforman la antífona de entrada
son un modelo eximio de esta actitud suplicante del fiel. De Dios esperamos,
siempre y solo, su misericordia frente a las asperezas con las que somos
tratados por las potencias infernales que ni admiten ni admitirán que
emprendamos un proceso de conversión y de vuelta a Dios. Esto mismo ya fue
recordado por el mismo Concilio en su canon décimo: “La ayuda de Dios ha de ser implorada siempre aun por los renacidos y
sanados, para que puedan llegar a buen fin o perseverar en la buena obra”.
El sendero de la vida esta trazado y
tiene un destino cierto: gozar de la presencia del Señor en la patria del
cielo. No hay otro. Esa es la gran promesa que Cristo nos ha dejado, todo el
resto es cumplimiento. De este modo, conseguir las promesas de Cristo no será
otra cosa que habitar con Él en la morada de los santos y redimidos. Ese es
nuestro fin y nuestra gloria.
Dios te bendiga
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