sábado, 28 de julio de 2018

SIGNO Y PROVIDENCIA


HOMILIA DEL XVII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            Cerrando el ciclo de homilías sobre el oficio profético del Pueblo de Dios; la liturgia de la Palabra nos ofrece desde hoy, y a lo largo de los cinco domingos siguientes, un recorrido por el capítulo seis del evangelio de Juan. Damos, así, un salto en nuestro recorrido dominical Marcano y para adentrarnos, de este modo, en uno de los pasajes más bellos, densos y profundos del cuarto evangelio.

            En este domingo, el pasaje joánico viene iluminado por un texto del segundo libro de Reyes. En un análisis formal, observamos que el texto vetero-testamentario ofreció al evangelista un perfecto esquema narrativo para construir el relato del milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Ambas narraciones pueden resumirse en la acción providente de Dios que, basándose y potenciando la debilidad humana, asiste y remedia la necesidad de su pueblo, ofreciendo, así, un signo de su presencia y providencia amorosa.

            Así pues, bajo el binomio “signo-providencia” se nos ofrece hoy una enseñanza divina que el salmo responsorial ha concentrado a la perfección al invitarnos a acudir confiados a Dios, quien abre su mano y sacia a todo viviente. Hoy, el Señor, vuelve a repartirnos su pan y su gracia pero esta tarea, paradójicamente aun siendo Dios, no quiere realizarlo solo: Jesús necesita de nuestra debilidad, de la cooperación humana. Un aspecto, éste, propio de la teología católica. Dios y el hombre pueden colaborar juntos para la salvación del mundo, pues el esfuerzo humano se ve siempre arropado por la gracia divina y así, al ser potenciado, se obtienen resultados extraordinarios.


De alguna manera, la multiplicación de los panes y los peces, al tener su origen en la insuficiente cantidad que ofrece aquel muchacho, nos está enseñando a que con la gracia de Dios: lo ordinario puede volverse extraordinario; lo anodino en singular y único; lo meramente natural en algo sobrenatural. Y esto es el milagro eucarístico, por ejemplo, de un pan natural e insignificante, por la gracia de Dios, pasa a ser Cuerpo de Cristo, pan de los ángeles, alimento de vida eterna.

Donde Dios está hay un rebosante derroche de gracia, por eso sobra comida para volver a comer en otra ocasión. Este texto nos invita, también, a reconocer que los milagros existen, que Dios puede hacer milagros. Y que estos milagros divinos son siempre signos de algo: signos de su presencia, signos de su amor, signo de su solicitud y providencia amorosa. Dios es providente con nosotros, y por eso está, continuamente, procurándonos el pan cotidiano tanto el pan natural como el pan eucarístico. A nosotros nos queda tomar la actitud del niño del relato evangélico o la del de Baal-Salisá, esto es, ofrecer la pobreza de nuestro pan, de nuestra vida, de nuestro esfuerzo, de nuestro empeño diario por hacer las cosas bien, por ir perfeccionándonos combatiendo los pequeños grandes defectos que tenemos. Si lo hacemos así, el Señor tomará estos panes de la ofrece de la vida para, con su gracia, convertirlo en algo extraordinario y sobrenatural que rebosa en amor a los demás. Así sea.    
                                                               Dios te bendiga

sábado, 21 de julio de 2018

APOSTOLADO Y PASTOREO


HOMILIA DEL XVI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            Como un eco del cuarto domingo de Pascua, llegan estas lecturas que acabamos de oír donde el hilo conductor es la imagen de Dios como Pastor. Ante la ineptitud de los responsables de la comunidad de Israel, denunciada por el profeta Jeremías, Dios se decide a tomar las riendas de su pueblo y se propone Él mismo como Pastor Único del rebaño. La misma situación que encontrará Jesucristo en las gentes de su época, ante las cuales siente lástima, y se decide a enseñarlas con tranquilidad.

            Los malos pastores, denunciados por Jeremías, son aquellos que han abandonado la ley de Dios, aquellos que olvidaron que el pastoreo es, ante todo, un oficio de amor a Dios. Hoy, esta profecía, se concretaría en aquellos pastores que ofrecen como doctrina sus propias opiniones y criterios personales, obviando el predicar el Evangelio conforme a la Tradición de la Iglesia. Pastores más apegados a sus gustos y apetencias que a la preocupación por la grey de Cristo. Pastores que han diluido su identidad sacerdotal de tal manera que hoy son prácticamente irreconocibles. Pastores que han hecho del orden sacerdotal un “modus vivendi” antes que una vocación sobrenatural.

            Ante esos malos pastores que han despreciado al Pueblo santo de Dios, y que ya no rezan por él, ni lo alimentan con los sacramentos bien celebrados y la predicación esmeradamente preparada; Dios no se queda de brazos cruzados sino que Él mismo se pone al frente de la grey para ser su Pastor y mandar pastores entregados y solícitos. Ante la acuciante necesidad de volver a atraer al rebaño disperso, Dios no duda en ejercer su ministerio profético tranquilamente y con solicitud amorosa. Los pastores que Dios mandará habrán de ser ante todo, sacerdotes comprometidos, orantes, que vivan la vida sobrenatural sin olvidar que son humanos. Hombres, sacados de este mundo, que amen a este mundo apasionadamente denunciando sus incoherencias, sanando sus enfermedades y anunciando la buena nueva del Reino de Cristo.   


            Este es otro aspecto del oficio profético del Pueblo de Dios. Si el domingo pasado acentuábamos la dimensión apostólica de los bautizados, como llamados y enviados por Cristo al mundo; conviene que hoy meditemos, también, la dimensión pastoral del Pueblo de Dios, que se concreta en la jerarquía eclesiástica (obispo, presbítero y diácono). A estos compete la dirección espiritual de la masa seglar. Por eso es importante que sean fieles, que no se dejen llevar de sus gustos personales; en otras palabras, es necesario que sean hombres capaces de compadecerse por las multitudes, de enseñar con calma los preceptos evangélicos y las enseñanzas de la Iglesia; capaces de querer lo que Dios quiere para su grey.

            El pastoreo de Cristo, prolongado, vivido y actualizado en el ministerio sacerdotal, es, también, signo profético del amor de Dios en el mundo. El pastoreo de Cristo es la raíz de toda misión de la Iglesia en sus diversas concreciones. Así, apostolado seglar y ministerio pastoral no son dos realidades contrapuestas o en continua dialéctica. No. Sino las distintas formas que tiene Dios de cuidar del mundo, del hombre y de la mujer de hoy.

Como Jesús sintiera lástima de aquella multitud que andaba como oveja sin pastor, y se pusiera a hablarles, hoy Cristo, sintiendo esa misma lástima, vuelve a mandar a sacerdotes y seglares para que pastoreando y ejerciendo el apostolado, respectivamente, enseñen y reúnan al pueblo “con calma”.

Así pues, queridos hermanos, el oficio profético del Pueblo de Dios, en su doble forma de ejercerlo, debe llevarnos, siempre, a aunar esfuerzos para que Cristo sea conocido por todos y para que todos tengan vida eterna en Él. Así sea.

sábado, 14 de julio de 2018

LLAMADOS A SER PROFETAS


HOMILIA DEL XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            Seguimos con el segundo domingo dedicado al carisma profético de los cristianos. Como el profeta Ezequiel hemos de ser valientes para profetizar en medio de un ambiente hostil, aun cuando nadie nos haga caso ni nos tome en serio. Hoy meditaremos sobre el origen de este profetismo: la llamada.

            En primer lugar, nos encontramos a Amós. Un personaje singular sin ascendencia profética. Un simple “pastor y cultivador de higos”. Pero que, sin embargo, ha sido llamado por Dios a una misión más alta que cualquier actividad de la vida, por importante que ésta fuera. Y, Amós es consciente de esta misión pues no admite la tramposa recomendación de Amasias, que quiere expulsarle del templo. Amós sabe que hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.

            El Evangelio, por otra parte, nos narra el envío de los doce apóstoles aun en vida de Cristo. Todo parte, de nuevo, de una llamada trascendente. De la llamada de Jesucristo. Cristo llama para ser enviados, dando autoridad a sus apóstoles. Cristo nos ha dado autoridad sobre los demonios y poder para curar enfermedades. Y este es el punto al cual quisiera llegar hoy con ustedes, queridos hermanos.


            Las recomendaciones que Cristo da a sus apóstoles (un bastón, ni pan, ni alforja, etc) pueden resumirse en ese empeño, paradójico, de Dios, de expoliarnos de toda seguridad mundana. Dios nos expropia de nuestros asideros para ser Él mismo nuestro único refugio, “alcázar donde me pongo a salvo”.  El enviado por Dios sabe que Él es su única seguridad. Tan solo admite que se lleve un par de sandalias, para no emporcarse con el polvo de este mundo. Dios nos necesita limpios para él. Llevamos un mensaje divino, no del mundo; si para el mundo pero no mundano. Las sandalias de la gracia pueden preservarnos de la suciedad del mundo hostil a Dios y a sus enviados.

            Los enviados de Dios, desposeídos de seguridades humanas y sostenidos por la gracia de Cristo, pueden, perfectamente, pertrecharse con ánimo generoso hacia l mundo en el que viven para hablar palabras que no son suyas, sino de aquel Tú trascendente que se empeña en dialogar con el hombre. Dios ha concedido a sus enviados autoridad sobre los demonios que atacan a este mundo queriendo apartarlo, sistemáticamente, del amor de Dios, su Creador. Hoy, cuando esos demonios cobran rostros y nombres diferentes, los cristianos tenemos que estar preparados para identificarlos y combatirlos con la oración y la Palabra de Dios. Del mismo modo, los cristianos, ungidos con el aceite en el bautismo, estamos llamados a poner el bálsamo del consuelo y a sanar enfermedades que están desangrando este mundo, querido por Dios.

            Así pues, en conclusión, hemos de sentirnos llamados  por Jesucristo y enviados por Él para hablar palabras suyas, no nuestras, al mundo. Palabras de vida, palabras de verdad, palabras de esperanza, palabras de eternidad. El mundo nos necesita y nos espera. Pero no caigamos en el error de gastar fuerzas en vano. A quien no quiera escuchar, donde no se quiera acoger a Dios y a sus enviados no merece la pena echarle las perlas del Evangelio. ¡Ánimo! Y a ser profetas en el mundo. Así sea.

           

sábado, 7 de julio de 2018

AL MENOS SABRÁN QUE HUBO UN PROFETA


HOMILIA DEL XIV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos:

            En este ciclo B de las lecturas de la Palabra de Dios en la misa, la liturgia nos regala tres domingos seguidos para meditar sobre el servicio profético de los cristianos en el mundo. Ser profeta es algo complicado y nunca bien mirado, en ninguna época. Ser profeta implica anunciar y denunciar pero, sobre todo, vivir en coherencia con lo que se cree y se predica para que aquellos que nos contemplan no encuentren desacreditada nuestra labor.

            Las lecturas de hoy vienen a confirmar esto mismo: nadie es profeta en su tierra. El profeta siempre va a contar con el desprecio entre los suyos; con el ser ignorado por sus coetáneos. El profeta siempre se granjea enemigos poderosos y se gana el ser ridiculizado, ser motivo de mofa y befa; el profeta jamás será llamado a dar su opinión ni obtendrá el aplauso del mundo. Pero, por otra parte, el profeta, si es fiel a su vocación y coopera humildemente con la verdad, siempre tendrá a Dios de su parte; se sentará al lado de los justos y no temerá por su vida, porque Dios le protege.


            Así pues, nuestro mundo hoy necesita, precisamente, de la vivencia del carisma profético de los cristianos. Como el profeta Ezequiel, los cristianos hemos sido enviados a un mundo rebelde “que se ha rebelado contra Dios”. Hoy, por doquier, asistimos a una ingeniería social que se basa en hacer leyes contra Dios y su santa ley: la ideología de género, que busca subvertir la realidad antropológica de la creación, pretendiendo imponer una visión del hombre y de la mujer ajena a toda racionalidad y ayuna de toda experiencia científica; el aborto y la eutanasia, medidas eugenésicas que impiden la vida bien desde el origen bien al final de la misma; los vientres de alquiler, donde se busca hacer de la maternidad un negocio para suplir un capricho o una carencia. Asistimos hoy a un laicismo rampante y atroz que, en aras de la libertad religiosa, busca, pertinazmente, recluir el hecho religioso al ámbito de lo privado despojando a la religión de cualquier manifestación pública o social. Un laicismo que pretende erradicar los credos pero que, curiosamente, se posiciona más a favor del Islán que del cristianismo, o dicho de otra manera: el laicismo hace opción por la maurofilia y la cristianofobia.

            La precariedad laboral, que impide el progreso feliz de las familias; los abusivos impuestos, sobre todo cuando nos pañales para niños tienen un 21% de IVA mientras que los preservativos tienen solo un 4 o 5% de IVA. El patriotismo idolatra que, últimamente, está creciendo en las naciones donde se elevan a categoría de sagrado los símbolos de la Patria, olvidando que un amor a la Patria sin referencia a Dios no es más que un intento inútil de subsistencia. El racismo o la xenofobia que surgen en los pueblos fruto de políticas gravosas de inmigración y de subsidios; el nacionalismo excluyente y exasperado que busca enemigos por doquier para sobrevivir. El paro, que merma las capacidades y ánimos de las personas.  

            Ante este panorama desolador, los cristianos no podemos claudicar ni ser “perros mudos” debemos despertar y reaccionar. Nuestro cometido, hoy día, es levantar la voz y anunciar el Evangelio de la Vida; la hermosura del plan de la Creación; la perfecta coherencia entre la fe y la razón. Es hora de dar la batalla de las ideas, con respeto pero con convicción. Es más lo que nos queda por ganar que lo que, momentáneamente, perderemos en este mundo. Como dice el rey David, es mejor caer en manos de Dios, que caer en manos de los hombres.


            Queridos hermanos, ser profeta supone, por tanto, poner nuestra vida en manos de Dios; vivir la libertad de los hijos de Dios como el más grande don que de Él hemos recibido. Ser profeta, en medio del mundo, es, ante todo, ser iglesia, tener conciencia de nuestro bautismo. Ser profeta es alejarnos de nuestras pasiones y sentimientos viscerales y caminar por la vía de la razón, de la paz, de la verdad y de la libertad. Ser profetas es ser hombres y mujeres de razón: capaces de pensar, analizar, contrastar y discernir, ayudados e iluminados por la luz de la fe, de la gracia divina que potencia nuestra naturaleza. Ser profetas es ser hombres y mujeres que buscan la verdad de Dios y la verdad del hombre, fundamentando la vida en el humanismo cristiano.

            En definitiva, hermanos, ser profeta es un don inmerecido de la gracia divina que implica una misión arriesgada, complicada, peligrosa pero apasionante y contagiosa. Ojalá que despertemos este don en nosotros y pase lo que pase, nos hagan caso o no, al menos, los que nos contemplen “sabrán que hubo un profeta” en medio de ellos. ¡Ánimo!