HOMILÍA
EN LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
Queridos
hermanos en el Señor:
Ponemos hoy punto y final al tiempo
de Pascua. Cincuenta días de gozo y júbilo intenso por la alegría que da el
saber que nuestro Señor ha vencido a la muerte y vive eternamente. Pero aún más
alegría da el tener la certeza de que, sentado a la derecha del Padre, en lo
más alto de los cielos, Él intercede por nosotros y nos asegura la perenne
efusión del Espíritu Santo.
Y aquí es, precisamente, donde nos
encontramos: en el envío del Espíritu Santo por parte del Padre y del Hijo para
dar vida y eficacia a todas las acciones de la Iglesia bien sean litúrgicas,
bien sean apostólicas, caritativas o asistenciales. El Espíritu Santo esta en
todo, lo impregna todo y lo aviva todo. Nada hay en la comunidad de los
discípulos de Jesús que no esté inspirado, acompañado, sostenido y culminado
por la eficacísima fuerza y auxilio del Paráclito.
De esta manera, la Iglesia vive
inmersa en un continuo Pentecostés que, como hace dos mil años, hoy sigue llenando
a los cristianos de Espíritu para hablar y proclamar el mensaje de Salvación
legado por nuestro Señor Jesucristo.
En primer lugar, hoy como ayer, queremos llenarnos
de la acción del Espíritu Santo y sentir los efectos de su amor. Necesitamos el
Espíritu de unidad para crecer y vivir la comunión con Dios y con el prójimo.
La unidad, que es signo del amor cristiano, solo puede ser real cuando está
habitada por los frutos del Espíritu, que nos ha recordado la Carta a los
Gálatas: amor, alegría, paz, comprensión, servicialidad, bondad, lealtad,
amabilidad, dominio de sí. Es el Espíritu de la Verdad plena que, trabajando en
nuestra alma, va sembrando en nosotros el gusto por la Verdad; gusto que nos
impulsa a buscarla denodadamente para hacer de ella el principio motor de
nuestra vida. El Santo Espíritu hace arraigar la Verdad en nuestra conciencia,
en nuestro corazón y a la puerta de nuestros labios para hablar y dar
testimonio de la misma.
Para hablar y testimoniar ¿qué decir? ¿De qué
hablar? En primer lugar, la efusión del Espíritu Santo nos mueve a bendecir a
Dios por toda su obra creadora, redentora y santificadora. El hombre debe
aprender a bendecir a su Señor y Dios por todo cuanto existe y hace por él. En
segundo lugar, nos dice la Escritura que nadie puede decir “Jesús es Señor” si
no es bajo la acción del Espíritu Santo. Pues bien, esto es lo que
principalmente debe decir el hombre y mujer imbuidos del Espíritu Santo: que
Jesús es el Señor, el rey de la Gloria, el alfa y el omega, principio y fin de
todo lo que existe, ha existido y vendrá a la existencia. El Espíritu Santo es
el principio de toda predicación apostólica y de toda proclamación kerigmática. Porque es, precisamente, el
Paráclito el que posibilita el oído de los habitantes de todas las naciones de
la tierra para entender el mensaje de salvación.
Así pues, queridos hermanos, renovemos este
Pentecostés nuestra fe en Dios, abramos nuestro corazón a la acción suave del
Paráclito para que sus dones hagan fecunda nuestra vida en buenas obras, frutos
del Espíritu. Recordemos que solo llenos del Espíritu Santo podremos
pertrecharnos al mundo como testigos verdaderos del Resucitado para proclamar,
a todas las naciones de la tierra, las maravillas que ha hecho por los hombres
y solo en Él podemos hallar salvación. Así sea.
Dios te bendiga
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