sábado, 23 de febrero de 2019

ES NUESTRA HORA


HOMILÍA DEL VII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            En este domingo el Señor pone la guinda en el pastel, nos muestra la excelencia de la religión cristiana. La pedagogía litúrgica de la Iglesia nos plantea el problema del obrar cristiano ante situaciones difíciles y cómo actuar.

En la primera lectura, comprobamos con que nobleza actuó el rey David cuando tuvo en sus manos el poder acabar con su enemigo y, sin embargo, perdonó su vida porque la justicia es solo de Dios. Esta acción ejemplar, dará pie, no solo para entender el Evangelio de hoy, sino para comprobar que es posible vivirlo.

El señor nos ofrece tres acciones positivas que, humanamente, es muy difícil vivir: amar a los enemigos, hacer el bien a los que nos odian, bendecir y rezar por quien nos está haciendo daño. A continuación, enumera otras cuatro acciones negativas que agitan nuestra alma y hacen que el rencor o la violencia aniden en ella: la violencia, el robo, las exigencias y el hurto.

La consecuencia es lógica: si nosotros, los cristianos, reaccionamos como humanamente se esperaría, no nos distinguiremos en nada de quienes no confiesan nuestra fe y nuestra moral. Los cristianos, en este sentido, estamos urgidos por el Salvador, a reaccionar de una manera teologal, esto es, con misericordia como es misericordioso el Padre del cielo.

Los cristianos estamos en el mundo para ser testigos del amor y de la misericordia de Dios y dar ese mismo amor y esa misma misericordia a quien no la ha experimentado, o llevarlas a donde no las conocen. Hermanos, no podemos ser estériles en este sentido. Que si no sembramos la acción bondadosa de Dios en este mundo, nadie lo hará. Que esto depende de nosotros; que Dios confía en sus hijos para hacer del mundo un lugar habitable. Solo así podremos ser, en verdad, hijos del Altísimo. Así sea.

Dios te bendiga

sábado, 16 de febrero de 2019

¿Y TÚ?


HOMILÍA DEL VI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            Dos alternativas se nos ofrecen hoy en el conjunto de las Escrituras: ser maldecidos por Dios o bendecidos; ser dichosos u objeto de lamentos, creer en Cristo resucitado o ser unos desgraciados. Así, a bocajarro, planteamos la cuestión hoy.

            El profeta Jeremías advierte a Israel que hay dos clases de hombres: los que confían en si mismos o en las leyes humanas sin ningún tipo de mirada trascendente. Esos hombres son malditos porque han prescindido de Dios. Porque han apartado su corazón del Señor. Sin embargo, frente a este tipo de hombres, encontramos a los benditos de Dios, a aquellos que han puesto su confianza en el Señor, que han echado sus raíces en las corrientes de agua de la gracia de Dios, aquellas a las que la cierva acudía presurosa a calmar su sed.

            Siguiendo esta misma línea, encontramos el discurso de Jesús en el Evangelio, las cuatro bienaventuranzas y los cuatros “ayes” o lamentaciones. Los pobres, los hambrientos, los desconsolados, los perseguidos por causa de la fe, son los verdaderos benditos y dichosos porque será grande su recompensa en los cielos. Y porque precisamente su situación es la que es porque no han cedido al chantaje que los poderes mundanos ofrecen. Los malditos por los cuales hay que lamentarse son, por el contrario, los que viven la vida sin tener en cuenta ni a Dios ni al prójimo.


            La clave de la confianza en Dios, por último, reside en las palabras de san Pablo: o creemos en que Cristo ha resucitado o somo los hombres más desgraciados. Por que en la medida en que tengamos fe en la resurrección del Señor y, por tanto, en la vida eterna nuestra confianza en Dios irá creciendo y fortaleciéndose. Cuando uno sabe que su Señor está mas allá de los criterios y leyes humanas, experimenta que su desconsuelo viene porque no se consuela con los bienes de este mundo, su hambre no la sacian las pompas y lisonjas que la sociedad ofrece, su pobreza reside en tener a Dios como única riqueza.

            Solo quien cree, verdaderamente, en que ese Cristo resucitado será su juez al final de los tiempos, se siente tan consolado y seguro que no tiene miedo a dar su vida por anunciarle, por dar testimonio de la Verdad. Por eso será bienaventurado, porque frente a la presión social, el desprecio ambiental y el hostigamiento, su corazón es libre para con Dios.

            Hermanos, hoy toca elegir: o benditos o malditos; o bienaventurados o lamentables; o creyentes o desgraciados. Dios ya ha tomado su parte por nosotros ¿y tú?

Dios te bendiga


sábado, 9 de febrero de 2019

DUC IN ALTUM


HOMILÍA DEL V DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            Si el domingo pasado, leíamos el relato de vocación del profeta Jeremías y destacábamos la singularidad de cada uno de nosotros desde la concepción en el seno materno y cómo Dios nos llama desde ese momento para una misión importante en medio del mundo; hoy, se nos presenta el testimonio vocacional del profeta Isaías, cuyo relato nos ofrece aspectos nuevos que pueden ayudarnos a crecer en nuestra vida espiritual y a profundizar en la vocación cristiana.

            El contexto en que se desarrolla la escena es el de una celebración litúrgica solemne acaecida en un templo. La majestad divina, la presencia de la gloria de Dios, está caracterizada por una inmensa orla del manto del Sumo Sacerdote, “que llenaba el templo”, y que no es otro que el mismo Dios; el coro de ángeles y serafines que proclaman con profusión de voz la santidad del lugar y de Dios hasta el punto de hacer temblar las paredes y puertas del templo; y el incienso, cuyas espesas volutas de humo copaban el aula sacra presentando las libaciones y oraciones de los justos que honran a Dios en su presencia.

            Ante aquel espectáculo tremendo y fascinante al que es arrebatado Isaías, la reacción de aquel no es otra que la del santo temor divino, la del estupor y la inefabilidad por algo que le supera y trasciende. Hermanos, se podría decir que lo que le ocurre al profeta, no es otra cosa sino lo que vivimos los fieles católicos cada domingo cuando acudimos al templo a celebrar la sagrada liturgia en la que de un modo eficaz, singular y único se hace presente la gloria de Dios en Jesucristo eucaristía. Hermanos, solo quien es capaz de reconocer a Dios y su trascendencia en estas funciones solemnes de la Iglesia, puede experimentar el estupor que agita el alma del profeta y de los apóstoles y discípulos del Evangelio de hoy.


            Ahora bien, es, precisamente, en este contexto donde su produce la llamada de Isaías por parte de Dios, para ser profeta de los pueblos, para ir al mundo y ante los ángeles tañer para Dios. El profeta Isaías, al igual que el apóstol Pedro, reconoce su indignidad e impureza frente a la misión que les es encomendada. Se cuestiona a si mismo su vida y su origen. Podríamos decir, que Isaías y Pedro entran en una crisis existencial y vocacional, hasta el punto de preguntarse, de una manera u otra: “¿Quién soy para Dios?”, “¿Hasta ahora qué he hecho por Él, para agradarle?”, “¿Estoy dispuesto a entregarme a Él y a su causa?”.  

            Ante esto, se hace apremiante una purificación previa, una preparación o catarsis espiritual que limpie nuestras vidas de la inmundicia del pecado y repare nuestras almas infundiendo en ellas el valor y la confianza teologal para emprender la empresa de ser instrumento al servicio de Dios. A tal fin, será un serafín quien purifique al profeta con un ascua incandescente que abrasa los labios de Isaías obteniendo la purificación deseada. San Pedro obtiene su purificación por las ascuas de las Palabras del Señor.

            Este ascua fue tomada del altar del templo del Señor. Hermanos, ¿Acaso en nuestra liturgia no tomamos del altar un ascua aún más eficaz que aquella? ¿Acaso de nuestra celebración litúrgica no brotan ascuas de gracia y misericordia, de vida y eternidad?


Hermanos, vuelvo al tema primero, es aquí, en la sagrada litúrgica donde Dios purifica a su pueblo, lo prepara y lo envía. Es aquí donde Dios nos hace aquella pregunta “¿A quién mandaré?, ¿Quién irá por mí?”. El Señor hoy nos interpela “¿A quién haré pescador de hombres?”, “¿Habrá niños y jóvenes con corazón generoso que quieran entregarse a mí?”, “¿Habrá familias que fomenten y permitan la posible vocación sacerdotal de sus hijos?”, “Y mis laicos, ¿querrán ser mis testigos en medio del mundo?”, “Estarán dispuestos a santificarse en medio de sus tareas y ocupaciones profesionales diarias?”.

Ante estas preguntas, hoy, los cristianos, los que participamos de la celebración litúrgica y experimentamos el poder de su presencia gloriosa entre nosotros, solo podemos decir: “Aquí estoy, Señor, mándame. Mándame para ser un pescador de hombres. Conoces, Señor, que soy un pecador, un cacharro inútil que sin ti no puede hacer nada. Aun así, Señor, mándame a mis hermanos los hombres a quienes, en tu nombre, anunciaré tu nombre; a quienes por tu palabra, anunciaré tu palabra. Para ir convenientemente, Señor, necesito que me purifiques con las ascuas que surgen de tu altar: el ascua de la Eucaristía; el ascua de tu perdón. Sólo así seré eficaz en tu misión y mis hermanos, los hombres, volverá a agolparse a tu alrededor para oírte, conocerte, amarte y seguirte”.

            ¿Y qué hemos de anunciar? -se preguntará alguno- el mensaje esencial de nuestra predicación nos lo ha dado san Pablo en la segunda lectura: que Cristo ha muerto y resucitado por nosotros y para nosotros y ahí reside nuestra vida y nuestra eternidad. Así sea.

Dios te bendiga

sábado, 2 de febrero de 2019

TE HAGO PROFETA DE LAS NACIONES


HOMILÍA DEL IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            Todos tenemos una misión en la vida, todos hemos venido a este mundo para un “algo”, que puede ser un “algo” humano, puro altruismo o filantropía; o bien, un “algo” divino, que tiene su sustrato en lo humano pero que la gracia lo eleva a lo divino. En este domingo que la providencia nos permite celebrar, se presenta a nuestra consideración la vocación del profeta Jeremías.

            Es curioso observar, cómo mientras Nueva York aprueba una demoniaca ley abortista que permite acabar con la vida de un niño hasta el día antes de nacer, cómo los gobiernos del mundo entero, aprueban impunemente leyes abortistas con distinta normativa, Dios llama al profeta “Antes de formarte en el vientre”, “antes de salir del seno materno”. Este pasaje, nos confirma en la verdad que siempre hemos creído y predicado.

            Aun si, hemos de dar gracias a Dios por aquellas madres valientes que no dudaron en apreciar aquella vida que se gestaba en sus entrañas y les concedieron ver la luz de la vida. Esas generaciones nuevas y nosotros, que hemos recibido el Bautismo, hemos sido incorporados a un pueblo sacerdotal y profético. Como a Jeremías, nosotros también hemos sido ungidos como profetas en medio de las naciones en que vivimos como Iglesia de Dios.

            El oficio profético del Pueblo de Dios es más que necesario en estos tiempos que corren. Es el oficio cristiano que, lejos de respetos humanos, proclama siempre la verdad que ha conocido en Cristo. Los cristianos estamos en este mundo para hablar lo que Dios nos inspira: el valor grande de la familia y de la vida, el valor de la libertad y la propiedad, el valor de la fe, la perseverancia, el sacrificio y el esfuerzo, el valor del trabajo y del descanso dominical.


            Hermanos, somos el Pueblo de Dios, el pueblo profético que cuenta siempre con su asistencia y fortaleza para decir todo aquello que el mundo necesite, le guste o no le guste, siguiendo el ejemplo de Cristo que al recordar, hoy, que Israel no debería sentirse tan seguro de su nacionalismo religioso, es expulsado por sus propios con-vecinos. Y tanta era la furia, la soberbia y el odio de aquellas gentes que pretendían despeñar al Señor por aquel barranco.

            ¿Acaso pensáis que a los cristianos de hoy no nos tratarán de manera semejante por proclama la incómoda verdad del Evangelio? “frente a los reyes y príncipes… sacerdotes y gentes del campo”, esto es, los distintos poderes del mundo: políticos, religiosos, económicos o sociales, los cristianos hemos sido puestos en el mundo por Dios para ser luz del mundo y sal de la tierra. Solo respondemos de nuestros actos y palabras ante Dios, que es el que forma nuestra conciencia. Pero ¿qué ocurre si el miedo se adueña de nosotros? En primer lugar, diremos que el miedo no tiene cabida en el alma cristiana, habitada por la gracia. Pero si así fuere, el miedo no puede ser acicate para nada, san Josemaría Escrivá nos recuerda: «La solución es amar. San Juan Apóstol escribe unas palabras que a mí me hieren mucho: “qui autem timet, non est perfectus in caritate. Yo lo traduzco así, casi al pie de la letra: el que tiene miedo, no sabe querer. —Luego tú, que tienes amor y sabes querer, ¡no puedes tener miedo a nada! —¡Adelante!» (Forja 260).

Frente al miedo ante las amenazas del mundo, el desprecio de la sociedad, para con los cristianos, debe primar, siempre, la ley del amor que san Pablo nos ha recordado en la segunda lectura de hoy. El profetismo no se basa en imponer nada, sino en amar mucho. Amar al mundo y a sus habitantes, amar a los pecadores pero no al pecado. Proponer la verdad con amor sabiendo disculpar los errores, exponer la doctrina evangélica con total caridad creyendo totalmente en ella, mostrar claramente la vida mejor que Cristo nos regala, esperando fuertemente en aquella eternidad asegurada y reservada; y atestiguar la caridad radical, aguantando todo tipo de calumnias y menosprecios o engaños.

Pero si el miedo se vence con amor, el temor y el desaliento solo pueden ser vencidos por la acción del Espíritu Santo en nosotros, quien, como dice el salmo, nos abre un vado por las aguas caudalosas (cf. Sal 77, 20). El cristiano debe abrirse paso por los caminos de la historia y alejarse de toda aquella maldad que contamina su alma. Pero esto solo es posible con el auxilio divino.

Profetas que anuncian y aman, que denuncian amando para destruir lo malo y edificar almas nobles que busquen agradar a Dios, esto es lo que los cristianos deberíamos ser en el mundo, porque hemos sido llamados para esto, precisamente. Es nuestra vocación, nuestra vivencia de la santidad cristiana en medio de nuestros trabajos y nuestros ambientes.

¡Ánimo, hermanos! Que el Señor estará siempre con nosotros.

Dios te bendiga