sábado, 2 de junio de 2018

CRISTO SACERDOTE, VÍCTIMA Y ALTAR


HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE

NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO


Queridos hermanos en el Señor:

            Desde 1264, cada año la Iglesia dedica un día a celebrar, meditar y proclamar su fe en el misterio de la Eucaristía, esto es, el misterio del Cuerpo y de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo presente en las especies de pan y vino, las cuales, a las palabras consagratorias del sacerdote, cambian su sustancia de  pan y vino en la sustancia del Cuerpo y la Sangre de Cristo, lo que tradicionalmente se ha llamado “transubstanciación”.

            Las lecturas que la liturgia nos propone este ciclo B para la Solemnidad del “Corpus” nos presenta un perfecto retrato de Cristo-Sacerdote. En el libro del Éxodo contemplamos un altar erigido con 12 estelas sobre el cual se han de ofrecer sacrificios de comunión que suponen el derramamiento de la sangre inocente de las víctimas para el sacrificio. Con esa misma sangre se simboliza la Alianza que Dios ha hecho con su pueblo. En este sentido, parece que la Escritura nos ofrece una prefiguración del mismo Cristo que aúna en su doble naturaleza el ser altar, víctima de comunión y sacerdote. Su cuerpo humano es el ara donde se ejecuta el sacrificio de comunión, cuya víctima es Él mismo con su Cuerpo entregado y su Sangre derramada. Y el gran oferente, el sacerdote oferente, sigue siendo el mismo Cristo, quien en su doble naturaleza ha sido constituido pontífice y mediador.

            Sin embargo, será la Carta a los Hebreos la que desarrollará profundamente todo el sacerdocio de Cristo, diciendo de Él que ha entrado en su santuario; que es el que, realmente, ofrece el culto verdadero al Padre y que, de este modo, es el único Mediador entre Dios y los hombres.

            Finalmente, el evangelio de la misa de hoy nos presenta la realidad del misterio eucarístico, el verdadero sacrificio que el sumo sacerdote, Jesucristo, ha ofrecido: la Eucaristía. El texto de Marcos nos ofrece la descripción de las primeras casas de reunión de la comunidad cristiana “una sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes”. La Eucaristía, pues, exige un lugar digno y arreglado para la celebración. Marcos recoge, también, la tradición litúrgica original al recoger la cadencia verbal que engrana el ritual “tomó-pronunció-partió-dio”. Lo que supone ya que, desde el principio, la Eucaristía no se desarrollaba en un festín carismático, como si fuera una merendola, sino en un contexto celebrativo-ritual que permitía la eficacia sacramental de la misma.


            Queridos hermanos, lo que hoy nos traemos entre manos no es otra cosa que contemplar el gran misterio del amor de Dios, que ha llegado hasta el punto de entregar su vida y derramar su sangre en Cruz, y, de este modo, quedarse con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos. Así, Cristo perpetúa su presencia en la Iglesia mediante la celebración correcta de la Eucaristía. En el Augusto Sacramento del Altar Dios estará siempre con nosotros, entre nosotros.  Es la prueba mejor de que Dios no nos abandona. E que Dios continúa guiando nuestra vida y cuidando de nosotros.

            Pero, hermanos, este sacramento de amor exige de nosotros un culto de adoración y un reconocimiento continuo de la realidad mística que se esconde. No puede ser que el Sagrario siga estando abandonado por parte de los fieles católicos. El sagrario nos reclama, nos llama, nos quiere a su lado. En la Eucaristía está la fuente de la verdadera vida, la plenitud del amor divino, el sentido  y fundamento de todas las obras apostólicas de la Iglesia. Sin Él estamos perdidos, abocados al fracaso y a la perdición del alma.

Así pues, hermanos, hagamos firme propósito de visitar cada día a Jesús sacramentado, pasar largos ratos de oración con el amado, el Amor de los amores. Dejémonos transfigurar en su presencia; presentemos nuestras súplicas, lágrimas y risas al Sumo sacerdote de la Nueva Alianza que en el Altar del sacrificio nos espera cada día. Así sea.

Dios te bendiga

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