HOMILÍA
DEL XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
Queridos hermanos en el Señor:
Las lecturas de este
domingo son meridianamente claras. Pocas explicaciones precisan ya que es el
mismo Jesucristo quien se molesta en explicar la parábola a sus discípulos. Por
ello, tras escucharle a Él todo lo que digamos los demás está de más.
Simplemente, en esta homilía me gustaría hacer algunas reflexiones acerca de
nuestra relación con la Palabra de Dios.
En
primer lugar, debemos situarnos ante esta palabra como lo que es en verdad:
Palabra de Dios. Una palabra que nos viene dada de lo alto y por tanto no nos
da derecho a cuestionarla. Si a interpretarla, a estudiarla, a leerla pero no a
dudar de su veracidad sin error, o lo que los teólogos han llamado la
inerrancia de la Escritura. Esta misma palabra es semilla plantada en la tierra
de nuestros corazones. Una tierra, a priori, abonada con la gracia de Dios;
pero también una tierra que requiere del continuo cuidado por nuestra parte
para acoger con afecto este don que nos viene de arriba. Porque la palabra de
Dios es un don, un regalo del Dios rico en misericordia que quiere entrar en
diálogo con nosotros comunicándonos, por escrito, todo y solo aquello que
conviene a nuestra salvación. Por tanto, la autoridad de la Palabra de Dios la
hace veraz, digna de crédito y exenta de toda duda.
En
segundo lugar, diremos alguna palabra sobre los enemigos de la palabra, esto
es, los pájaros, los cardos, las piedras, el sol que quema, etc. que no son
sino formas distintas que adopta el enemigo del alma para sibilinamente ir
haciendo mella en nosotros generando, así, una antipatía a todo lo que venga de
Dios. Los distintos efectos que la acción del maligno produce en el alma contra
el amor a Dios, según el Catecismo de la Iglesia Católica 2094, son:
La
indiferencia: es el rechazo silencioso a Dios. La actitud de quien
ignora a Dios no porque no lo conozca sino porque ha hecho la opción obviarlo
en su vida, de arrancarlo de sí como referente moral de su existencia. Es la
actitud más común hoy en día. La indiferencia es, en definitiva, vivir como si
Dios no existiera.
La
ingratitud: es la actitud de quien cree que tiene derecho a todo y no
tiene por qué agradecer nada a Dios. Es la vida de espaldas a reconocer cuánto
don nos viene de Dios y que nuestra vida está en sus manos.
La
tibieza: es la actitud del mediocre, de aquel veleta que se mueve según
cambian los aires. La tibieza nos impide un amor grande y una entrega generosa
a Dios. Una persona tibia es esa que nunca sabes ni donde está ni cómo va a
reaccionar. La tibieza espiritual, dada la impotencia que genera, acaba
difuminando la imagen divina en nosotros.
La
acedía: es la pereza espiritual que llega a rechazar el gozo que viene
de Dios y a sentir horror por el bien divino. Es de las peores enfermedades del
alma porque anida en ella y la va corroyendo hasta el punto de poder somatizar
este mismo horror. La acedía te va alejando paulatinamente del amor de Dios,
del gozo de su presencia y de su gracia hasta el punto de convertirlo en tu peor
enemigo.
El
odio a Dios: tiene su origen en el orgullo; se opone al amor de Dios
cuya bondad niega y lo maldice porque condena el pecado e inflige penas. Es el
continúo intento del hombre de luchar contra Dios, porque molesta, y ocupar su
lugar. Es la eterna tentación de la serpiente del Génesis que promete una
divinización pero sin Dios. La soberbia humana que incapacita para reconocer
cualquier atisbo de presencia de Dios en la vida. El empeño masónico de
combatir contra Dios y su Iglesia.
Ante
estas actitudes que suponen la ausencia de toda gracia, la palabra divina viene
precedida por la acción de Dios en nosotros que prepara y dispone nuestros
corazones para una acogida fructuosa. Solo la gracia divina impulsa a nuestra
voluntad a recibir la semilla de la Palabra para que esta caiga en tierra
buena. La gracia precede, acompaña y dirige nuestros corazones para que lo que
es mera posibilidad o deseo llegan a una consumación real en el tiempo y que
ésta se prolongue en la eternidad. Esta semilla es semilla de eternidad. La
palabra de Dios no es una pura ley que pretendiera atar nuestra vida y
sujetarla a dogmas estrictos, más bien pretende ser luz para la vida, como bien
dice el salmo 118 “Lámpara es tu palabra
para mis pasos, luz en mi sendero”.
La
palabra de Dios, antecedida por la gracia que la posibilita, requiere de
nuestra acogida afectuosa. Necesita que la pongamos en el centro de la vida,
que nos molestemos en leerla, entenderla, interpretarla y, sobre todo, hacerla
vida; pues de nada vale conocerla si no se traduce en actitudes nuevas de
caridad. Corremos, así, el peligro de esterilizar la Palabra.
Queridos
hermanos, seamos tierra buena, rechacemos todos los camuflajes del enemigo que
nos impiden acoger la palabra divina. Si lo hacemos así, daremos frutos en este
mundo que perdurarán para la vida eterna.
Dios
te bendiga
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