MISA POR LOS QUE NOS AFLIGEN
I. Misterio
La
quinta petición del Padrenuestro es “perdona
nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”,
el Catecismo de la Iglesia (cf. CEC 2838-2845) nos ofrece una fantástica
enseñanza sobre cómo llevarla a cabo, ofreceremos una síntesis de la doctrina
de la Iglesia.
Esta petición empieza con una afirmación de nuestra miseria respecto
de su Misericordia. Pero este desbordamiento de misericordia no puede penetrar
en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. No
podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano, a la hermana a
quien vemos (cf 1 Jn 4, 20). Al negarse a perdonar a nuestros hermanos y
hermanas, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor
misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre
a su gracia.
La grandeza de esta petición de la oración del Señor reside en la
partícula “como”. Con ella, expresamos una participación, vital y nacida “del
fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro
Dios. Así, adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que
ama hasta el extremo del amor (cf Jn 13, 1). No está en nuestra mano no
sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu
Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la
ofensa en intercesión.
Por otra parte, el perdón es cumbre de la oración cristiana; el don de la oración
no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina.
Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte
que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El
perdón es la condición fundamental de la reconciliación.
No hay
límite ni medida en este perdón, esencialmente divino, pues se vive en la
oración y sobre todo en la Eucaristía (cf Mt 5, 23-24). A este respecto
es bastante elocuente el siguiente texto de san Cipriano de Cartago: «Dios no acepta el sacrificio de los que
provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con
sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación
más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel» (De dominica
Oratione, 23).
Pasemos,
pues, ya a estudiar como la Iglesia ha convertido en oración toda esta
enseñanza de Jesucristo.
II. Celebración
El formulario que hoy analizamos es de nueva
creación y, fundamentalmente, de inspiración bíblica. Se rige por las normas
generales de las misas “ad diversa” y
puede ser completada con la plegaria eucarística cuarta para las misas por
diversas necesidades. Puede ser celebrada de color blanco o del color litúrgico
del tiempo en que se empleé.
La oración colecta pivota sobre el mandamiento nuevo
de Cristo de amarnos los unos a los otros y de amar a los enemigos (cf. Mt 5,
44-49) y la necesidad de vencer al mal con la práctica del bien (cf. Rom 12,21),
llevando las cargas del prójimo (cf. Lc 6, 27-31). La oración sobre las
ofrendas sitúa el sacrificio de Cristo en la cruz y su ejemplo de perdonar a
sus verdugos, como el fundamento de nuestra paz y nuestro esfuerzo por buscar
la reconciliación con los enemigos. La oración para después de la comunión
denomina la Eucaristía “misterio de nuestra reconciliación” y se ofrece para
que nosotros seamos pacíficos y los pecadores que atentan contra la Iglesia se
conviertan y agraden a Dios.
Los textos bíblicos seleccionados para este
formulario son: para la antífona de entrada, Lc 6, 27-28 donde se nos recuerda
la inversión de valores que Cristo hace respecto del código de Hammurabi; para
la antífona de comunión, Mt 5, 9-10 pues al comulgar debemos traer a la mente
la bienaventuranza del ser pacíficos y de ser perseguidos por causa de Cristo. En
la comunión reside nuestra fortaleza.
III. Vida
Una vez analizado el formulario eucológico estamos
en disposición de extraer algunas consecuencias éticas y morales para una mejor
vivencia del cristianismo.
Aunque es un tema profusamente tratado en multitud
de libros y meditaciones en el cristianismo, nunca nos cansaremos de abordar el
mandato de Cristo que da la excelencia al cristianismo a la par que le aporta
la nota distintiva respecto de otras religiones: el amor a los enemigos. Tradicionalmente
las sociedades y civilizaciones antiguas elaboraron un conjunto de normas y
preceptos defensivos y bélicos para garantizar la defensa de la ciudad o de la
tribu o del clan. Eran normas que exhortaban a la desconfianza, a estar a la
defensiva y a no mostrar ningún atisbo de piedad respecto de los enemigos y
atacantes. Multitud de ejércitos se fueron conformando y adiestrando para la
guerra, imperios colonizando a otros pueblos menos fuertes y preparados y odios
cada vez más crecientes que hicieron de la paz un viejo mito con pocas
esperanzas de volver a ser realidad.
Ante este panorama, Cristo viene a mandar a sus
discípulos que deben deponer los odios y discordias que los viejos códigos
legislativos imponían, y abrazar una nueva forma de establecer relaciones
sociales basadas en el amor a los enemigos y la piedad cristiana. De este modo,
el cristianismo fue el factor de socialización de las civilizaciones
posteriores a Roma, el creador de nuevas normas y leyes de la guerra que, sobre
todo, con la escuela de Salamanca y la obra de su máximo exponente, Fray
Francisco de Vitoria, dieron un nuevo enfoque a la hora de establecer las
condiciones de paz con los enemigos o el bando vencido.
Por otra parte, en sus dos mil años de historia, la
Iglesia ha conocido a multitud de enemigos que la han atacado y afligido en
lugares diversos, en tiempos distintos y con formas y métodos múltiples. Desde los
romanos hasta el Daesh pasando por la Francia revolucionaria y llegando a las
leyes totalitarias de género, la Iglesia ha desempeñado su cometido
evangelizador sin que le faltaran persecuciones, pero de todas ha salido
victoriosa y fortalecida. De hecho, es la única institución que ha visto la
tumba de sus enemigos. Aun así, a pesar de los muchos sufrimientos que ha
padecido, ella es consciente y sabe que tiene que orar por sus enemigos, orar
por sus perseguidores para que cesen en su rencor y su encono y vuelvan al amor
de Dios, pues a Él lo que le importa es que los pecadores se arrepientan y
gocen de la vida eterna. Orar por los pecadores y su conversión es deber y
obligación de la Iglesia, en general, y de cada cristiano en particular.
Señores lectores, aquí reside nuestro reto y la
excelencia de la religión cristiana. Esto, ya lo sabemos, no es fácil ni cómodo
ni agradable pero cuando se superan los prejuicios y las barreras psicológicas
que nos ponemos, hallamos una paz y serenidad en el alma tan grande que no
podemos expresarlo en palabras humanas ni conceptualizarlo en legislaciones
civiles.
Dios te bendiga
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