HOMILÍA
EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
Queridos hermanos en el
Señor:
Llegamos al final de los cuarenta días de la Pascua. Cuarenta
días en que hemos podido disfrutar de la presencia del Resucitado entre
nosotros; Cristo ha comido con nosotros, nos ha hablado al corazón…pero hoy
toca la despedida. La Ascensión es una fiesta que tiene un sabor agridulce,
porque Cristo se va ya de nuestro lado haciéndose invisible, pero con su
entrada en el santuario del cielo, inaugura un tiempo nuevo en la historia
donde todo estará imbuido de su presencia. Por eso a la vez que sube al cielo,
dice que estará con nosotros hasta el fin del mundo.
Así, la Iglesia nos invita hoy a contemplar una estampa
que bien podría definirse como parusía anticipada, en cuanto que se nos permite
ver al Cristo glorioso, exaltado a la derecha del Padre, Aquel que, como
cantaba el salmo, asciende entre aclamaciones y al son de trompetas. Si,
aquellas trompetas que resonaban la noche de la vigilia pascual tocadas por los
ángeles del cielo para anunciar al mundo la resurrección de Cristo. Pero antes
de acometerse tal prodigio de gloria, Cristo dejó un testamento perenne a sus
once apóstoles, pues Judas se había suicidado, tejido por cuatro verbos: “id”, “haced
discípulos”, “bautizándolos” y “enseñándoles”.
En primer lugar, el Señor nos manda “id”. Somos enviados a una tarea, a una misión. La palabra “apóstol”
significa “enviado”. Podemos decir que los discípulos son investidos hoy como
apóstoles, es decir, como aquellos que han sido elegidos para ser enviados al
mundo entero. También, para nosotros, cristianos del s. XXI, es válido este
mandato del Resucitado. “Id cada uno de vosotros – es como si dijera – a vuestras
casas, barrios, calles para encontraros conmigo en medio de los hermanos de
este mundo”.
El segundo verbo es “haced
discípulos”. La misión de los discípulos no es otra sino la de agrandar el
número de seguidores de Jesús. No es esta poca tarea para los cristianos de hoy
día: somos enviados a evangelizar a contagiar a otros de la alegría de ser
discípulos de Cristo, muerto y resucitado. Somos enviados a transformar la
realidad según los designios que Dios tiene para ella. La gran tarea de hoy es
la de hablarles de Cristo, decirles que les ama, que les busca, que quiere ser
su Salvador.
El tercer verbo es “bautizar”.
Es el fin último que tiene la predicación apostólica, el anuncia se muestra
eficaz en cuanto el oyente solicita el santo bautismo. Los cristianos del s.
XXI nos enfrentamos a una sociedad cada vez más secularizada, más descristianizada,
y ese aire viciado con harta frecuencia nos contamina, hasta tal punto que nos
hace confundir el bien con el mal y lo malo con lo bueno. Por eso, hoy, con más
insistencia, debemos volver a las raíces de nuestro bautismo y nuestra
confirmación, sacramentos con los que nos configuramos con Cristo. Difícil misión
de las cristianos hoy, pero no por ello imposible, la de vivir el bautismo en
medio de nuestro mundo, de bautizar nuestra realidad y de proponer el bautismo
a los que aún no han sido bautizados; porque bien expresa la Iglesia en su
doctrina, que ésta no conoce otra puerta para la salvación que no sea la del
bautismo (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1257).
El cuarto verbo es “enseñándoles”.
No basta con bautizarse, como si fuera un hechizo mágico, sino aprender a
guardar las enseñanzas recibidas por la tradición de la Iglesia. Hoy nos golpea
el drama de ver que hay cristianos (pastores y fieles) que tras el bautismo han
perdido el amor primero, no aceptan los dogmas de la fe porque se hacen la
falsa creencia de que saben más que la Iglesia, a la que dicen pertenecer pero
solo nominalmente, pues en la práctica de su vida muestran lo contrario. Católicos
que no aceptan la revelación, que cuestionan permanentemente las verdades de la
fe y que rinden su juicio más a los criterios del mundo que a los que dimanan
del evangelio. Ante este fracaso estrepitoso, hoy como ayer, el Señor quiere
que aprendamos a guardar sus palabras, la tradición de la Iglesia que es su
Cuerpo.
Para que la misión sea verdadera, leal y eficaz hemos de
ser fieles a las enseñanzas de Cristo y de su Iglesia. Y esto solo es posible
por la acción del Espíritu Santo que ilumina los corazones de sus fieles y los
abrasa en el fuego del amor divino. Quien se ve asistido por la fuerza del
Espíritu puede ponerse en pie, en cada momento y en cada circunstancia, para
algo más que, simplemente mantener la fe, sino para ser testigo de Él hasta los
confines del mundo.
Y
esta, queridos hermanos míos, es la consecuencia principal de la Ascensión: ser
testigo de Cristo en el mundo. El testigo es el que narra lo que ve, lo que ha
presenciado, lo que ha experimentado. Para ser testigo, por tanto, no basta con
saber que Dios existe o saber la doctrina de la fe, sino que necesitamos tener
experiencia de Dios, experiencia de oración, experiencia de intimidad con Dios.
Los apóstoles fueron enviados a predicar no por que supieran las verdades, sino
porque habían estado con Él, habían comido y bebido con Él, le habían
escuchado, le habían visto hacer milagros, conocieron su muerte y
experimentaron su resurrección. Del mismo modo a nosotros, que no hemos tenido
la gracia de verlo físicamente, el Espíritu es quien nos proporciona el
conocimiento y la experiencia tal como pudieron tenerla aquellos doce. Por eso,
es necesario pedir la asistencia del Espíritu en cada momento y lugar.
Por
último, la Ascensión inaugura un tiempo nuevo en la historia de la humanidad:
el tiempo de la Iglesia. Un tiempo en que la presencia de Cristo se hace
visible y real en las acciones litúrgicas de la misma. Es el tiempo de la
gracia y de la perenne efusión del Espíritu. La promesa del Señor de estar con
nosotros todos los días y esto se cumple de manera eminente, en cada
celebración de la Eucaristía, en los sacramentos y sacramentales y en el rezo
de la Liturgia de las Horas. También lo encontraremos presente, de otra manera,
en los pobres, enfermos y marginados.
En
definitiva, queridos hermanos, la Ascensión es el pistoletazo de salida para
nosotros. Este es nuestro tiempo, nuestra hora; la hora de ir al mundo a hacer
discípulos de Cristo a todos cuanto nos encontremos y nos necesiten; la hora de
vivir el bautismo con radicalidad y conducir a todos hacia el santo bautismo;
la hora del testimonio fiel y solícito de Jesucristo. Es el tiempo de la Iglesia,
pero no de una Iglesia cualquiera, sino de la una Iglesia viva, renovada,
alegre, esperanzada, activa, servicial, orante, suplicante, caritativa,… en
definitiva, la Iglesia que fundó Jesús y que ha sabido renovarse a través de
los siglos.
Queridos
hermanos, vivamos la Ascensión con la cabeza hacia el cielo pero con los pies
bien puestos en la tierra. Aunque desde el cielo, Dios sigue habitando en el
mundo, en su Iglesia, en nuestros corazones. Ojalá que el Espíritu Santo, su
don perenne, nos haga tener una constante experiencia de gracia, una fuerte
experiencia de Jesús en nuestras vidas.
Dios
te bendiga
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