HOMILIA EN LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
Queridos
hermanos en el Señor:
Llegamos al final de este tiempo de
Pascua. Han sido cuarenta días intensos de presencia del Resucitado entre
nosotros. Cuarenta días de últimas enseñanzas y amonestaciones. Días preciosos
que hemos pasado con aquel que nos ha amado hasta el extremo y que estaba
muerto y que vive eternamente. Pero todo lo bueno se acaba. Ha sonado la
campana y es hora de la despedida, hora de partir al Padre y tomar posesión de
su trono en el cielo.
Hoy, Cristo, ante el asombro de los
ángeles y la admiración de los apóstoles, sube hasta lo más alto de los cielos
donde tiene que reinar junto al Padre hasta su vuelta al final de los tiempos. Hoy,
Cristo, es arrebatado de nuestra vista como aquel profeta Elías, no para
desentenderse de este mundo sino para estar aún más presente en él de una forma
distinta: una presencia invisible a través de los sacramentos. Porque el Señor,
ciertamente, se marcha de este mundo en la visibilidad de la carne pero sigue
en él a través de su Iglesia, prolongación histórica y terrena en el tiempo. Como
nos ha recordado san Pablo, Cristo sube a la cumbre llevando cautivos y dejando
dones a los hombres. Esto es, rescatando a aquellos que eran reos del diablo y
legando los cauces de la gracia que aseguran su presencia actuante, hoy, en
medio del mundo. Hoy, pues, Dios asciende entre aclamaciones, al son de aquellas
trompetas que, en la noche de Pascua, anunciaban la victoria de rey tan
poderoso.
Hoy el Eterno viviente nos ha dejado
un mandato muy muy claro: “Id al mundo
entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”. Este es el empeño misionero
dado para toda la Iglesia; para cada cristiano, sin excepción. La nuestra,
efectivamente, es una predicación eficaz acompañada de signos sacramentales que
la acreditan. Es una predicación que comunica la verdadera vida a todo aquel
que la escucha y la acoge. Es la predicación de la alegría y la esperanza que llena
las ciudades de alegría y construye civilizaciones nuevas fundadas en el amor. No es una predicación cualquiera, sino la
predicación de los testigos, de aquellos que miraban fijos al cielo mientras lo
veían subir hasta que una nube se lo quitó de la vista; de aquellos que fueron
constituidos heraldos del Evangelio hasta los confines de la tierra, hasta el
último rincón del mundo.
Así pues, queridos hermanos, la
Ascensión del Señor lejos de ser un punto y final de la Historia de la Salvación, es un nuevo
comienzo, un nuevo modo de presencia de Cristo en el mundo y en la Iglesia.
Esta liturgia de alabanza, queridos hermanos, debe ser un revulsivo para
nuestra vida espiritual. Quiere ser un acicate para salir de nuestra perplejidad
y pertrecharnos al mundo con espíritu cristiano para que cuando vuelva entre
las nubes del cielo encuentre fe en la tierra, encuentre un mundo más fraterno
sin guerras ni violencias. Así sea.
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