sábado, 20 de mayo de 2017

EL ESPÍRITU DE LA VERDAD OS DARÁ LA LIBERTAD PLENA


HOMILIA DEL VI DOMINGO DE PASCUA


Queridos hermanos en el Señor:

            En este penúltimo domingo de Pascua las lecturas que la liturgia propone nos presentan un sencillo, pero bastante completo, tratado sobre el Espíritu Santo. Podríamos estructurar los datos de la Escritura en tres ideas: Promesa, cumplimiento y transformación.

            Promesa: así nos lo presenta el Señor Jesús en el capítulo 14 de Juan. Ha llegado la hora de la partida, Jesús tiene que volver al Padre. Solo con la entrada de Cristo en el santuario del cielo, ante la presencia del Padre eterna, se verá asegurado el envío del Espíritu Santo sobre sus discípulos. Será la acción del Paráclito, el defensor, quien haga posible guardar los mandamientos dados por el Señor para sellar así la relación de amor entre Cristo y los discípulos. No se puede amar a Cristo de manera abstracta, sino adoptando su misma forma de vida mediante el acatamiento de sus palabras. Así pues, esta será la última promesa realizada por el Señor, el envío del Espíritu Santo.

            Cumplimiento: esta promesa llega a su fin en el día de Pentecostés cuando el Espíritu inunda el corazón y la conciencia de los apóstoles y comienza la, hasta hoy, bi-milenaria historia de la Iglesia. Tal como se nos muestra en este pasaje de Hechos, en el ciclo del diácono Felipe, el Espíritu es el que hace posible la continuación de la obra terrena del Resucitado. El Espíritu es el que reviste de poder y autoridad (dinamis y exousía) a los discípulos para que puedan administrar la gracia que viene del cielo. Felipe administra el bautismo para el perdón de los pecados y la filiación divina, pero la plenitud de la gracia solo se da cuando Pedro y Juan les imponen las manos y se derrama la fuerza del Espíritu.

            Transformación: la acción del Espíritu Santo en los fieles nos es concretada por la epístola de san Pedro: es el Espíritu que nos capacita para dar razones de nuestra fe y esperanza; es el Espíritu que provoca en nosotros actitudes de bondad y mansedumbre capaces de confundir a los enemigos; es el Espíritu que da la fortaleza a los mártires para que perseveren en el bien y por este bien padezcan los tormentos. Por último, es el Espíritu que da vida y hace posible la Resurrección tanto de Jesucristo como la nuestra al final de los tiempos.

            Estamos, ciertamente, en el tiempo del Espíritu. Cada celebración litúrgica es un nuevo Pentecostés, un derroche de gracia, un nuevo cumplimiento de la promesa del Señor de que estaría con nosotros hasta el final de los tiempos. La presencia de Cristo entre sus fieles solo se produce por la acción del Espíritu. Y porque esto es así, fue imprescindible que Pedro y Juan fueran presurosos a Samaría a “completar” el bautismo de Felipe, confirmando este sacramento con la unción del Espíritu. El Espíritu Santo es el único que puede darnos un pleno y profundo conocimiento del Señor; el único que puede envolvernos en una sincera relación amorosa con la Trinidad.

            Creo que este domingo es un buen día para pensar en nuestra relación con el Paráclito. ¿Le invocamos? ¿Le tenemos presente? No podemos olvidar que es el Espíritu de la Verdad, como le llama el Señor, pues parece ser que este nombre viene de la tradición de Qumrán. Sin embargo, a nosotros poco nos importa esto sino más bien qué significa el Espíritu de la Verdad.

Dice Jesucristo que la Verdad os hará libres (cf. Jn 8, 32). Luego es la acción del Paráclito la que nos libera de las ataduras del mal y de nuestros pecados. La libertad que da Cristo no es una libertad política o social o terrenal, sino muy superior a éstas. Se trata de la libertad del alma, del corazón, del Espíritu. La libertad que nos da la gallardía para hacer frente a las ideologías totalitarias; para superar las esclavitudes de las trampas que el demonio nos pone; es la libertad de quien sabe que lo tiene todo perdido pero que es más lo que ha ganado. Es una libertad sincera, que no necesita de componendas ni pactos miserables. Pero esta libertad solo viene en la medida en que vivamos la Verdad, con mayúsculas. Y la Verdad tiene un nombre: Jesucristo.

Quien busca la Verdad acaba encontrando, necesariamente, a Jesucristo. Esto solo puede ser posible por la fuerza del Espíritu, quien nos guía hasta la Verdad plena (cf. Jn 16,13). La Verdad se torna confianza, se torna seguridad, se torna en estabilidad. Conocer y vivir la Verdad lleva a hacer nuestra aquella frase “se de quien me he fiado” (cf. 2 Tim 1,12). Pues, ojalá, queridos hermanos, que nos afanemos en la vida por buscar la Verdad, solo así seremos realmente libres. Ojalá que el conocimiento de Cristo nos lleve a amarle totalmente y amándole le sigamos dando razón de nuestra fe, padeciendo por su causa y gozando de su Resurrección en nosotros.

Dios te bendiga

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