viernes, 8 de junio de 2018

MISSA PRO AFFLIGENTIBUS NOS


MISA POR LOS QUE NOS AFLIGEN

I. Misterio

La quinta petición del Padrenuestro es “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, el Catecismo de la Iglesia (cf. CEC 2838-2845) nos ofrece una fantástica enseñanza sobre cómo llevarla a cabo, ofreceremos una síntesis de la doctrina de la Iglesia.

Esta petición empieza con una afirmación de nuestra miseria respecto de su Misericordia. Pero este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. No podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a la hermana a quien vemos (cf 1 Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia.


La grandeza de esta petición de la oración del Señor reside en la partícula “como”. Con ella, expresamos una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Así, adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el extremo del amor (cf Jn 13, 1). No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.

Por otra parte, el perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación.

No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino, pues se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía (cf Mt 5, 23-24). A este respecto es bastante elocuente el siguiente texto de san Cipriano de Cartago: «Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel» (De dominica Oratione, 23).

Pasemos, pues, ya a estudiar como la Iglesia ha convertido en oración toda esta enseñanza de Jesucristo.

II. Celebración

El formulario que hoy analizamos es de nueva creación y, fundamentalmente, de inspiración bíblica. Se rige por las normas generales de las misas “ad diversa” y puede ser completada con la plegaria eucarística cuarta para las misas por diversas necesidades. Puede ser celebrada de color blanco o del color litúrgico del tiempo en que se empleé.


La oración colecta pivota sobre el mandamiento nuevo de Cristo de amarnos los unos a los otros y de amar a los enemigos (cf. Mt 5, 44-49) y la necesidad de vencer al mal con la práctica del bien (cf. Rom 12,21), llevando las cargas del prójimo (cf. Lc 6, 27-31). La oración sobre las ofrendas sitúa el sacrificio de Cristo en la cruz y su ejemplo de perdonar a sus verdugos, como el fundamento de nuestra paz y nuestro esfuerzo por buscar la reconciliación con los enemigos. La oración para después de la comunión denomina la Eucaristía “misterio de nuestra reconciliación” y se ofrece para que nosotros seamos pacíficos y los pecadores que atentan contra la Iglesia se conviertan y agraden a Dios.

Los textos bíblicos seleccionados para este formulario son: para la antífona de entrada, Lc 6, 27-28 donde se nos recuerda la inversión de valores que Cristo hace respecto del código de Hammurabi; para la antífona de comunión, Mt 5, 9-10 pues al comulgar debemos traer a la mente la bienaventuranza del ser pacíficos y de ser perseguidos por causa de Cristo. En la comunión reside nuestra fortaleza.

III. Vida

Una vez analizado el formulario eucológico estamos en disposición de extraer algunas consecuencias éticas y morales para una mejor vivencia del cristianismo.

Aunque es un tema profusamente tratado en multitud de libros y meditaciones en el cristianismo, nunca nos cansaremos de abordar el mandato de Cristo que da la excelencia al cristianismo a la par que le aporta la nota distintiva respecto de otras religiones: el amor a los enemigos. Tradicionalmente las sociedades y civilizaciones antiguas elaboraron un conjunto de normas y preceptos defensivos y bélicos para garantizar la defensa de la ciudad o de la tribu o del clan. Eran normas que exhortaban a la desconfianza, a estar a la defensiva y a no mostrar ningún atisbo de piedad respecto de los enemigos y atacantes. Multitud de ejércitos se fueron conformando y adiestrando para la guerra, imperios colonizando a otros pueblos menos fuertes y preparados y odios cada vez más crecientes que hicieron de la paz un viejo mito con pocas esperanzas de volver a ser realidad.


Ante este panorama, Cristo viene a mandar a sus discípulos que deben deponer los odios y discordias que los viejos códigos legislativos imponían, y abrazar una nueva forma de establecer relaciones sociales basadas en el amor a los enemigos y la piedad cristiana. De este modo, el cristianismo fue el factor de socialización de las civilizaciones posteriores a Roma, el creador de nuevas normas y leyes de la guerra que, sobre todo, con la escuela de Salamanca y la obra de su máximo exponente, Fray Francisco de Vitoria, dieron un nuevo enfoque a la hora de establecer las condiciones de paz con los enemigos o el bando vencido.

Por otra parte, en sus dos mil años de historia, la Iglesia ha conocido a multitud de enemigos que la han atacado y afligido en lugares diversos, en tiempos distintos y con formas y métodos múltiples. Desde los romanos hasta el Daesh pasando por la Francia revolucionaria y llegando a las leyes totalitarias de género, la Iglesia ha desempeñado su cometido evangelizador sin que le faltaran persecuciones, pero de todas ha salido victoriosa y fortalecida. De hecho, es la única institución que ha visto la tumba de sus enemigos. Aun así, a pesar de los muchos sufrimientos que ha padecido, ella es consciente y sabe que tiene que orar por sus enemigos, orar por sus perseguidores para que cesen en su rencor y su encono y vuelvan al amor de Dios, pues a Él lo que le importa es que los pecadores se arrepientan y gocen de la vida eterna. Orar por los pecadores y su conversión es deber y obligación de la Iglesia, en general, y de cada cristiano en particular.

Señores lectores, aquí reside nuestro reto y la excelencia de la religión cristiana. Esto, ya lo sabemos, no es fácil ni cómodo ni agradable pero cuando se superan los prejuicios y las barreras psicológicas que nos ponemos, hallamos una paz y serenidad en el alma tan grande que no podemos expresarlo en palabras humanas ni conceptualizarlo en legislaciones civiles.

Dios te bendiga

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