HOMILIA
DEL VI DOMINGO DE PASCUA
Queridos hermanos en el Señor:
En este penúltimo domingo de Pascua las lecturas que la
liturgia propone nos presentan un sencillo, pero bastante completo, tratado
sobre el Espíritu Santo. Podríamos estructurar los datos de la Escritura en
tres ideas: Promesa, cumplimiento y transformación.
Promesa: así
nos lo presenta el Señor Jesús en el capítulo 14 de Juan. Ha llegado la hora de
la partida, Jesús tiene que volver al Padre. Solo con la entrada de Cristo en
el santuario del cielo, ante la presencia del Padre eterna, se verá asegurado
el envío del Espíritu Santo sobre sus discípulos. Será la acción del Paráclito,
el defensor, quien haga posible guardar los mandamientos dados por el Señor
para sellar así la relación de amor entre Cristo y los discípulos. No se puede
amar a Cristo de manera abstracta, sino adoptando su misma forma de vida
mediante el acatamiento de sus palabras. Así pues, esta será la última promesa
realizada por el Señor, el envío del Espíritu Santo.
Cumplimiento:
esta promesa llega a su fin en el día de Pentecostés cuando el Espíritu inunda
el corazón y la conciencia de los apóstoles y comienza la, hasta hoy, bi-milenaria
historia de la Iglesia. Tal como se nos muestra en este pasaje de Hechos, en el
ciclo del diácono Felipe, el Espíritu es el que hace posible la continuación de
la obra terrena del Resucitado. El Espíritu es el que reviste de poder y
autoridad (dinamis y exousía) a los discípulos para que
puedan administrar la gracia que viene del cielo. Felipe administra el bautismo
para el perdón de los pecados y la filiación divina, pero la plenitud de la
gracia solo se da cuando Pedro y Juan les imponen las manos y se derrama la
fuerza del Espíritu.
Transformación:
la acción del Espíritu Santo en los fieles nos es concretada por la epístola de
san Pedro: es el Espíritu que nos capacita para dar razones de nuestra fe y
esperanza; es el Espíritu que provoca en nosotros actitudes de bondad y
mansedumbre capaces de confundir a los enemigos; es el Espíritu que da la
fortaleza a los mártires para que perseveren en el bien y por este bien
padezcan los tormentos. Por último, es el Espíritu que da vida y hace posible
la Resurrección tanto de Jesucristo como la nuestra al final de los tiempos.
Estamos, ciertamente, en el tiempo del Espíritu. Cada celebración
litúrgica es un nuevo Pentecostés, un derroche de gracia, un nuevo cumplimiento
de la promesa del Señor de que estaría con nosotros hasta el final de los
tiempos. La presencia de Cristo entre sus fieles solo se produce por la acción
del Espíritu. Y porque esto es así, fue imprescindible que Pedro y Juan fueran
presurosos a Samaría a “completar” el bautismo de Felipe, confirmando este
sacramento con la unción del Espíritu. El Espíritu Santo es el único que puede
darnos un pleno y profundo conocimiento del Señor; el único que puede
envolvernos en una sincera relación amorosa con la Trinidad.
Creo que este domingo es un buen día para pensar en
nuestra relación con el Paráclito. ¿Le invocamos? ¿Le tenemos presente? No
podemos olvidar que es el Espíritu de la Verdad, como le llama el Señor, pues parece
ser que este nombre viene de la tradición de Qumrán. Sin embargo, a nosotros
poco nos importa esto sino más bien qué significa el Espíritu de la Verdad.
Dice
Jesucristo que la Verdad os hará libres (cf. Jn 8, 32). Luego es la acción del
Paráclito la que nos libera de las ataduras del mal y de nuestros pecados. La libertad
que da Cristo no es una libertad política o social o terrenal, sino muy
superior a éstas. Se trata de la libertad del alma, del corazón, del Espíritu. La
libertad que nos da la gallardía para hacer frente a las ideologías
totalitarias; para superar las esclavitudes de las trampas que el demonio nos
pone; es la libertad de quien sabe que lo tiene todo perdido pero que es más lo
que ha ganado. Es una libertad sincera, que no necesita de componendas ni
pactos miserables. Pero esta libertad solo viene en la medida en que vivamos la
Verdad, con mayúsculas. Y la Verdad tiene un nombre: Jesucristo.
Quien
busca la Verdad acaba encontrando, necesariamente, a Jesucristo. Esto solo
puede ser posible por la fuerza del Espíritu, quien nos guía hasta la Verdad
plena (cf. Jn 16,13). La Verdad se torna confianza, se torna seguridad, se
torna en estabilidad. Conocer y vivir la Verdad lleva a hacer nuestra aquella
frase “se de quien me he fiado” (cf.
2 Tim 1,12). Pues, ojalá, queridos hermanos, que nos afanemos en la vida por
buscar la Verdad, solo así seremos realmente libres. Ojalá que el conocimiento
de Cristo nos lleve a amarle totalmente y amándole le sigamos dando razón de
nuestra fe, padeciendo por su causa y gozando de su Resurrección en nosotros.
Dios
te bendiga
No hay comentarios:
Publicar un comentario