Antífona de entrada
«Yo aparezco ante ti con la justicia, y me
saciaré mientras se manifestará tu gloria». Tomada del salmo 16, versículo
15. Cada domingo Dios viene a nuestro encuentro, quiere salir al paso de su
pueblo para manifestar su poder y su gloria en medio de las vicisitudes que la
vida presenta. Acudamos, pues, al templo para hallar y disfrutar de esta
presencia amorosa que nos envuelve y renueva nuestro corazón y nuestra vida.
Dejemos que el Señor nos sacie con su justicia, es decir, con su piedad y
misericordia tan necesarias en nuestra vida.
Oración colecta
«Oh Dios, que muestras la luz de tu verdad a
los que andan extraviados para que puedan volver al camino, concede a todos los
que se profesan cristianos rechazar lo que es contrario a este nombre y cumplir
cuanto en él se significa. Por nuestro Señor, Jesucristo». Presente en el
misal romano de 1570. Esta oración hoy nos está llamando a la coherencia y a
recuperar la identidad de lo que somos. En la vida podemos correr el riesgo de
perdernos, de alejarnos de Dios pero Él nunca se aparta de nosotros porque es
el Pastor bueno siempre atento a cada una de sus ovejas.
Oración sobre las
ofrendas
«Mira, Señor, los dones de tu Iglesia
suplicante y concede que sean recibidos para crecimiento en santidad de los
creyentes. Por Jesucristo, nuestro Señor». De nueva incorporación. La
oración se abre con verbo eminentemente epicléptico (= invocación del E.
Santo). La Iglesia se encuentra en un momento de súplica y oración,
necesitando, por tanto, la mirada misericordiosa de su Señor, que la ha
convocado, para que acepte estos dones de pan y vino que se presentan y
reviertan en nosotros como frutos de santidad.
Antífonas de comunión
«Hasta el gorrión ha encontrado una casa, la
golondrina, un nido donde colocar sus polluelos: tus altares, Señor del
universo, Rey y Dios mío. Dichosos los que viven en tu casa, alabándote siempre».
Del salmo 83 versículos del 4 al 5. Esta antífona nos ofrece una mística y
poética visión de lo que supone recibir a Cristo en comunión. Al comulgar no
somos nosotros los que ofrecemos un descanso al Señor sino Él quien nos hace morar
en su presencia. En la comunión somos como ese gorrión o esa golondrina que
buscan amparo y refugio en los altos para poner su casa. Así nosotros queremos
poner nuestra casa en Cristo, el altísimo, para poder alabarlo en esta vida y
continuar haciéndolo por eternidad de eternidades.
«El que come mi carne y bebe mi sangre habita
en mí y yo en él, dice el Señor». Tomada del evangelio según san Juan
capítulo 6, versículo 57. Vuelve a exponerse aquí el misterio de la
inhabitación de Dios en el corazón de los fieles. La comunión sacramental nos
religa estrechamente con la divinidad y hace posible que el encuentro con Dios
sea real y posible.
Oración después de la
comunión
«Después de recibir estos dones, te pedimos,
Señor, que aumente el fruto de nuestra salvación con la participación frecuente
en este sacramento. Por Jesucristo, nuestro Señor». Esta oración aparece ya
en el sacramentario gelasiano antiguo del s. VIII y en el gregoriano del papa
Adriano; también en el misal romano de 1570. La comunión sacramental es el
momento culmen de la participación litúrgica, la forma más perfecta, alta y
eximia de la misma. Si cada misa es actualización incruenta del misterio
pascual de Cristo, la participación litúrgica significa tomar parte activa, y
por tanto, fructuosa, de este misterio que nos ha traído la salvación.
Visión de conjunto
Por norma general, las personas todas tienen un sistema
de pensamientos y valores que determinan su forma de ser, de actuar y de estar
en el mundo. En la medida en que sus actos están informados y determinados por
estos principios morales, decimos que es una persona coherente. La coherencia
es una virtud fundamental que nos hace ser verdaderos y dignos de crédito para
quienes se relacionan con nosotros. Lo contrario a la coherencia es la
hipocresía, un defecto deleznable que rompe toda relación sincera con el otro.
De alguna manera, la oración colecta de la misa de hoy
viene a recordarnos la necesidad de la coherencia en la vida cristiana con estas
palabras: “los que se profesan cristianos
rechazar lo que es contrario a este nombre y cumplir cuanto en él se significa”.
Suele ocurrir que cuando hacemos una larga marcha por el campo se nos puede
pegar en las sandalias el polvo del camino y cuando llegamos a casa hay que
quitarse el zapato, sacar el chinato, sacudir la arenilla o apartar el abreojo.
Del mismo modo en la vida del cristiano, con harta frecuencia también se nos
pega el polvo del ambiente social y moral de este mundo en que vivimos. Y quizá
sea este el gran problema de la Iglesia de hoy. Tanto hemos querido meternos en
el mundo que al final el mundo y la mundanidad se ha metido en la Iglesia. Pero
no serán mis palabras las que hoy les hablen sino el mismo papa Francisco en un
precioso discurso improvisado en su visita pastoral a Asís el 4 de octubre del
2013 en la sala de la expoliación del obispado de Asís en un encuentro con los
pobres asistidos por Cáritas. He aquí el discurso:
«Ha dicho mi hermano obispo que es la
primera vez, en 800 años, que un Papa viene aquí. En estos días, en los
periódicos, en los medios de comunicación, se fantaseaba. «El Papa irá a
despojar a la Iglesia, ¡allí!». «¿De qué despojará a la Iglesia?». «Despojará
los hábitos de los obispos, de los cardenales; se despojará él mismo». Esta es
una buena ocasión para hacer una invitación a la Iglesia a despojarse. ¡Pero la
Iglesia somos todos! ¡Todos! Desde el primer bautizado, todos somos Iglesia y
todos debemos ir por el camino de Jesús, que recorrió un camino de
despojamiento, Él mismo. Se hizo siervo, servidor; quiso ser humillado hasta la
Cruz. Y si nosotros queremos ser cristianos, no hay otro camino. ¿Pero no
podemos hacer un cristianismo un poco más humano -dicen-, sin cruz, sin Jesús,
sin despojamiento? ¡De este modo nos volveríamos cristianos de pastelería, como
buenas tartas, como buenas cosas dulces! Muy bonito, ¡pero no cristianos de
verdad! Alguno dirá: «¿Pero de qué debe despojarse la Iglesia?». Debe despojarse
hoy de un peligro gravísimo, que amenaza a cada persona en la Iglesia, a todos:
el peligro de la mundanidad. El cristiano no puede convivir con el espíritu del
mundo. La mundanidad que nos lleva a la vanidad, a la prepotencia, al orgullo.
Y esto es un ídolo, no es Dios. ¡Es un ídolo! ¡Y la idolatría es el pecado más
fuerte!
Cuando en los medios de comunicación se
habla de la Iglesia, creen que la Iglesia son los sacerdotes, las religiosas,
los obispos, los cardenales y el Papa. Pero la Iglesia somos todos nosotros,
como he dicho. Y todos nosotros debemos
despojarnos de esta mundanidad: el espíritu contrario al espíritu de las
bienaventuranzas, el espíritu contrario al espíritu de Jesús. La mundanidad nos
hace daño. Es muy triste encontrar a un cristiano mundano, seguro -según él- de
esa seguridad que le da la fe y seguro de la seguridad que le da el mundo. No
se puede obrar en las dos partes. La Iglesia -todos nosotros- debe despojarse
de la mundanidad, que la lleva a la vanidad, al orgullo, que es la idolatría.
Jesús mismo nos decía: «No se puede servir
a dos señores: o sirves a Dios o sirves al dinero» (cf. Mt 6,24). En el dinero
estaba todo este espíritu mundano; dinero, vanidad, orgullo, ese camino...
nosotros no podemos... es triste borrar con una mano lo que escribimos con la
otra. ¡El Evangelio es el Evangelio! ¡Dios es único! Y Jesús se hizo servidor
por nosotros y el espíritu del mundo no tiene que ver aquí. Hoy estoy aquí con
vosotros. Muchos de vosotros han sido despojados por este mundo salvaje, que no
da trabajo, que no ayuda; al que no le importa si hay niños que mueren de
hambre en el mundo; no le importa si muchas familias no tienen para comer, no
tienen la dignidad de llevar pan a casa; no le importa que mucha gente tenga
que huir de la esclavitud, del hambre, y huir buscando la libertad. Con cuánto
dolor, muchas veces, vemos que encuentran la muerte, como ha ocurrido ayer en
Lampedusa: ¡hoy es un día de llanto! Estas cosas las hace el espíritu del
mundo. Es ciertamente ridículo que un cristiano -un cristiano verdadero-, que
un sacerdote, una religiosa, un obispo, un cardenal, un Papa, quieran ir por el
camino de esta mundanidad, que es una actitud homicida. ¡La mundanidad espiritual mata! ¡Mata el alma! ¡Mata a las personas!
¡Mata a la Iglesia!
Cuando Francisco, aquí, realizó aquel
gesto de despojarse, era un muchacho joven, no tenía fuerza para esto. Fue la
fuerza de Dios la que le impulsó a hacer esto, la fuerza de Dios que quería
recordarnos lo que Jesús nos decía sobre el espíritu del mundo, lo que Jesús
rogó al Padre, para que el Padre nos salvara del espíritu del mundo.
Hoy, aquí, pidamos la gracia para todos
los cristianos. Que el Señor nos dé a todos nosotros el valor de despojarnos,
pero no de 20 liras; despojarnos del
espíritu del mundo, que es la lepra, es el cáncer de la sociedad. ¡Es el
cáncer de la revelación de Dios! ¡El espíritu del mundo es el enemigo de Jesús!
Pido al Señor que, a todos nosotros, nos dé esta gracia de despojarnos.
¡Gracias!»
Creo que poco más puede
añadirse. Meditemos estas palabras.
Dios
te bendiga
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