HOMILIA
DEL DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO
Queridos hermanos en el
Señor:
Continuando nuestro itinerario evangélico guiados por san
Mateo, damos hoy un paso más en el seguimiento de Jesucristo. Las lecturas de
hoy nos ofrecen la otra cara de la moneda en relación a las del domingo
anterior. Si el otro día la Palabra de Dios trataba acerca del rechazo, del desprecio
y del riesgo de ser cristianos, hoy abordan la cuestión de acoger y aceptar el
mensaje del Evangelio hospedando a sus emisarios.
El segundo libro de Reyes nos narra como aquella mujer
acogió al profeta Eliseo por ser éste un mensajero de Dios. Ella supo reconocer
en él a Dios que venía a su casa. Sin embargo, ella tenía un trauma en su vida:
no había sido madre. Por esto mismo, como agradecimiento, Dios le concede el
don de la maternidad, derramando así su misericordia.
Lo mismo ocurre en el pasaje evangélico de hoy, Jesús
habla de la gran bendición que supondrá para aquellos que acojan el evangelio y
a quienes lo anuncian. Este texto, aunque tiene un comienzo bastante duro y
exigente, en el fondo no esta contraponiendo los amores humanos al divino, sino
que pretende conducirnos a una completa y mejor identificación con Él. Por eso,
estas exigencias se resuelven en la cruz, porque, a veces, por mantener nuestra
fe en el Señor hemos de enfrentar a propios y extraños que no nos comprenden o
que ridiculizan nuestra fe.
Perder la vida, ganar la vida. Es la paradoja que este
evangelio nos propone. Vivimos en un mundo hedonista, donde el mensaje
fundamental que nos bombardea es el de “vive y sé feliz”, “piensa en ti”, “a
vivir que son dos días” y no nos damos cuenta de que poco a poco vamos pasando
la vida, que nuestro tiempo se agota y,
al final, qué hemos hecho por salvarnos, qué llevamos al cielo. Queremos ganar aquí,
acaparar para vivir corriendo el peligro de alejarnos de lo que verdaderamente
importa: de buscar agradar a Dios.
Respecto
del domingo pasado, lo fácil en esta vida es ir al paso de los dictados del
mundo. Nadar en la misma dirección que tantos otros. Esto hace que nos ganemos
el aplauso del mundo, la felicitación de los hombres y toda clase de prebendas
que nos hacen la existencia más llevadera. Sin embargo, el cristiano debe huir
de todas estas pompas y lisonjas porque la verdadera vida que hemos de ganar no
es esta, sino la eterna, el único aplauso el de los ángeles, la única
felicitación la de los santos y la única prebenda la de estar junto a Dios.
Solo
viviendo esta exigencia podremos configurarnos con Cristo hasta tal punto, que
seremos uno con Él, del mismo modo que ya lo somos por el bautismo. De este
modo comprendemos que es el Evangelio el que nos impulsa a ser misioneros y
testigos de su amor en el mundo, por eso dirá el Señor que quien acoge a uno de
sus enviados es como si le acogiera a Él. Fijaos hasta qué punto Cristo se
identifica con sus siervos, con aquellos que lo han dejado todo por seguirle y
servirle. Esta es, queridos hermanos, la gran recompensa de cargar con la cruz:
ser uno en Cristo y con Cristo. ¿Podemos pedir más? no creo.
Por
otra parte, este pasaje conlleva una doble consecuencia: acoger a Cristo y
descubrir al Señor en el otro. Respecto de lo primero, es, ante todo, una
actitud espiritual. Queremos acoger a Jesús en nuestros corazones, acoger a sus
emisarios, a sus testigos, a sus santos. Respecto de lo segundo, es el Espíritu
el que nos da la luz necesaria que abre nuestros ojos y el corazón para saber
reconocer en los pobres, enfermos y humildes la presencia moral de Cristo en
ellos.
Queridos
hermanos, en este domingo no dudemos en acoger a Cristo en nuestra vida y a
todos aquellos que predican con fidelidad su mensaje. Él nunca pasa por nuestro
lado sin derramar sus gracias y misericordias como bien experimentó san Juan de
la Cruz en estos versos: “Mil gracias
derramando, pasó por
estos sotos con presura,
y yéndolos mirando, con sola su
figura vestidos los dejó de hermosura”.
Ojalá que al hospedarle en nuestra estancia del alma, Él nos revista de su
hermosura.
Dios
te bendiga
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