HOMILÍA
EN LA SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y LA SANGRE DE
NUESTRO
SEÑOR JESUCRISTO
Queridos hermanos en el
Señor:
Desde 1264, cada año la Iglesia dedica un día a celebrar,
meditar y proclamar su fe en el misterio de la Eucaristía, esto es, el misterio
del Cuerpo y de la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo presente en las especies
de pan y vino, las cuales, a las palabras consagratorias del sacerdote, cambian
su sustancia de pan y vino en la
sustancia del Cuerpo y la Sangre de Cristo, lo que tradicionalmente se ha
llamado “transubstanciación”.
Las lecturas que la liturgia nos propone este ciclo B
para la Solemnidad del “Corpus” nos presenta un perfecto retrato de
Cristo-Sacerdote. En el libro del Éxodo contemplamos un altar erigido con 12
estelas sobre el cual se han de ofrecer sacrificios de comunión que suponen el
derramamiento de la sangre inocente de las víctimas para el sacrificio. Con esa
misma sangre se simboliza la Alianza que Dios ha hecho con su pueblo. En este
sentido, parece que la Escritura nos ofrece una prefiguración del mismo Cristo
que aúna en su doble naturaleza el ser altar, víctima de comunión y sacerdote. Su
cuerpo humano es el ara donde se ejecuta el sacrificio de comunión, cuya
víctima es Él mismo con su Cuerpo entregado y su Sangre derramada. Y el gran
oferente, el sacerdote oferente, sigue siendo el mismo Cristo, quien en su doble
naturaleza ha sido constituido pontífice y mediador.
Sin embargo, será la Carta a los Hebreos la que
desarrollará profundamente todo el sacerdocio de Cristo, diciendo de Él que ha
entrado en su santuario; que es el que, realmente, ofrece el culto verdadero al
Padre y que, de este modo, es el único Mediador entre Dios y los hombres.
Finalmente, el evangelio de la misa de hoy nos presenta
la realidad del misterio eucarístico, el verdadero sacrificio que el sumo sacerdote,
Jesucristo, ha ofrecido: la Eucaristía. El texto de Marcos nos ofrece la
descripción de las primeras casas de reunión de la comunidad cristiana “una
sala grande en el piso de arriba, arreglada con divanes”. La Eucaristía, pues,
exige un lugar digno y arreglado para la celebración. Marcos recoge, también,
la tradición litúrgica original al recoger la cadencia verbal que engrana el
ritual “tomó-pronunció-partió-dio”. Lo que supone ya que, desde el principio,
la Eucaristía no se desarrollaba en un festín carismático, como si fuera una
merendola, sino en un contexto celebrativo-ritual que permitía la eficacia
sacramental de la misma.
Queridos hermanos, lo que hoy nos traemos entre manos no
es otra cosa que contemplar el gran misterio del amor de Dios, que ha llegado
hasta el punto de entregar su vida y derramar su sangre en Cruz, y, de este
modo, quedarse con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos. Así,
Cristo perpetúa su presencia en la Iglesia mediante la celebración correcta de
la Eucaristía. En el Augusto Sacramento del Altar Dios estará siempre con
nosotros, entre nosotros. Es la prueba
mejor de que Dios no nos abandona. E que Dios continúa guiando nuestra vida y
cuidando de nosotros.
Pero, hermanos, este sacramento de amor exige de nosotros
un culto de adoración y un reconocimiento continuo de la realidad mística que
se esconde. No puede ser que el Sagrario siga estando abandonado por parte de
los fieles católicos. El sagrario nos reclama, nos llama, nos quiere a su lado.
En la Eucaristía está la fuente de la verdadera vida, la plenitud del amor
divino, el sentido y fundamento de todas
las obras apostólicas de la Iglesia. Sin Él estamos perdidos, abocados al
fracaso y a la perdición del alma.
Así
pues, hermanos, hagamos firme propósito de visitar cada día a Jesús
sacramentado, pasar largos ratos de oración con el amado, el Amor de los
amores. Dejémonos transfigurar en su presencia; presentemos nuestras súplicas,
lágrimas y risas al Sumo sacerdote de la Nueva Alianza que en el Altar del
sacrificio nos espera cada día. Así sea.
Dios te bendiga
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