HOMILÍA DEL XI DOMINGO DEL TIEMPO
ORDINARIO
Queridos
hermanos en el Señor:
En nuestra andadura litúrgica anual
la Iglesia nos ofrece cada domingo un tema para reflexionar y meditar sobre los
textos bíblicos. Hoy, con imágenes propias del mundo rural en el que vive Israel,
tanto el profeta Ezequiel como el evangelista Marcos nos presenta el tema del
Reino de Dios como una realidad que está en germen en este mundo y que, poco a
poco, progresivamente, va adquiriendo entidad hasta convertirse en una realidad
mayor y plena que pretende acoger a todos aquellos que quieren salvarse, bajo
sus ramas.
Ezequiel usa el esqueje de una rama
de cedro, árbol de madera incorruptible, como signo profético para simbolizar
la realidad a la que esta llamada Israel. El pueblo judío, que había sido
elegido por Dios, por amor, para ser luz que atrajera a todas las gentes hacia
el Dios único y verdadero, tiene la obligación de abrir sus brazos y levantar
sus muros para acoger a todos los hombres y mujeres que han conocido a éste
mismo Dios y ponen su confianza en Él. Los animales y vegetales que aparecen en
el texto son figura alegórica de la raza humana. Pero para abrigarse bajo el paraguas
de ese inmenso bosque que nace de la rama de cedro es necesario reconocer a
Dios como “el Señor”. Hacia el encuentro con ese mismo Señor nos dirigimos
caminando sin verlo físicamente y, tan solo, guiados por la fe.
La misma idea de desarrollo
progresivo del Reino de Dios, la hallamos en la parábola del crecimiento de la
semilla en el Evangelio de Marcos. En este pasaje se nos descubre una nota
esencial del Reino de Dios que, a veces, se nos escapa: todo depende de Dios. Nuestra
tarea solo es la de anunciar y poner los medios para que todos conozcan al Dios
único y verdadero pero el resto del proceso de implantación depende, sola y
exclusivamente, de la gracia divina que acredita nuestra predicación y nuestro
testimonio; la gracia que hace germinar en el corazón humano las realidades
divinas. El reino de Dios no se impone por la fuerza ni por la espada. No. Sino
por el testimonio convincente de testigos convencidos de que merece la pena
creer en Dios y entregar nuestra vida a la causa de Jesucristo.
De este modo, la semilla de mostaza
vendría a ser nuestro esfuerzo y nuestra voluntad de trabajar por el Reino,
pero el proceso de crecimiento del tallo, de la espiga hasta convertirse en un
frondoso arbusto donde se cobijan toda clase de pájaros (alegoría de lo humano)
para poder anidar en él, depende enteramente de Dios y su gracia, solo así podemos anidar en Dios. Y aquí está la tercera idea: poner nido en el Reino.
Esto es, asentar la existencia humana en la recta fe en Jesucristo; anidar en
Dios es hacer de la caridad generosa, la bandera de nuestra vida; es perseverar
con Cristo en las pruebas de la vida y esperar contra toda desesperación.
Hermanos, ojalá que Dios nos conceda
la gracia de implantar su reino, perseverar en su búsqueda y vivir para siempre
en Él. Así sea.
Dios te bendiga
Que bonito como se expresa Jesús y que buena explicación cercana
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