MISA PARA PEDIR LA GRACIA DE UNA
BUENA MUERTE
I. Misterio
En el artículo anterior ya habíamos abordado
el tema de la muerte y cómo debía asumirla un cristiano. Hoy nos proponemos reflexionar sobre esta página
novedosa del misal romano: pedir la gracia de una buena muerte.
Tradicionalmente en una de las
letanías se rezaba así: “De una muerte
repentina e imprevista, líbranos, Señor”. El miedo a morir sin poder haber
recibido los auxilios sacramentales, con la consiguiente posibilidad de ir al
infierno, la muerte terna; siempre fue algo rechazado por la piedad cristiana. Hasta
tal punto, llegaba la necesidad de irse preparando, durante toda la vida, para
bien morir, que incluso la buena muerte gozaba de un patrón, que la concediera:
san José ¿Por qué? Porque según la tradición, el patriarca san José tuvo la
mejor muerte que un cristiano pudiera tener: la presencia y asistencia de su
esposa, la Virgen María, y del hijo que adoptó e hizo suyo, Jesucristo.
En la época actual, imbuida de una
llamada “cultura de la muerte”, a la misma vez que hace políticas que, en lugar
de promover la vida, la elimina o impide; rechaza la realidad de la muerte expulsándola,
incluso, del espacio urbano. Los cementerios, que antaño convivían con la vida
de las poblaciones, hoy son grandes extensiones de terreno extramuros donde la
muerte tiene su lugar, y donde su rostro amargo, se ha embellecido con grandes
sepulturas llenas de arte y altas categorías estéticas. Veamos como aborda la
Iglesia el misterio de la muerte como realidad cristiana a la cual nos
dirigimos y esperamos de la mejor manera posible.
II. Celebración
La misa que presentamos en este artículo es de nueva
incorporación en el misal. Está sujeta a las normas generales para las misas “ad diversa” y puede ser completada o
bien con la cuarta plegaria eucarística para las misas por diversas necesidades
o bien con el prefacio común V o VI y las plegarias eucarísticas I, II o III.
Los ornamentos pueden ser blancos o del color del tiempo litúrgico en que se
empleé.
La oración colecta está fundamentada sobre el
misterio de la Creación “creado a imagen
tuya” y de la Redención “tu Hijo se
sometiera a la muerte por nosotros” y, puesto que el hombre es creatura
débil, está llamado a una constante vigilancia para que la hora de la muerte no
le sorprenda como un ladrón en la noche. Vuelve a presentarse la muerte como un
doble movimiento: salir y descansar. Salir de este mundo sin pecado y reposar
en el aprisco de la misericordia divina.
La oración sobre las ofrendas define, perfectamente,
en qué consiste la “buena muerte”: salir del mundo con “paz y confianza” y participar de la resurrección de Cristo. La oración
para después de la comunión considera a la Eucaristía “prenda de la inmortalidad” y tiene por objeto al Espíritu Santo, a
quien se le denomina “auxilio de tu amor”,
que puede ayudarnos en la hora de la muerte para que abandonemos este mundo sin
peligro de contaminación diabólica, sino
más bien con entereza y confianza en el amor de Dios.
Los textos bíblicos asignados a este formulario son:
para la antífona de entrada, Sal 22, 4 donde el Buen Pastor nos permite caminar
con Él a través de las pruebas de esta vida dándonos valentía y confianza en
cada momento y circunstancia. Para la comunión se ofrecen dos antífonas: a) Rom
14, 7-8 donde se nos enseña que la buena muerte no es otra cosa que vivir,
sufrir y morir en Dios, único dueño de nuestra vida: y b) Lc 21, 36 que es una
llamada a la constante vigilancia en la oración y en las buenas obras.
III. Vida
Tras el análisis de la eucología de la misa, podemos
extraer algunas pinceladas teológicas que nos ayuden a una mejor vivencia del
misterio de la muerte, aunque puede completarse con las ideas del artículo
anterior “misa por los moribundos”.
1. Creación, gracia y redención, el signo del
hombre: desde su creación, el hombre se debate entre la vida en gracia y la
vida de pecado. La vida en gracia es el estado original en que fue creado: la
inocencia original, la amistad con Dios, estar revestidos del mando de gloria e
inmortalidad al ser creados a imagen y semejanza del Dios uno y trino. Pero este
estado de gracia se pierde fácilmente con el pecado, lo que supone la culpa
original, la enemistad con Dios y la desnudez más absoluta de aquello de lo que
gozábamos en el inicio. De este modo, la muerte es consecuencia del pecado y
decreto pronunciado contra el hombre. En este contexto, la obra salvífica de
Cristo supondrá asumir todo lo humano y darlo un sentido redentor.
2. Con la muerte, destruyó nuestra muerte: Cristo,
en esta diatriba redentora, al asumir lo humano, lo asume todo, incluso la
muerte, y una muerte de Cruz (cf. Flp 2, 6). Una antífona bizantina para el tiempo
de Pascua, el kontakion pascual lo recoge así: «Cristo resucitó de entre los muertos, matando
la muerte con su muerte y otorgando la vida a los que yacían en los sepulcros»
y de modo semejante lo recoge otro himno de la liturgia occidental católica, el
Te Deum: «Tú destruido el aguijón de la
muerte, abriste a los creyentes el reino del Cielo». Así pues, teniendo en
cuenta que la muerte, el más inmisericorde y último de los enemigos del hombre,
ya ha sido vencida y redimida por Jesucristo; nosotros podemos afrontar nuestra
muerte personal con entereza, paz y confianza sabiendo que seremos acogidos por
la misericordia de aquel que se dignó morir el primero por todos nosotros.
3. Vigilancia en la oración y en la acción:
pero no podemos pensar que ya lo tenemos todo conseguido. No. Para beneficiarnos
los méritos salvíficos de Jesucristo es necesario perseverar en la fe y en el
bien obrar, pues la perseverancia en esto nos atraerá la salvación del alma (cf.
Lc 21,19). No son pocas las veces que Jesús nos llama a la vigilancia (cf. Mt
24,42; Mc 13, 33; Lc 21, 36). La vida cristiana, pues, debe estar basada en un
constante anhelo de ver el rostro de Dios, esperar su llegada a nuestra vida
para poder abandonar este mundo y, tomado de su mano, caminar hacia la
eternidad.
4. La última tentación: sin embargo, no
podemos obviar que este hermoso deseo de eternidad no está exento de la acción
diabólica. El demonio nos tienta hasta el último momento de la vida para ver si
rechazamos a Dios y nos condenamos. Por ello, es necesario que al final de la
existencia terrenal humana invoquemos con fuerza el auxilio del amor de Dios,
esto es, el Espíritu Santo, para vencer toda clase de embestida satánica. Morir
en Cristo y morir con Cristo debe ser el deseado final de los cristianos. Abandonar
este mundo con el nombre de Jesús en los labios rechazando todo pensamiento o acción
que pudiera apartarnos de su amor. En este sentido, lo más eficaz es hacer una
buena confesión general de los pecados, recibir al Señor en comunión, en forma
de viático; y el sacramento de la unción de los enfermos con la indulgencia
plenaria que se otorga en nombre de su santidad el Papa.
5. La buena muerte: sabiendo todo esto y
vivido de tal manera, solo queda pedir que Dios nos lo conceda, esto es: la
buena muerte. Hoy, cuando se debate con pasión sobre la llamada “eutanasia”, se
hace necesario hacer algunas consideraciones: la palabra “eutanasia” significa,
literalmente, “buena muerte” y consiste en solicitar la eliminación de la
propia vida cuando por enfermedad, debilidad o cansancio de vivir ya no se
quiere prolongar la existencia. La eutanasia es un término incómodo para
nuestras sociedades almibaradas por todo lo que implica, por lo que hoy
prefiere hablarse con el término eufemístico: muerte digna.
La eutanasia, en términos prácticos, no es otra cosa
que un suicidio asistido, cuya ejecución se solicita en el pleno uso de las
facultades de la persona, luego reviste un aspecto público que no lo contempla
el suicidio, como tal. Y este aspecto diferencial (público-privado) impone un
juicio, aun más severo, respecto a los “eutanasiados” y los “eutanasiantes”. En
primer lugar, bajo el paraguas eufemístico de “muerte digna” se está
traicionando tanto el lenguaje como los mismos valores humanos: la muerte es la
muerte y no es ni digna ni indigna.
Por
otra parte, en virtud de esta dialéctica suicidio público-suicidio privado, las
personas que mueren solicitando la eutanasia no tienen derecho a recibir las
exequias cristianas, a tenor de lo dispuesto por la ley canónica: «Se han de negar las
exequias eclesiásticas, a no ser que antes de la muerte hubieran dado alguna
señal de arrepentimiento: 1. A los notoriamente apóstatas, herejes o
cismáticos; 2. A los que pidieron la cremación de su cadáver por razones
contrarias a la fe cristiana; 3. A los demás pecadores manifiestos, a quienes
no pueden concederse las exequias eclesiásticas sin escándalo público de los
fieles» (CIC 1184§1). Y repito para que quede claro: a una persona
que se ha suicidado en privado (ahorcándose, bebiendo algo tóxico, arrojándose de
un precipio, u otra causa) dado, precisamente, ese carácter íntimo donde se
pudiera presuponer un último arrepentimiento, se le conceden las exequias,
repito, amparándose en la privacidad; pero a una persona que muere por
eutanasia, dado que se solicita con plena lucidez de sus facultades, se le
denomina suicidio público y, por tanto, sin arrepentimiento explícito de su
suicidio, luego no se le pueden conceder las exequias cristianas.
Una muerte solo recibe una valoración moral cuando
se produce por la defensa o claudicación de unos principios, de tal manera que
si alguien muere por defender ideales nobles que benefician a un colectivo,
diremos que es una muerte heroica; si alguien muere por causa de la fe, diremos
que es una muerte martirial; si alguien muere afrontando la muerte con
serenidad y valentía, diremos que es alguien muere con dignidad. Por tanto, si
al pedir la eutanasia lo que realmente subyace es un desprecio por la propia
vida y una claudicación de la lucha por vivir y una repulsa por los
sufrimientos o agonías que conlleva la muerte; no será, pues, en ningún caso,
una muerte digna, sino más bien, una muerte cobarde.
Otro de los motivos para defender la eutanasia es el
de la piedad hacia el enfermo que sufre. Otra forma de tergiversar un término
precioso de nuestro vocabulario para, realmente, expresar lo contrario. La piedad
hacia alguien supone com-padecer con esa persona, sintonizar con su situación y
darle ánimos para la lucha; pero nunca, en ningún caso, la piedad ha llevado a
eliminar la vida de un semejante. La piedad busca la vida y no la muerte.
Así pues, la única muerte que existe no es la que
las leyes humanas decretan sino la que Dios nos concede. Esta muerte puede ser
por diversas causas: un accidente de tráfico o laboral, una enfermedad
terminal, un accidente cardo-vascular, muerte natural, etc; pero nunca puede
contemplarse la autoeliminación de la vida humana como remedio a nada.
Ojalá, que Dios nos concede a todos la gracia de
luchar por la vida y morir santamente al final de nuestra existencia. Que podamos
comulgar, confesar y recibir la unción para ser mejor admitidos en las bodas
del Cordero.
Dios te bendiga
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