sábado, 25 de mayo de 2019

UNA CIUDAD BIEN CUSTODIADA


HOMILÍA DEL VI DOMINGO DE PASCUA


Queridos hermanos en el Señor:

            Nos acercamos al final del tiempo de Pascua. En las palabras de Jesús se atisba cierto tono de despedida. Es el Señor que se sabe que debe marcharse y da los últimos consejos a sus amigos que quedarán solos en medio del mundo. Estos amigos somos nosotros, los cristianos, los que debemos transitar en medio de los siglos de la historia teniendo la invisible presencia del Resucitado, pero esta presencia, a veces, es oculta y tan silenciosa que casi no se aprecia.

            El cristianismo ha venido al mundo para liberar al hombre, para no imponerle cargas pesadas. La resolución apostólica que los Hechos de los Apóstoles nos ofrece supone un hecho de extraordinaria importancia para la historia: la apertura del cristianismo a los paganos sin preceptos judíos. Solo se apela a la coherencia y a la sensatez. Comer carne de ídolos sacrificados suponía colaborar con aquellas prácticas paganas y un escandalo para cristianos más apegados a sus tradiciones. Rechazar la fornicación suponía reforzar el respeto al matrimonio y al cónyuge.

            Este texto apostólico es una clara prueba de aquellos que llamamos “Tradición apostólica”, esto es, el conjunto de enseñanzas, doctrinas e instituciones que los apóstoles, adoctrinados por el Espíritu Santo, como hemos leído en el Evangelio, legaron a la Iglesia y es perenne para todos los tiempos. Los apóstoles, siguiendo la promesa del Señor, gozaron de la asistencia del Paráclito para hacer avanzar a la Iglesia en medio de los procelosos mares de la historia y la sociedad, allá en el alba del cristianismo. 


            La Tradición apostólica es camino seguro para permanecer unidos al Señor Jesús. El oficio apostólico es un oficio de amor, pues quien ama al Señor no puede hacer otra cosa sino contar lo que ha experimentado al estar con Él. Por tanto, mantenernos fieles a las enseñanzas apostólicas será garantía de amor a Cristo y de vivir pegados al espíritu de la Iglesia.

            Podríamos decir, sin temor a caer en excesos, que el Señor antes de su partida quiso ligar su voluntad y gobierno de la Iglesia a las directrices de los apóstoles y, por ende, de sus sucesores hoy, los obispos. La Santa Iglesia está regida por ellos en temas de fe y de moral y con las enseñanzas que hacen incrementar y resplandecer el sabio magisterio de la Iglesia, se erigen como lámparas que iluminan la ciudad santa de la nueva Jerusalén. ¡Cuánta responsabilidad tienen estos pastores mitrados y cuánta cuenta tendrán que dar a Dios por sus buenas y malas acciones, por sus buenas y malas deciosiones! Por eso, necesitan nuestra oración y afecto.
            Queridos hermanos, el Señor se marcha pero no nos deja, no nos abandona a nuestra suerte, ha puesto puertas y centinelas en la nueva ciudad que es la Iglesia. Es una ciudad sostenida por doce basamentos fuertes y firmes donde su lámpara es el mismo Jesucristo, Cordero Pascual. Una ciudad con sus brazos abiertos para acoger a todos sus hijos. Es una ciudad que transita las épocas históricas en comunión de hermanos y conservando lo mejor de su bagaje peregrino. Es un pueblo vivo sin miedo a nada ni a nadie porque se fía del sol que la ilumina que es Dios. No podemos volvernos atrás. Sigamos las huellas que Jesús nos ha marcado y dejado en sus apóstoles. Guardemos sus palabras y amémosle para que nuestra alegría se complete al final de los tiempos cuando reinemos con Él en el cielo. Así sea.

sábado, 11 de mayo de 2019

PARA PREDICAR Y CELEBRAR


HOMILIA DEL IV DOMINGO DE PASCUA


Queridos hermanos en el Señor:

Celebramos hoy el cuarto domingo de la Pascua, llamado domingo del Buen Pastor, puesto que el texto evangélico que hemos leído es del capítulo diez del Evangelio según san Juan donde Jesucristo se identifica como el único Pastor del rebaño del nuevo Israel.

Las lecturas que nos han sido proclamadas recogen, cada una a su manera, ciertos aspectos esenciales que configuran un retrato perfecto de lo que debe ser un Pastor, hoy día, según el Corazón de Jesucristo.

En primer lugar, los hechos de los Apóstoles nos narran la predicación de Pablo y Bernabé en Antioquía de Pisidia y como la eficacia de esa predicación hacia acrecentar el número de los creyentes. Aquella era una predicación convincente, encendida, directa y fiel que exhortaba a la conversión. El pastor encuentra aquí un modo singular de desempeñar su ministerio de la Palabra. Nosotros no nos predicamos a nosotros mismos, ni tan si quiera nuestras opiniones o ideas son relevantes. Nosotros, al contrario, hablamos de lo que hemos visto y oído, es decir, nosotros predicamos a Jesucristo, su doctrina y su enseñanza. Nuestra predicación se resume y concentra en un nombre propio: Jesús de Nazaret, Dios y hombre verdadero. Es, por tanto, labor indispensable de los que están al frente del rebaño de Cristo iluminar con su palabra a la grey sin ocultar la verdad ni edulcorarla. Es indispensable volver a una predicación formada y fiel a las enseñanzas de la Iglesia y a la Tradición apostólica. Solo así, al estar convencidos de que somos meros transmisores de la Buena Nueva de la Salvación, poco a poco irán desapareciendo de nosotros todos los respetos humanos, y toda ansia de protagonismo o carrerismo.

San Pablo y san Bernabé no dudaron por un momento en anunciar a Jesucristo con toda claridad, a riesgo de ser expulsados e incomprendidos por los mismos de su raza. Sin embargo, este rechazo de los judíos, Dios lo transforma en un acontecimiento de gracia puesto que el mensaje, por fin, saldrá de su clausura y se dirigirá a nosotros, a los paganos y gentiles que estábamos, entonces, ávidos de escuchar que Jesucristo nuestro Dios, también. Cuantos habrá, hoy, que, también como un día aquellos, al escuchar el Evangelio de la vida y la salvación se alegren y alaben a Dios.

El segundo rasgo nos lo ofrece el libro del Apocalipsis, en concreto, aquellos redimidos que vienen de la gran tribulación ufanos de éxito y perseveran ante el trono de Dios dándole culto. El pastor esta para rendir culto a Dios. Los que por la ordenación sacerdotal hemos sido configurados ministerialmente con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, hemos sido puestos ante Dios para ofrecerle un culto agradable en nombre del rebaño de Cristo. En nuestras manos ungidas esta la posibilidad de que a Dios alcancen aquellas aclamaciones que, como nos recordaba el salmo, desde los cuatro puntos cardinales suben desde las gargantas de los hombres y mujeres que pueblan la tierra y buscan y llaman al único Dios que les puede salvar.


A la fiel predicación debe seguirle la vivencia de un culto litúrgico que agrade a Dios y transforme la vida del mundo. No caben dicotomías ni yuxtaposiciones. No. El culto ilumina la predicación y la predicación acredita el culto. Y en esto, hermanos, los pastores hemos de ser exquisitos. Solo siendo fieles a la tradición litúrgica y orante de la Iglesia podremos ser fieles en el ministerio recibido, porque de ahí se deriva todo y en eso confluye todo, como nos recordó el Concilio Vaticano II, la Sagrada Liturgia es fuente y culmen de la vida de la Iglesia (cf. SC 10).

El último aspecto es la identificación con Dios. Los pastores de la Iglesia no lo somos por nosotros mismos, sino porque Él nos ha llamado a serlo, Él nos ha llamado a ser Cristo en medio del mundo. De ahí, igual que Jesús se identifica con el Padre y son uno, nosotros, los ministros de Dios, hemos de sentirnos unidos e identificados con Aquel que se ha sujetado a nosotros. Sin esta identificación, la vida sacerdotal carece de sentido y de valor.

Así pues, hermanos, en este domingo del Buen Pastor, miremos al Sumo y Eterno Sacerdote y prediquemos fielmente su Evangelio, hagamos nuestras sus palabras y sentimientos para provocar, por medio del culto litúrgico, un encuentro vivo con Él. De este modo, guiaremos al rebaño de Dios, por medio de estas cañadas, un tanto adversas, a los verdes pastos de la Gloria donde el Pastor verdadero nos espera para morar eternamente. Así sea.