HOMILIA DEL
II DOMINGO DE CUARESMA
Queridos hermanos en
el Señor: Si el primer domingo de cuaresma nos llevaba al desierto para
enfrentar la tentación de desertar del amor de Dios, el segundo nos traslada a
una montaña alta para reafirmarnos en la identidad divina de Jesucristo, el
perfecto modelo de amor a Dios.
Lo peor que puede
ocurrirnos en la vida es quedarnos encerrados en algún sitio. No se si ustedes
han tenido alguna vez esta experiencia claustrofóbica pero un servidor, que por
descuido y temeridad la ha padecido más de una vez, no se la recomienda. Es la
sensación de opresión, de todo se acaba, no hay nada al otro lado, nadie me oye
ni nadie podrá socorrerme. La angustia y el pánico se ciernen sobre la psique
hasta el punto de buscar una calma que no hay y difícilmente llegará. Solo cuando,
al cabo del tiempo y los intentos y la ayuda oportuna, ves esa puerta abierta,
todo se pasa y el alivio recorre tu cuerpo de arriba a abajo y de abajo a arriba.
Lo mismo puede sucedernos
en la vida espiritual. Quedarnos encerrados en nosotros, en nuestra timidez, en
nuestros miedos. Sentir esa fuerza opresora del pecado que nos impide la huida,
la escapada hacia el supremo bien y la excelsa virtud. Es por eso mismo por lo
que Dios hoy, como un día hiciera con Abraham, vuelve a decirnos “sal de tu
tierra y de la casa de tus padres”, es decir, sal de ti mismo, de tus pequeñas
patrias, de tu rutina, de tus ataduras. Rompe con la espiral de pecado y de
ambiente enrarecido en el que te mueves. “y vete hacia la tierra que te
mostraré”, es decir, y comienza a vivir, comienza a ser feliz, comienza a
aceptar las oportunidades que te doy.
En este sentido, la
misericordia de Dios no es un fin en sí mismo, sino un don que se nos da como
medio eficaz para poder salir, caminar, viajara espiritualmente y llegar con éxito
a la tierra prometida, que no es otra que la patria del cielo. Pero no un cielo
que solo se obtiene al final de la vida, sino un cielo que se nos dio en el
bautismo, el don de la vida eterna. La llamada de Dios no es a vivir
temporalmente, sino a vivir eternamente, pues aquí radica la bondad y la gloria
de Dios para con el hombre. En palabras de san Ireneo de Lyon “la gloria de Dios es que el hombre viva y la
vida del hombre, en efecto, es la visión de Dios”.
Para este peregrinar
espiritual, tenemos al mismo Jesucristo como guía eximio que marca la ruta
hacia el cielo. El pasaje que hoy se muestra a nuestra contemplación es una
re-construcción de un hecho histórico, afirmado por los tres evangelios
canónicos (Mt 17, 1-9; Mc 9, 2-10; Lc 9, 28-36) con la finalidad catequética de
demostrar la divinidad y gloria de Jesucristo, como anticipación y pórtico a su
glorificación y exaltación por el misterio pascual, esto es, su muerte y su
resurrección.
El hecho de la
Transfiguración se celebra en la fiesta judía de las sukkot o fiesta de las tiendas. Esta fiesta celebra la intervención
milagrosa de Dios a favor de los israelitas durante el desierto y después durante los períodos difíciles y dolorosos de
su historia. Se trata de la fiesta por excelencia de las fiestas de
peregrinación desde el punto de vista de alegría popular, que es su
característica, con una danza en el atrio del templo blandiendo antorchas
encendidas. Está relacionada con la última cosecha del año, la del vino y del
aceite, idea que llevó a recordar el don de la Torá. Esta aplicación a la Torá
es fruto de una profundización: si la alegría del pueblo es grande por la
cosecha abundante, mayor lo es todavía porque le ha sido dada por el amor de
Dios, del que la Torá es testigo. Obedece al mandato establecido
en la Torá en Lv 22,26-23,44: “Durante
los siete días habitareis en cabañas...”Lv 23,42. De esta manera el judío está obligado a vivir en una Sukká controlando su ego (tentación por
tener los graneros llenos) y darse cuenta de que su estancia en la tierra es
temporal. Sólo Dios es nuestro abrigo.
Cristo es revestido
y traspasado de luz, tanto en su rostro como en sus vestidos y dos personajes
aparecen flanqueándolo y hablando con Él: Moisés y Elías, los insignes videntes
de Dios en el Antiguo Testamento. El primero hablaba con Dios como el que habla
con un amigo y el segundo hará frente a los cultos idolátricos de Baal; el
primero es el gran legislador, el que da la ley al pueblo y el segundo será
representante de los profetas galileos que eran itinerantes y realizaban
milagros. Moisés y Elías indican que la ley (Torá) y los profetas (Nebiim)
confluyen en Cristo y en Él hallan su más pleno y perfecto significado.
Las tres divinas
personas vienen representadas por tres elementos simbólicos: el hijo por la
luz, el Padre por la voz y el Espíritu Santo por la sombra. Cristo vuelve a
presentarse como luz del mundo, una luz imperecedera que va más allá de las
coordenadas espacio-temporales y pretende iluminar los rostros que buscan a
Dios, a la vez que revestirnos de la nueva situacción de regenerados a la
gracia de Cristo. Las vestiduras blancas de Cristo son anuncio de la túnica
bautismal que simboliza la nueva condición de hijos de Dios.
Toda la escena y
todos sus personajes quedan envueltos en la nube luminosa que representa la
presencia misteriosa, velada pero real de Dios, la Shekiná. Es el mismo Dios que nos envuelve en su misterio y nos da
dos claves para descubrir a Jesucristo:
la acción del Espíritu y su misma voz llena de palabras “este es mi Hijo, el amado, mi predilecto, escuchadlo”. La estructura
literaria sigue el esquema de la concepción de Jesús en el seno virginal de
María, según Lucas: sombra-palabra-presencia.
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Mt 17, 5
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Lc 1, 35.38
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SOMBRA
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De la nube luminosa
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Del poder del Altísimo
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PALABRA
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Este es mi Hijo, el amado, mi
predilecto, escuchadlo
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El hijo que va a nacer se
llamará
Hijo de Dios
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PRESENCIA
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Cayeron de bruces, llenos de
espanto
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He aquí la esclava del Señor,
hágase en mi según tu palabra
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No podemos obviar,
la actitud temblorosa y de terror sagrado de los tres discípulos: pues ante la
presencia fascinante y trascendente de Dios no le cabe al hombre mediar palabra
alguna, sino callar, y temblar de espanto. Solo cuando Jesús, es decir, Dios,
se les acerca y los toca y estos lo reconocen como tal, se les pasa el miedo. Lo
mismo a nosotros, solo reconociendo el paso de Jesús por nuestra vida podemos
ser levantados de nuestra postración y debilidad.
Así pues, queridos
hermanos, la cuaresma es tiempo de Transfiguración, es decir, de salir de
nosotros, de escuchar a Jesús, de amarlo, de seguirlo. Es tiempo para alzar
nuestros ojos a lo alto y verle a Él; sentir su paso en nuestra vida, dejar que
el toque y sane nuestras dolencias. Cuaresma es tiempo de ponernos tras Jesús y
subir con Él a Jerusalén y aguardar allí su resurrección de entre los muertos.
¿Estás dispuesto? ¿Tienes miedos, dudas? Es tiempo de confiar en Dios.
Dios te bendiga
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