viernes, 28 de junio de 2019

SOLEMNIDAD DEL CORAZÓN DE JESÚS



EL CORAZÓN SAGRADO DEL BUEN PASTOR



Queridos hermanos en el Corazón de Cristo:

Estamos celebrando hoy la Solemnidad del Corazón de Jesús. Los textos que la liturgia ha dispuesto para hoy nos presentan la imagen, ya muy conocida, de Jesús, buen Pastor. Sin embargo, en el contexto que impone esta fiesta a estas lecturas podemos decir que la liturgia nos invita a entrar hoy a lo profundo del Corazón Sagrado del Buen Pastor. En esta celebración quisiéramos, amadísimos hermanos, repetir la experiencia que el Beato Padre Hoyos viviera en 1733 y que él mismo cuenta: “Quedó mi corazón como quien ha en­tra­do en un baño o lejía fuerte, que deja consumida en sus aguas toda la escoria de que antes se miraba cubierto”.

Hoy nosotros, fieles devotos del Corazón de Cristo, también entramos en su corazón sagrado para ser purificado por el fuego de sus ardientes llamas de caridad. La escoria de nuestro mal y de nuestro pecado, queda diluida y sanada por la potencia de su gracia que se desprende de tan amantísimo corazón. 


En la lectura del profeta Ezequiel, hemos escuchado de los labios de Dios su empeño personal de ir a buscar a todo su rebaño sin distinción para atraerlo a los apriscos de vida. Esto nos enseña que el Corazón de Cristo no esta cerrado a un rebaño asegurado, sino que tiene ansias de aumentar su grey. Por eso, ha querido revelarse tantas veces a los hombres: para que todos le conozcan y puedan gustar sus verdes pastos eucarísticos. Es un corazón que se ensancha infinitamente hasta alcanzar al último pecador de la tierra. Podríamos decir que el Corazón de Jesús es un corazón misionero, ansioso de almas y de ser conocido. Así se lo comunicó al P. Hoyos: “Quiero, por tu medio, extender la devoción a mi Co­ra­zón en toda España”, y quien dice España dice el mundo entero.


Quienes se dicen devotos del Corazón de Cristo no pueden por menos que embarcarse en esta aventura apostólica que es la de dar a conocer “el Corazón que tanto ha amado a los hombres, y en cambio, de la mayor parte de los hombres no recibe nada más que ingratitud, irreverencia y desprecio, en este sacramento de amor”. Así, con estas palabras se dio a conocer a Santa Margarita María de Alacoque. 

Con el profeta Ezequiel podríamos decir que es el Corazón que ha amado tanto a los hombres que sale en su busca a todos los lugares por donde están dispersos. Es el Corazón que tanto ha amado a los hombres que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta de su conducta y viva (cf. Ez 33,11). Este Corazón se convierte, de algún modo, en aquella tierra que la bondad divina preparó para los pobres pecadores.


Es un Pastor que no ha dudo en dar su vida en rescate por sus ovejas, peleando virilmente contra el peor de los lobos que atacan a su rebaño, el demonio. El corazón del Buen Pastor no dudó, ni por un instante, en derramar su sangre y entregar su cuerpo, incluso por el mas miserable e ingrato de los pecadores. Pues a todos ama con amor de predilección.

Quien se entrega a su Divino Corazón, experimente – como relata el P. Hoyos -: “un ex­traor­dinario mo­vi­mien­to, fuerte, suave y nada arrebatado ni impetuoso, con el cual me fui luego al punto delante del Señor Sa­cra­men­tado a ofre­cer­me a su Corazón, para cooperar cuanto pudiese, a lo me­nos con ora­ciones, a la extensión de su culto”. Así, los frutos de la devoción al Corazón de Cristo son tres: adoración a Jesús sacramentado, apostolado y ansias de amor y reparación.

El primer fruto: la adoración a Jesús sacramentado. Porque en el Augusto Sacramento del altar esta palpitando y latiendo con fuerza, el Corazón vivo de Jesucristo. Si decimos con verdad que la Eucaristía es el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Cristo, no podemos obviar que el corazón forma parte del cuero, bombea la sangre, es residencia del alma y permite el íntimo diálogo con la divinidad. De este modo, al adorar con profunda reverencia y contemplación la Hostia Santa, estamos entrando en lo más íntimo de su Divino Corazón.


El segundo fruto: el apostolado. Consiste en dar a conocer a todos la Buena Nueva del Evangelio. El apostolado es siempre de persona a persona, de tú a tú, sin pretender más ni otra cosa distinta a que Jesucristo sea conocido por todos, que conocido sea amado por las almas y que amado sea seguido, venerado y querido por todos. Este es nuestro gran empeño: como sus devotos fieles no podemos claudicar de vivir la fe en coherencia con la tradición y la verdad que hemos recibido.  

El tercer fruto: tener ansías de amor y reparación a Jesucristo. Son muchos los pecados y blasfemias que ofenden el Corazón sacratísimo del Señor. Muchas las ovejas que se descarrían y pierden por caminos tortuosos que conducen a la muerte. El Corazón de Jesús se llena de penas y amarguras ante estas situaciones. San Gregorio de Nisa decía que “si Dios es la vida, el que no ve a Dios no ve la vida”. Y es cierto, queridos hermanos, que ahora no vemos a Dios y que por tanto esto que vivimos nos es la vida verdadera, sino un camino para poder ver a Dios, y por ende, ver la vida verdadera. En este sentido, la reparación y la expiación por nuestros pecados y los del mundo entero tienen como motor y como fin aliviar y consolar el Corazón de Dios para disfrutar un día de su visión, y así, de su vida verdadera.


Esta, hermanos, es la grandeza de la Solemnidad que celebramos hoy: que Dios nos ha abierto la intimidad de su Corazón para que ninguno se pierda sino que tenga vida en abundancia. Estos son los proyectos de su corazón de edad en edad: reanimar a sus hijos en tiempos de hambre espiritual y librar sus vidas de la muerte eterna. La gran promesa que hiciera al P. Hoyos sigue vigente en los tiempos que corren: “Reinaré en España, y con más veneración que en otras muchas partes”. Así quiere reinar Nuestro Señor Jesucristo: por el amor. Su reino no es de este mundo ni con los criterios de este mundo lleno de falsedad, corrupción y mentira. No. Su reinado es por el amor y nada más que por el amor. Su reino es una fraternidad universal, esto es, la Iglesia, como nos decía el profeta Ezequiel. Su reino es un amor de entrega por los ingratos y pecadores, como nos recordó san Pablo. En definitiva, amados hermanos, su reino es su mismo corazón de buen pastor que sale siempre a buscarnos y no cesará en su empeño hasta reunirnos en un solo redil en la gloria eterna, donde vive con la Virgen y los Santos, reinando en el universo con amor providencial por los siglos de los siglos. Amén. Así sea.





P.D. Con esta homilía ponemos punto y final a este blog para emprender otros proyectos. Un saludo y gracias por vuestra lectura y seguimiento.

sábado, 8 de junio de 2019

ES PENTECOSTÉS


HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS


Queridos hermanos en el Señor:

            Llegamos hoy al final de la cincuentena de Pascua. Han sido unos días preciosos en que el Resucitado nos ha regalado su presencia entre nosotros. Le hemos podido tocar con santo Tomás, caminar hacia Emaús mientras su compañía encendía nuestro corazón, almorzar con Él junto al lago de Tiberiades; hemos escuchado sus últimas enseñanzas y disposiciones, y al recibir su última bendición, nos pidió que aguardásemos la venida del Paráclito. Y así lo hemos hecho. Hemos esperado e invocado pacientemente al Espíritu Santo hasta este gran día en que el cielo vuelve a abrirse para darnos esta bendición increada.

            Como aquellos doce, también nosotros hoy somos privilegiados receptores de la gracia septiforme que nos capacita para confesar que Jesús es el Señor y, de este modo, nos hace ser cristianos convencidos y convincentes. El lenguaje universal que todos entienden es el que da la fe. Se puede ser de una u otra nacionalidad, raza, lengua o país, pero la fe rompe todos los muros y traspasa las fronteras, y, de este modo, nos une a todos en un solo corazón y en una sola alma formando así un único pueblo que tiene una misma fe, un mismo Señor, un mismo bautismo y una misma ley en el amor. 


            Pentecostés es el tiempo de la Iglesia. Pentecostés hace la Iglesia. Pentecostés es todos los días de nuestra vida porque el Espíritu Santo no deja de soplar sobre su Pueblo dándole la paz de Jesucristo y fortaleciendo el testimonio de sus hijos. Pentecostés realiza la verdad de los sacramentos y da eficacia a la liturgia de la Iglesia. Pentecostés es el alma de la caridad y de la misión de la Iglesia. Todo cuanto en la Iglesia vive y late tiene su fondo y su alma en la acción del Espíritu Santo. Por eso, hermanos, es tan importante la solemnidad que celebramos hoy. No es que Pentecostés sea el origen de la Iglesia, pues bien sabemos que ésta responde al deseo original de Dios, truncado por el Pecado Original pero restaurado por el misterio Pascual de Jesucristo. En clara línea de continuidad con la historia de la Salvación, el Espíritu Santo es garantía de presencia perenne y activa de las maravillas de Dios hechas por los hombres, o dicho de otra manera: el Espíritu Santo hace posible que la Iglesia viva en el eterno presente de Dios.

            Así pues, queridos hermanos, celebrar Pentecostés es, por tanto, saborear, de nuevo, las maravillas de Dios. Es saborear la novedad de lo sagrado, la perenne actualidad de la Palabra revelada. Pentecostés, fiesta del Espíritu Santo, fiesta de la cristiandad que, otra vez, se renueva en su fondo y en su forma. Vivamos esta fiesta con el corazón abierto completamente para recibir, de nuevo, la gracia del Paráclito: los siete dones y los doce frutos que el Espíritu Santo siembra en él. Demos gracias, hermanos, por tanto bien y por tanta gracia inmerecida. Así sea.

sábado, 1 de junio de 2019

DICHOSOS Y TRANQUILOS


HOMILÍA EN LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR



Queridos hermanos en el Señor:

Como cada año los solmenes días de la Pascua tocan a su fin. Final que viene precedido por una solemnidad aún mayor, una solemnidad que ilumina al mundo: la solemnidad de la Ascensión del Señor. Si la idea expresada por san Pedro de que no tenemos otro nombre en el cielo en el que podamos ser salvos mas que en el de Jesucristo, la realidad dogmática de contemplarle entrando en el santuario del cielo y tomando posesión del trono a la derecha de la majestad del Padre para reinar sobre el mundo y ejercer su gobierno en la historia y su justicia sobre vivos y muertos, es algo que agita nuestros corazones y hace vibrar nuestras almas en una sonora alabanza que emulando el son de las trompetas angélicas, conmueve a toda la creación.

Es por ello, hermanos, un día grande para nosotros. Un día profético ya que allí donde ha entrado Cristo, cabeza de la Iglesia, habrá de entrar un día el resto de su Cuerpo místico que somos nosotros. Esto supone que el cielo sea nuestra verdadera patria, nuestra meta última y segura. De este modo, el purgatorio se convierte en necesidad de purificación total y el infierno en posibilidad de fracaso en nuestro empeño. Lo único seguro que tenemos los cristianos es el cielo, lo único conquistado por Jesucristo en virtud de su gloriosa Pasión, muerte y resurrección.

Pero esta fiesta puede hacernos caer en la misma tentación en que cayeron aquellos doce santos varones: quedarnos mirando al cielo y olvidarnos de nuestra misión en la tierra. Tanto en relato de los Hechos de los apóstoles, como en el de Lucas, Jesucristo, antes de ascender, les mandó ser testigos “en Jerusalén y en el cofín de la tierra” de todo lo que habían visto y oído, es decir, de todo lo que habían vivido con Él. También en este domingo, a nosotros nos toca ser testigos en medio del mundo, del Señor resucitado y exaltado.

Nos toca, hermanos, ser propagadores de sus palabras y sus milagros. Ser voceros de su misericordia y trato lleno de amor. Ser imitadores de su ternura y delicadezas con los mas pobres, enfermos y marginados sociales. Ese Jesús al que hoy vemos marchar a lo más alto de los cielos, sigue estando, precisamente, ahí, en esas situaciones y personas. Él vive en su Iglesia, en sus pastores, en su pueblo, en sus sacramentos. No ha querido abandonarnos a nuestra suerte. Por eso somos dichosos y estamos tranquilos en medio de los procelosos mares de este mundo. Así sea.  


sábado, 25 de mayo de 2019

UNA CIUDAD BIEN CUSTODIADA


HOMILÍA DEL VI DOMINGO DE PASCUA


Queridos hermanos en el Señor:

            Nos acercamos al final del tiempo de Pascua. En las palabras de Jesús se atisba cierto tono de despedida. Es el Señor que se sabe que debe marcharse y da los últimos consejos a sus amigos que quedarán solos en medio del mundo. Estos amigos somos nosotros, los cristianos, los que debemos transitar en medio de los siglos de la historia teniendo la invisible presencia del Resucitado, pero esta presencia, a veces, es oculta y tan silenciosa que casi no se aprecia.

            El cristianismo ha venido al mundo para liberar al hombre, para no imponerle cargas pesadas. La resolución apostólica que los Hechos de los Apóstoles nos ofrece supone un hecho de extraordinaria importancia para la historia: la apertura del cristianismo a los paganos sin preceptos judíos. Solo se apela a la coherencia y a la sensatez. Comer carne de ídolos sacrificados suponía colaborar con aquellas prácticas paganas y un escandalo para cristianos más apegados a sus tradiciones. Rechazar la fornicación suponía reforzar el respeto al matrimonio y al cónyuge.

            Este texto apostólico es una clara prueba de aquellos que llamamos “Tradición apostólica”, esto es, el conjunto de enseñanzas, doctrinas e instituciones que los apóstoles, adoctrinados por el Espíritu Santo, como hemos leído en el Evangelio, legaron a la Iglesia y es perenne para todos los tiempos. Los apóstoles, siguiendo la promesa del Señor, gozaron de la asistencia del Paráclito para hacer avanzar a la Iglesia en medio de los procelosos mares de la historia y la sociedad, allá en el alba del cristianismo. 


            La Tradición apostólica es camino seguro para permanecer unidos al Señor Jesús. El oficio apostólico es un oficio de amor, pues quien ama al Señor no puede hacer otra cosa sino contar lo que ha experimentado al estar con Él. Por tanto, mantenernos fieles a las enseñanzas apostólicas será garantía de amor a Cristo y de vivir pegados al espíritu de la Iglesia.

            Podríamos decir, sin temor a caer en excesos, que el Señor antes de su partida quiso ligar su voluntad y gobierno de la Iglesia a las directrices de los apóstoles y, por ende, de sus sucesores hoy, los obispos. La Santa Iglesia está regida por ellos en temas de fe y de moral y con las enseñanzas que hacen incrementar y resplandecer el sabio magisterio de la Iglesia, se erigen como lámparas que iluminan la ciudad santa de la nueva Jerusalén. ¡Cuánta responsabilidad tienen estos pastores mitrados y cuánta cuenta tendrán que dar a Dios por sus buenas y malas acciones, por sus buenas y malas deciosiones! Por eso, necesitan nuestra oración y afecto.
            Queridos hermanos, el Señor se marcha pero no nos deja, no nos abandona a nuestra suerte, ha puesto puertas y centinelas en la nueva ciudad que es la Iglesia. Es una ciudad sostenida por doce basamentos fuertes y firmes donde su lámpara es el mismo Jesucristo, Cordero Pascual. Una ciudad con sus brazos abiertos para acoger a todos sus hijos. Es una ciudad que transita las épocas históricas en comunión de hermanos y conservando lo mejor de su bagaje peregrino. Es un pueblo vivo sin miedo a nada ni a nadie porque se fía del sol que la ilumina que es Dios. No podemos volvernos atrás. Sigamos las huellas que Jesús nos ha marcado y dejado en sus apóstoles. Guardemos sus palabras y amémosle para que nuestra alegría se complete al final de los tiempos cuando reinemos con Él en el cielo. Así sea.

sábado, 11 de mayo de 2019

PARA PREDICAR Y CELEBRAR


HOMILIA DEL IV DOMINGO DE PASCUA


Queridos hermanos en el Señor:

Celebramos hoy el cuarto domingo de la Pascua, llamado domingo del Buen Pastor, puesto que el texto evangélico que hemos leído es del capítulo diez del Evangelio según san Juan donde Jesucristo se identifica como el único Pastor del rebaño del nuevo Israel.

Las lecturas que nos han sido proclamadas recogen, cada una a su manera, ciertos aspectos esenciales que configuran un retrato perfecto de lo que debe ser un Pastor, hoy día, según el Corazón de Jesucristo.

En primer lugar, los hechos de los Apóstoles nos narran la predicación de Pablo y Bernabé en Antioquía de Pisidia y como la eficacia de esa predicación hacia acrecentar el número de los creyentes. Aquella era una predicación convincente, encendida, directa y fiel que exhortaba a la conversión. El pastor encuentra aquí un modo singular de desempeñar su ministerio de la Palabra. Nosotros no nos predicamos a nosotros mismos, ni tan si quiera nuestras opiniones o ideas son relevantes. Nosotros, al contrario, hablamos de lo que hemos visto y oído, es decir, nosotros predicamos a Jesucristo, su doctrina y su enseñanza. Nuestra predicación se resume y concentra en un nombre propio: Jesús de Nazaret, Dios y hombre verdadero. Es, por tanto, labor indispensable de los que están al frente del rebaño de Cristo iluminar con su palabra a la grey sin ocultar la verdad ni edulcorarla. Es indispensable volver a una predicación formada y fiel a las enseñanzas de la Iglesia y a la Tradición apostólica. Solo así, al estar convencidos de que somos meros transmisores de la Buena Nueva de la Salvación, poco a poco irán desapareciendo de nosotros todos los respetos humanos, y toda ansia de protagonismo o carrerismo.

San Pablo y san Bernabé no dudaron por un momento en anunciar a Jesucristo con toda claridad, a riesgo de ser expulsados e incomprendidos por los mismos de su raza. Sin embargo, este rechazo de los judíos, Dios lo transforma en un acontecimiento de gracia puesto que el mensaje, por fin, saldrá de su clausura y se dirigirá a nosotros, a los paganos y gentiles que estábamos, entonces, ávidos de escuchar que Jesucristo nuestro Dios, también. Cuantos habrá, hoy, que, también como un día aquellos, al escuchar el Evangelio de la vida y la salvación se alegren y alaben a Dios.

El segundo rasgo nos lo ofrece el libro del Apocalipsis, en concreto, aquellos redimidos que vienen de la gran tribulación ufanos de éxito y perseveran ante el trono de Dios dándole culto. El pastor esta para rendir culto a Dios. Los que por la ordenación sacerdotal hemos sido configurados ministerialmente con Jesucristo, Sumo y Eterno Sacerdote, hemos sido puestos ante Dios para ofrecerle un culto agradable en nombre del rebaño de Cristo. En nuestras manos ungidas esta la posibilidad de que a Dios alcancen aquellas aclamaciones que, como nos recordaba el salmo, desde los cuatro puntos cardinales suben desde las gargantas de los hombres y mujeres que pueblan la tierra y buscan y llaman al único Dios que les puede salvar.


A la fiel predicación debe seguirle la vivencia de un culto litúrgico que agrade a Dios y transforme la vida del mundo. No caben dicotomías ni yuxtaposiciones. No. El culto ilumina la predicación y la predicación acredita el culto. Y en esto, hermanos, los pastores hemos de ser exquisitos. Solo siendo fieles a la tradición litúrgica y orante de la Iglesia podremos ser fieles en el ministerio recibido, porque de ahí se deriva todo y en eso confluye todo, como nos recordó el Concilio Vaticano II, la Sagrada Liturgia es fuente y culmen de la vida de la Iglesia (cf. SC 10).

El último aspecto es la identificación con Dios. Los pastores de la Iglesia no lo somos por nosotros mismos, sino porque Él nos ha llamado a serlo, Él nos ha llamado a ser Cristo en medio del mundo. De ahí, igual que Jesús se identifica con el Padre y son uno, nosotros, los ministros de Dios, hemos de sentirnos unidos e identificados con Aquel que se ha sujetado a nosotros. Sin esta identificación, la vida sacerdotal carece de sentido y de valor.

Así pues, hermanos, en este domingo del Buen Pastor, miremos al Sumo y Eterno Sacerdote y prediquemos fielmente su Evangelio, hagamos nuestras sus palabras y sentimientos para provocar, por medio del culto litúrgico, un encuentro vivo con Él. De este modo, guiaremos al rebaño de Dios, por medio de estas cañadas, un tanto adversas, a los verdes pastos de la Gloria donde el Pastor verdadero nos espera para morar eternamente. Así sea.

sábado, 27 de abril de 2019

NOLITE TIMERE


HOMILÍA DEL II DOMINGO DE PASCUA

Queridos hermanos en el Señor:

            “No temáis”. Es Pascua de Resurrección. El crucificado ha vuelto a la vida y esta con nosotros. Hoy suenan para nosotros las palabras del vidente del Apocalipsis: “estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y del abismo”. Estas palabras, en estos tiempos tan convulsos, llenan de esperanza el corazón de los cristianos.

Hermanos, la Pascua no es solo un tiempo litúrgico. La Pascua es el estado constante de la Iglesia. La Pascua es presencia permanente del Resucitado, compañía constante del eterno viviente con nosotros. La Pascua es nueva humanidad y nueva creación, perenne novedad de vida en nosotros. Pero no una vida cualquiera, sino una vida de gracia, de piedad y de eternidad. La Pascua, hermanos, consiste en hacer posible el cielo, en abrir las puertas de la gloria para que podamos entrar y morar en ella.

Es por ello, por lo que no debemos temer nada. Ni todos los poderes del mundo que hoy son hostiles a la fe y a Dios, podrán arrebatarnos esta dulce presencia de Dios en nuestra alma. La gracia del Resucitado habita tan dentro de nosotros que infunde en nuestro espíritu la valentía y el coraje necesario. El espíritu que Cristo insufla sobre los apóstoles para el perdón de los pecados, no ha cesado de aletear sobre el Pueblo santo de Dios en estos 21 siglos de historia cristiana efectuando la redención de los pecadores y la conversión de los paganos. Somos, en efecto, hermanos, una Iglesia pascual que espera y celebra cada ocho días, la aparición del Resucitado en nuestros templos, por medio del sacramento de la Eucaristía. Somos una Iglesia que por nuestros pecados, necesitamos meter los dedos en las llagas de Jesús para cerciorarnos de que es Él y de que Él esta ahí. A veces, nuestra incredulidad o la presión social disuelve la presencia de Dios en avatares humanos que cansan nuestra alma y nos agota la perseverancia. Pero, aun así, debemos aprendernos a fiarnos de Él.

Jesús nunca nos deja. Él ha prometido estar con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos. Su promesa se ha hecho cumplimiento en la Iglesia y en los sacramentos que vienen a ser como aquella sombra de los apóstoles que al cubrir a los enfermos, quedaban sanados.

Hermanos, no es tiempo para echarnos atrás. Es tiempo para ser testigos fieles del Resucitado en medio del mundo. Es tiempo para caminar por las vías de verdad y de paz que Cristo nos ha enseñado. En definitiva, es tiempo de Pascua, para ser felices en medio de las pruebas y dificultades; para seguir trayendo a nuestros labios aquella expresión de admiración y estupefacción de santo Tomás “Señor mío y Dios mío”.

sábado, 6 de abril de 2019

SERMÓN PARA LA LIBERTAD (V)


HOMILÍA DEL V DOMINGO DE CUARESMA


Queridos hermanos en el Señor:

            Estamos en la antesala de los días grandes del calendario cristiano. Dentro de poco, nuestras parroquias se revestirán de gala para celebrar el Triduo de la Pasión, muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Por nuestras calles deambularán procesiones de penitentes portando estandartes y cargando bellas imágenes que evocan plásticamente aquellos misterios que las palabras ni pueden ni saben contener. Pero hasta que el tiempo nos sumerja en esta atmósfera sacra que impone la Semana Santa, la Iglesia nos propone hoy, quinto domingo de Cuaresma, la contemplación de una de las escenas más tiernas y emotivas del Nuevo Testamento, un pasaje cargado de intensidad espiritual y de consolación para nuestros corazones lastimados por el pecado.

            Podríamos decir, queridos hermanos, que todo el contenido del conjunto de las lecturas de hoy pivota sobre el verso de Isaías: “mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?”. Y efectivamente, hermanos, es así. Cristo es la mayor novedad que ha habido y habrá en la historia de la humanidad. Es una novedad perenne, única y singular. Cristo hizo nuevo a Pablo cuando al conocerle cambió su forma de pensar como él mismo nos ha relatado: “por él lo perdí todo y todo lo estimo basura con tal de ganar a Cristo”. Cristo hace nuevo nuestros corazones cuando, como a aquella mujer adúltera, los toca y los sana, inundándolos con su misericordia. Porque ésta, queridos hermanos, es su gran novedad: una misericordia nueva, infinita, salvadora y liberadora. Una misericordia que le hace grande con nosotros y nos llena de alegría esperanzada.

            La gran novedad de Cristo es mostrarnos que el fundamento de la libertad cristiana no es otro que el Amor. Así, con mayúsculas. No un amor barato, al uso, manido. No. Sino un amor sin cortapisas ni prejuicios, un amor que se escribe con sangre y sufrimiento. Un amor que enseña a amar. Un amor que sabe llorar y reír. Cristo nos ha enseñado a amar con piedad y clemencia. Pensad por un momento, hermanos, en que el único “sin pecado”, el único que podría haber arrojado no una, sino hasta cien piedras, el único que debería haberla condenado por ser Dios y legislador eximio, un nuevo Moisés, decide perdonar y absolver. “Yo tampoco te condeno”- dirá el autor de la misericordia-. ¿Os dais cuenta? Dios está siempre dispuesto a la misericordia y al perdón. Jesús escribe los pecados en la arena porque pueden ser borrados fácilmente. A Él no le interesan los pecados porque – como al Padre de la parábola del domingo anterior- ante nuestras excusas, Él prefiere revestirnos del traje de fiesta, calzarnos la dignidad de sus hijos, desposarnos místicamente con el anillo, y ofrecer el banquete de su Cuerpo y de su Sangre.


            Esto, queridos hermanos, es la verdadera libertad cristiana. Cristo nos ha dado la nueva libertad: la libertad de creer, de pensar, de hablar, de confesar. Cristo nos ha mostrado el camino nuevo para la liberación y progreso de los pueblos: estar libres de pecado y no condenar a nadie. Él es quien se reserva el juicio justo. El cristiano encuentra su fuente y su limite en el amor. ¿Paradójico? Cierto: si el amor es fuente de libertad, como dice san Agustín “Ama y haz lo que quieras”, también el amor es límite de la libertad, dado las palabras de san Pablo “haceos esclavos unos de otros por amor”. Pero a esto, debemos añadirle otra paradoja: el límite de la libertad es, precisamente, lo que le hace crecer, cada vez más. En la medida en que crecemos en amor a otros, nuestra libertad aumenta exponencialmente.

            Aprendamos, queridos hermanos, a amar en libertad. Hagamos nuestra la gran novedad de Jesucristo y no escatimemos en esfuerzos para arrojar las piedras de nuestros pecados a la arena donde todo se borra. No olvidemos que el Amor entregado del Señor es más grande y fuerte que la pobre vileza de nuestro mal. Así sea.  

sábado, 30 de marzo de 2019

SERMÓN PARA LA LIBERTAD (IV)

HOMILÍA DEL IV DOMINGO DE CUARESMA

Queridos hermanos en el Señor:
            “Alégrate Jerusalén” con estas palabras comienza la misa de hoy. El cuarto domingo de Cuaresma es una invitación a ir gestando en nosotros la alegría espiritual ante la inminencia de las próximas fiestas pascuales. El recuerdo vivo y la memoria agradecida del Señor muerto y resucitado, despiertan en el alma cristiana cantos e himnos de fiesta, que prorrumpen en alabanza sonora porque nuestra liberación está cerca.
            Tal es así el carácter festivo de esta gozosa verdad, que la liturgia de hoy nos regala unas de las mas bellas parábolas nunca escritas en la historia: la parábola del hijo pródigo, si nos situamos desde la perspectiva del hijo pecador, o la parábola del Padre misericordioso si la leemos desde la actitud de Dios hacia sus pecadores hijos. No es mi intención detenerme en los detalles de la parábola ya que es de sobra conocida por todos, pero si quisiera fijarme hoy en el aspecto liberador del perdón.
            Desde el comienzo de la Cuaresma venimos entablando una lucha contra el pecado. En el fragor de la batalla hemos podido comprobar lo fácil que es rendirse y lo amargo que es apartarnos de Dios. Pero también, lo satisfactorio de la victoria y la dulzura consoladora de saber que Dios ha peleado conmigo. Hoy, hermanos, vemos reflejada nuestra vida cristiana en aquel hijo menor que deseó emanciparse de su Padre, no volver a tener trato con Él, hasta el punto -fijaos-de matarlo en vida al pedirle la parte de su herencia. Cuando el alma cristiana quiere independizarse del sumo bien, y vagar sin rumbo buscando donde saciar su sed de eternidad, actúa semejantemente al hijo de la parábola que se fue a países lejanos malgastando su pecunio hasta que se vio solo y abandonado.
            El alma cristiana, cuando se aleja de su fuente de libertad, que es Dios, busca saciar su sed en otros manantiales que le ofrecen rápido y momentáneo consuelo pero que pronto se demuestran como una mentira y un espejismo. En este sentido, pensando que bebe de agua pura resulta ingerir, en realidad, un veneno adictivo que lo esclaviza: el pecado esclaviza. El pecado no libera, el pecado nos hace sentirnos solos, abandonados de Dios. El pecado nos aparta de tal manera del bien que nos encierra en una constante acusación de conciencia que no nos deja experimentar que la última palabra la tiene la misericordia de Dios.  

            Y esa, queridos hermanos, fue la dinámica interna en la que entró el hijo pródigo: huyó de la libertad y emigró al país del pecado, del vicio y de la mentira. Su conciencia y su alma se oscurecieron hasta el punto de no poder si quiera levantarse de su postración y alimentarse de la misma comida con que nutría a los cerdos. Y es que estar lejos de Dios es la mayor pobreza que se puede tener y la mayor maldición que se puede vivir.
            Sin embargo, no todo queda aquí. Dios vence al odio, al mal y al pecado. Dios concede su luz divina a las almas descarriadas que quieren salir de su situación. De ahí que un día, el hijo menor decidiera salir de su lamentable existencia y emprender el camino de vuelta a la fuente de la libertad. Lo hizo, no sin miedos, no sin argumentos victimistas. El temor y la duda no le abandonaron en su retorno a la casa del Padre. Y es que, hermanos, salir del pecado no es fácil ni gratuito, el peso del remordimiento de conciencia puede dificultarnos el trayecto pero es necesario sobrellevarlo por amor a Dios y como reparación por las ofensas. Aun así, como aquel hijo pródigo, nosotros seguimos avanzando en nuestro itinerario de conversión hasta que bajamos la loma del último monte…
            …Y, ahora sí, es el Padre misericordioso quien nos ve desde lejos y sale a nuestro encuentro. Esto nos demuestra que Dios nunca perdió la confianza ni la esperanza sus hijos. Que Dios siempre estuvo atento a nuestra vuelta para salirnos al encuentro. Solo Dios hace que la vuelta a casa sea gozosa, porque solo Él cambia nuestros temores en confianza, nuestras incertidumbres en certezas. En Él nos reencontramos con la libertad perdida, en Él se rompen nuestras cadenas y se desatan nuestras trabas espirituales. Solo nos sentimos seguros en Él.
            Por eso, hermanos, así como aquel Padre levantó, calzó, y revistió a aquel hijo ingrato, también su gracia nos devuelve la dignidad de hijos de Dios. Nos introduce en la verdadera libertad de los hijos de Dios.
            Demos, pues, queridos hermanos, gracias a Dios por tanto bien que hace para con nosotros. Ojalá que ante sus palabras de vida se disipen nuestros miedos y nuestro animo libre se afiance cada día mas. Así sea.

sábado, 23 de marzo de 2019

SERMÓN PARA LA LIBERTAD (III)


HOMILÍA DEL III DOMINGO DE CUARESMA





Queridos hermanos en el Señor:

            Llegamos hoy, de la mano de Moisés, a la montaña santa del Horeb. Allí se produce un encuentro místico entre Dios y el hombre, representado por Moisés, cuya condición primera para el dialogo es la de despojarse de si mismo. En esta Cuaresma en que caminamos hacia la Pascua de la libertad de los hijos de Dios, Éste vuelve a exhortarnos, como un día a Moisés, a quitarnos las sandalias para entrar en terreno sagrado.

            Desde este mandato divino, la libertad teologal en que el hombre ha de vivir su existencia en este mundo, dependerá en gran medida de su despojamiento interior. Para entrar en la presencia de Dios uno debe, como principio irrenunciable, vaciarse de si mismo para llenarse, total e íntegramente, de su divinidad. La atrevida curiosidad de Moisés por aquel prodigio sobrenatural se vio advertida por el ángel del Señor y conminada a descalzarse. Si tú hoy quieres acercarte a Él, debes comenzar por el mismo proceso ascético: descalzarte de ti, de tus prejuicios, de tus ideas, de tus quereres. El suelo de la cueva del Horeb no podía contaminarse con el polvo del camino que a las sandalias de Moisés se había adherido. Del mismo modo, el encuentro del hombre con Dios no puede contaminarse con el polvo del camino de la vida que se nos pega, porque entonces, la mediación entraría en claves y coordinadas que pervertirían el contenido de la misma.

            La primera libertad humana esta dentro del alma del sujeto. Un corazón libre, ama libremente. Un corazón acomplejado o lleno de prejuicios, no podrá nunca amar sino tan solo temer. Un alma encadenada al pecado, aun siendo ignorante de ello, no alcanzará nunca a experimentar las maravillas que Dios puede hacer en ella por eso, siguiendo lo dicho por Jesús en el Evangelio de hoy, no se tratará de medirnos con los demás para saber si somos mejores, sino de dar frutos, cada día, de santidad y vida eterna. En la medida en que buscamos hacer el bien, y agradar así a nuestro Señor, estaremos entrando en una dinámica de justicia y caridad que nos aleja, poco a poco, del pecado y nos acerca más al supremo bien que es Dios mismo.


            Y éste, queridos hermanos, es el dinamismo del desatarnos la correa de las sandalias: no mirar el pecado de los demás sino el que nos contamina a nosotros mismos. Porque de este pecado, de esa esclavitud, es de la que Dios nos quiere liberar. Pero si uno no tiene conciencia de la existencia y efecto del pecado en su vida, Dios no podrá actuar en nada. El sufrimiento causado en Dios no es estático, sino, necesariamente, actuante: Dios baja a liberar porque le afecta el sufrimiento humano por el mal. Y o baja por medio de Moisés o baja por medio de su hijo Jesucristo. Y en este ciclo litúrgico, celebramos y actualizamos, precisamente, esta última forma de su actuar: baja en forma humana por medio de su Hijo Jesucristo, quien se entrega libremente a la muerte para darnos vida eterna. La cuestión será, queridos hermanos, si al final de esta Pascua nuestra higuera habrá dado fruto o será cortada, inapelablemente.

Para los cristianos no es una opción espiritual, sino una exigencia de nuestro bautismo, si no nos convertimos, todas pereceremos de la misma manera. Todos, sin excepción, estamos llamados a disfrutar de la libertad interior, del desasimiento de las cadenas que atan y esclavizan el alma. Descalcémonos, pues, para poder acceder a la soberana presencia de Dios y gozar de los frutos suaves de tal encuentro.

                                                              Dios te bendiga

sábado, 16 de marzo de 2019

SERMÓN PARA LA LIBERTAD (II)


HOMILÍA DEL II DOMINGO DE CUARESMA


Queridos hermanos en el Señor:

Avanzando en el camino cuaresmal hacia la Pascua, el segundo domingo de Cuaresma siempre nos permite un alto gozoso para poder contemplar uno de los acontecimientos más hermosos de la historia de la salvación: la transfiguración del Señor. Este pasaje evangélico viene a dar cumplimiento a aquella invitación que el salmo responsorial nos hacía: “Buscad mi rostro”. Buscad un rostro transfigurado, nuevo, dispuesto a ir a Jerusalén para celebrar la Pascua de la muerte y de la resurrección.

En la primera lectura de este domingo encontramos a un Dios que se compromete con el hombre. Un Dios que hace promesas creíbles y que deberá cumplir. Y para ello no duda en establecer este pacto con Abrán usando un rito propio de las tribus nómadas: partiendo animales en dos mitades y cruzando entre ambas invocando sobre si mismo la suerte de las bestias sacrificadas si no se cumpliera el pacto. Vemos, pues, que Dios se empeña del todo y sin cortapisas.

La promesa hecha a Abrán puede resumirse en aquellas necesidades primarias de todo hombre y de toda civilización: descendencia y tierra. Tener una familia y tener una propiedad personal para poder vivir es algo que capacita y realiza al hombre. Es más, la propia familia y la propiedad privada son garantía de independencia y de libertad. Es por eso que, como se ha ido repitiendo a lo largo de la historia, todos los regímenes políticos que han pretendido restar libertad al individuo han querido desarraigarlo de su tierra, mediante la emigración, la expropiación; y han querido hacer leyes de injerencia en la familia: controlando la educación de los niños, eliminando la libertad de elección de centro, o con políticas antinatalistas. Frente a ello, la Iglesia ha desarrollado una acertada Doctrina Social donde prima el valor de la familia como Iglesia doméstica y primera célula de la sociedad, donde se aprenden valores espirituales y humanizadores; y donde se expone el recto uso de los bienes personales atendiendo a la propiedad privada y a la comunicación de los bienes.


Dios con esta doble promesa quiere garantizar el recto y libre desarrollo de la vida de los hombres y de los pueblos para que generen trabajo y riqueza y cooperan, de este modo, con Él en la obra de la Creación. Es por ello que solo cuando el hombre vive y trabaja en libertad y en condiciones adecuadas encuentra en su labor una rica fuente de crecimiento espiritual y de santificación: se santifica a si mismo, santifica el trabajo y santifica a los demás con su trabajo. Si estas condiciones se aseguran por parte del Estado y evitan a los hombres cualquier tipo de temor o de miedo a perderlas el progreso humano y material de los pueblos estará garantizado, de lo contrario se revivirán episodios tristemente acaecidos en épocas pretéritas.

La llamada a la libertad de la Pascua de Cristo hace necesaria, por tanto, la concreción de condiciones libres y de hombres y mujeres libres que amen, con esa misma libertad a Dios y puedan experimentar así su gloria y su compasión. En este sentido, hermanos, el pasaje de la Transfiguración nos invita a abandonar comodidades, a no caer en sueños vanos como los apóstoles y bajar presurosos a la Jerusalén del mundo donde Dios sigue celebrando su Pascua entre los afanes cotidianos y las tareas hodiernas.

Somos, en verdad, como recuerda san Pablo, ciudadanos del cielo, pero precisamente por eso debemos ser aun más ciudadanos de nuestras polis, de nuestros pueblos, barrios, calles y plazas para transformar éstas a imagen de la Jerusalén del cielo. Es, hermanos, nuestra responsabilidad más acuciante: si somos libres para amar a Dios hemos de ser igual de libres para amar al mundo y a sus habitantes.

Ojalá que el Tabor de este domingo nos reconforte en las duras luchas de la vida para ser cada día más libres para trabajar con denuedo y transformar este mundo que tanto necesita de nuestro testimonio. Así sea.

sábado, 9 de marzo de 2019

SERMÓN PARA LA LIBERTAD (I)


HOMILÍA DEL I DOMINGO DE CUARESMA


Queridos hermanos en el Señor:

Han llegados los días esperados de la Santa Cuaresma. Cuarenta días de preparación para celebrar solemnemente la gran fiesta de la liberación humana, la Pascua del Señor. Cristo, con su muerte y resurrección, ha pagado por nosotros la deuda al eterno Padre y nos ha conseguido la libertad de los hijos de Dios. Mediante su Pascua hemos sido arrancados de los vicios del mundo, de la esclavitud del pecado para entrar en la vida de la verdadera libertad que da la fe y el culto al único Dios verdadero, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo.

En el libro del Deuteronomio se nos describe un rito litúrgico prescrito por Moisés a los Israelitas: la deposición de las ofrendas en el altar acompañadas de una oración anamnética que pretende generar en el piadoso hebreo el recuerdo de la gran hazaña obrada por Dios en favor nuestro: la liberación de Egipto. De este modo, la primera lectura nos sitúa en el significado profundo de la Cuaresma: la libertad. Pero no una libertad como la da el mundo o la entienden las distintas corrientes filosóficas. No. Se trata de la libertad teológica, o dicho de otra manera, de la libertad que infunde la Fe en el alma cristiana: una libertad de quien se sabe Hijo de Dios y el único ante quien debe rendir cuentas de su conciencia. Una Fe que se concentra en confesar a Jesucristo como el Señor.

La liberación de Egipto es el acontecimiento central de todo el Antiguo Testamento. Toda la historia de Israel comienza en ese punto, de ahí que en el nuevo culto que debe rendir el pueblo judío lo tenga por núcleo, objeto y fuente del mismo. Un culto litúrgico, hermanos, solo se puede celebrar en libertad y es, además, generador de libertad. El culto cristiano, del mismo modo que el judío, va a tener por centro del mismo su propia Pascua de liberación efectuada por Jesucristo. También nosotros, como aquellos, recordamos anualmente las “magnalia Dei”, las maravillas que Dios ha obrado en favor nuestro. ¿Y acaso habrá alguna maravilla mayor que la entrega del propio Hijo a la muerte por nosotros y nuestra salvación? Este acontecimiento es el que infunde en nuestras almas la garantía y la certeza de que Él no nos abandona en la tribulación.


Y esto, hermanos, es algo esencial a tener en cuenta porque en esta peregrinación espiritual en la cual caminamos hacia la libertad Pascual, el enemigo nos tenderá trampas para que sucumbamos en nuestro propósito y volvamos a la segura esclavitud del Egipto seductor. El pasaje de las tentaciones que acabamos de proclamar es un verdadero manual de resistencia (ahora que esta muy de moda) para vivir santamente la vida cristiana. Las tres seducciones que el demonio propone a Jesús son el resumen de los males que aquejan a la humanidad de todos los tiempos: el ansia de saciar el hambre con cosas materiales sin tener en cuenta ni a Dios ni al prójimo; la consecución de fines usando medios ilícitos, pisando a los demás o trabajando sin honradez para ello; y, por último, la tentación de querer usar a Dios a nuestro servicio sin tener en cuenta su voluntad.

El pecado, hermanos, es el mayor enemigo a la verdadera libertad cristiana porque nos limita y nos esclaviza. Hermano, un pecado nunca viene sólo sino que necesita de otros para alimentarse y fortalecerse. Un pecado, por venial que sea, puede introducirnos en una peligrosa espiral de pecados que nos ata y nos oprime. Es por ello que, frente a la esclavitud de la mentira del pecado, Cristo nos ofrece la verdad que nos hace libres. Y esa verdad no es otra que, como recuerda san Pablo, confesar con los labios y creer con el corazón que Jesús es el Señor, el Hijo de Dios vivo que ha muerto y resucitado de entre los muertos.

¡Ánimo, hermanos! Confesemos la fe que salva. Huyamos la tentación de volver a ser esclavos del pecado y abracemos la libertad que nos ha traído la Pascua de Cristo. Así sea.

sábado, 2 de marzo de 2019

¿DE QUÉ HABLARÁS TU?


HOMILÍA DEL VIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            Dice un refrán muy castizo que “por la boca muere el pez”, es decir, que nosotros podemos ser reos de nuestras propias palabras cuando imprudentemente hablamos cosas que pueden volverse, con el tiempo, en nuestra contra.

            Ciertamente, hermanos, en esta sociedad, que algunos dicen que ya no es de la palabra, se siguen, sorprendentemente, elaborando discursos persuasivos que buscan y procuran llamar la atención de la gente sencilla. Hay discursos ideológicos que se inoculan en las mentes débiles haciéndoles repetir mantras y eslóganes, tan rítmicos en sus formas como vacíos en su contenido, que calan en su mensaje. Hay discursos comerciales que persiguen generar una demanda y una oferta, aun cuando esos artilugios se demuestran inútiles en el día a día. En definitiva, son peroratas y verborreas sostenidos por un fin y consecuentes de un fin.

            Esto nos lleva a tener muy encuentra la advertencia del libro del Eclesiástico “el hombre se prueba en su razonar” y más adelante “no alabes a nadie antes de que razone”. Porque el hombre se define por sus razonamientos. Y en esto, queridos hermanos, los cristianos debemos ser extremadamente prudentes, pero sin caer en los respetos humanos que edulcoran, camuflan o desvirtúan el mensaje de la Verdad. El Señor Jesús nos lanza un reto “lo que rebosa del corazón, lo habla la boca” y mi pregunta es: ¿de qué rebosa nuestro corazón? ¿de qué puede hablar nuestra boca?

            Permitidme que para una primer respuesta, de ámbito general, me valga de las palabras del apóstol san Pablo en la segunda lectura: “trabajad  siempre por el Señor, sin reservas, convencidos de que el Señor no dejará sin recompensa vuestra fatiga”. Esto es, hermanos, de esta indubitable verdad es de lo que no podemos cansarnos de hablar: que merece la pena creer en Dios, merece la pena fiarse de Jesucristo. Debemos decir que trabajar por su causa, por su reino, es la empresa más apasionante y contagiosa que podemos acometer en esta vida, cada cual desde su circunstancia concreta.


            Con el salmo responsorial, nuestra boca no puede, por menos, que entonar acciones de gracias a Dios nuestro Señor por tanto bien como ha hecho, hace y sigue haciendo en nuestras vidas. Nuestro corazón se inflama de amores y nuestra boca los profiere porque, a pesar de nuestro pecado, Él nunca nos ha dejado solos sino que se ha hecho cercano y presente a cada uno de nosotros.

            Con san Pablo, también, nuestra boca habla de valentía, de coraje, de no tener miedo ni ante la muerte porque ésta ha sido destruida y absorbida en la victoria pascual de Jesucristo. Además, hermanos, solo cuando nuestro corazón rebosa en felicidad y gracia de Dios, desaparecen de nosotros la triste tendencia a meternos en la vida de los demás, a fijarnos en las motas de los ojos ajenos en lugar de sanar la viga de los nuestros. Quizá sea este el remedio que aun no hemos probado contra la envida, la murmuración, la calumnia o (perdonen la expresión) el “chisme” y el “alcahueteo”.

            Pues ánimo, hermanos, cantemos con la boca las maravillas de Dios que nuestro corazón, como la Virgen, conserva. Confesemos con la boca, la fe que llevamos en el corazón para que quienes nos oigan razonar, puedan juzgar positivamente y fiarse de nosotros. Así sea.

Dios te bendiga

sábado, 23 de febrero de 2019

ES NUESTRA HORA


HOMILÍA DEL VII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            En este domingo el Señor pone la guinda en el pastel, nos muestra la excelencia de la religión cristiana. La pedagogía litúrgica de la Iglesia nos plantea el problema del obrar cristiano ante situaciones difíciles y cómo actuar.

En la primera lectura, comprobamos con que nobleza actuó el rey David cuando tuvo en sus manos el poder acabar con su enemigo y, sin embargo, perdonó su vida porque la justicia es solo de Dios. Esta acción ejemplar, dará pie, no solo para entender el Evangelio de hoy, sino para comprobar que es posible vivirlo.

El señor nos ofrece tres acciones positivas que, humanamente, es muy difícil vivir: amar a los enemigos, hacer el bien a los que nos odian, bendecir y rezar por quien nos está haciendo daño. A continuación, enumera otras cuatro acciones negativas que agitan nuestra alma y hacen que el rencor o la violencia aniden en ella: la violencia, el robo, las exigencias y el hurto.

La consecuencia es lógica: si nosotros, los cristianos, reaccionamos como humanamente se esperaría, no nos distinguiremos en nada de quienes no confiesan nuestra fe y nuestra moral. Los cristianos, en este sentido, estamos urgidos por el Salvador, a reaccionar de una manera teologal, esto es, con misericordia como es misericordioso el Padre del cielo.

Los cristianos estamos en el mundo para ser testigos del amor y de la misericordia de Dios y dar ese mismo amor y esa misma misericordia a quien no la ha experimentado, o llevarlas a donde no las conocen. Hermanos, no podemos ser estériles en este sentido. Que si no sembramos la acción bondadosa de Dios en este mundo, nadie lo hará. Que esto depende de nosotros; que Dios confía en sus hijos para hacer del mundo un lugar habitable. Solo así podremos ser, en verdad, hijos del Altísimo. Así sea.

Dios te bendiga