HOMILIA
DEL IV DOMINGO DE PASCUA
Queridos hermanos en el
Señor:
El IV domingo de Pascua, popularmente conocido como “del
Buen Pastor”, las lecturas que la liturgia nos ofrece nos ponen cara a cara con
este aspecto de la Pascua: el Cristo que ha sido constituido Señor y Mesías, Guía
y Pastor de su pueblo. La homilía de este domingo se nos plantea en dos
direcciones: lo referente a Cristo, Pastor bueno y lo tocante a nosotros,
ovejas de su rebaño. Las palabras del apóstol Pedro tienen hoy un tono
eminentemente solemne, como el de un pregonero que tiene la grave responsabilidad
de dar un anuncio de extrema importancia: Cristo ha sido constituido a Jesús
como Señor y Mesías. Y lo ha hecho, precisamente, porque se ha sometido, con
libre obediencia, a la Pasión, como la Carta de san Pedro nos señala. En virtud
de esta exaltación, Cristo ejerce su pastoreo universal sobre su pueblo.
El Señor, tras su resurrección, es, en verdad, nuestro
Pastor. Y no solo eso sino que Jesús es la misma puerta del aprisco a donde
guía a su rebaño. Pastor y Puerta son dos imágenes que Jesús se apropia para
expresar su misión como Salvador y Redentor. Jesús, constituido por Dios como
Señor y Mesías, ejerce como tal siendo Pastor del rebaño llamando a sus ovejas
y caminando delante de ellas para guiarla hasta los pastos eternos. A estos
pastos solo se entra por la Puerta, que es el mismo. Quien entra por la Puerta
puede conocer la voz de su Pastor y caminar con Él y tras de Él y disfrutar de
ese banquete dispuesto para tener vida y vida en abundancia. Mientras que el
que no entra por la Puerta es comparado con una ladrón y un bandido, es decir,
un extraño para el rebaño; alguien ante quien se debe recelar y cuya voz no se
debe seguir por ser desconocida.
Respecto de nosotros, ante la predicación de Pedro debe
suscitarnos la misma pregunta que se despertó en el corazón de aquellos oyentes
“¿Qué tenemos que hacer?”. La respuesta
la da la Carta de Pedro: volvernos al Pastor de nuestras vidas. Quien ha
conocido este anuncio y esta verdad no puede volver a ser el mismo. Nosotros,
los cristianos, los que hemos entrado por la Puerta del bautismo, no somos
extraños para Cristo, no somos desconocidos para el Padre eterno ni ignorados
por el Santo Espíritu, pero corremos hoy el riesgo de desconocer la verdadera
voz del Pastor eterno.
Hoy son muchos los cantos de sirenas que engatusan los oídos
de los fieles. Se nos dice que podemos hacer una religión a la carta; un Dios a
nuestra medida, que justifique todo lo nuestro. Se nos dice que no escuchemos
las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia porque son desfasadas,
trasnochadas; se nos dice que la Iglesia y el Evangelio deben adaptarse a los
criterios del mundo. Ante estos mensajes envenenados, los cristianos debemos
mantenernos firmes en el legado de Jesucristo. ¿No será acaso el mundo quien
debe ser guiado por el Evangelio? ¿No es acaso Dios y su palabra superior a los
dogmas relativistas del mundo o a los inestables criterios sociales? ¿No será
que hemos cambiado una fuente de agua pura y cristalina por cisternas
agrietadas que no retienen el agua?
Sin embargo, el Pastor sigue
hablando a su pueblo; sigue llamándonos por nuestro nombre. La conversión
personal se inicia en cuanto experimentamos que nuestro nombre ha sido impreso
en las llagas gloriosas de Cristo, como el tatuaje en la palma de la mano de Is
49,16. Quien escucha su nombre de labios de Cristo enseguida se pone tras de Él
y se fía de Él. Tener a Cristo como Pastor es saber que tenemos como garante de
la vida a alguien que ha entregado libremente su vida por mí. Este Pastor, y no
otro, es el que ha vuelto de la muerte y es mi valedor. Cada uno de nosotros,
queridos hermanos, podemos hacer nuestras las palabras de Job “Yo sé que mi redentor vive, y al final se
levantará sobre el polvo; y después de desecha mi carne he de
ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis
ojos lo verán, y no otro, aunque mi corazón desfallece
dentro de mí” (Job 19,25-27).
La antífona de comunión de la misa
de hoy ha concentrado estas dos ideas del Pastor con la siguiente fórmula: “Ha resucitado el Buen Pastor, que dio la
vida por sus ovejas y se dignó morir por su rebaño”. Hoy la misión de este
Pastor se sigue actualizando en la Iglesia a través de los pastores concretos
del rebaño de Cristo: obispos y presbíteros, quienes, haciendo las veces de
Cristo, celebran los sacramentos y la Eucaristía, predican en su nombre,
asisten a los pobres y enfermos, evangelizan y enseñan. Pero para esta misión,
cuentan con las oraciones y la obediencia de los fieles, con el cariño y la
compañía del pueblo de Dios a ellos encomendado. Señor y Mesías, Jefe y Guía, Pasto
y Pastor: en esto ha sido constituido Cristo por medio de su Éxodo, esto es, de
su muerte y resurrección. Vivamos, pues, con esta confianza y seguros de su
amor.
Dios te
bendiga
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