sábado, 25 de febrero de 2017

YO NO TE OLVIDARÉ


HOMILIA DEL DOMINGO VIII DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

¿Cuántas veces hemos pensado que por distintas circunstancias de la vida Dios nos ha abandonado? ¿Cuántas veces vemos noticias, experimentamos situaciones en las que pareciera que Dios se despreocupa totalmente? Como vemos, estas preguntas no son ajenas al texto bíblico. El profeta Isaías también lo ha vivido en primera persona en el pueblo de Israel, que padece en el exilio en Babilonia. A     lo largo de la historia del pensamiento humano, Dios no ha quedado al margen del mismo, sino que siempre, de una manera u otra, ha copado el debate filosófico. Una de estas corrientes es el deísmo: reconocer la existencia de un dios que ha creado el mundo pero que no se preocupa lo más mínimo de él. Dios sería poco menos que un relojero que pone en marcha la máquina del mundo y no se preocupa de más, un Deus ex machina.

Pero frente a esa experiencia subjetiva, la realidad suele imponerse con frecuencia: Dios siempre permanece al lado de sus hijos pues aunque una madre se olvidara de sus hijos, yo no te olvidaré, nos ha dicho Isaías. Y de alguna manera, Dios nos dice a cada uno de nosotros, con las palabras del salmo responsorial: yo no te olvidaré porque soy tu descanso, tu salvación, tu roca, tu alcázar y refugio, tu esperanza. Y estas palabras, hermanos míos, deben llevarnos a confiar en Él y a desahogar nuestras preocupaciones en Él.

Así pues, Isaías nos presenta a un Dios que se muestra como Padre amoroso que cuida de sus hijos. Es un Dios que se desvela por nosotros y se revela a nosotros como amor y misericordia. ¡Qué hermosa imagen de Dios se nos ofrece para vivir con paz y seguridad espiritual! Pero… ¿Nos lo creemos? ¿Lo experimentamos? La misma idea va a recoger Jesús en el pasaje evangélico que acabamos de escuchar. Podemos dividir este texto de Mateo en tres partes: el amor a Dios, la providencia divina y la justicia divina.

Jesús nos recuerda que no podemos amar a Dios y al dinero, es decir, no podemos tener el corazón divido por dos señores. El texto griego usa la palabra “kyrios” que significa señor. Éste era un título propio del emperador o gobernador que pronto los cristianos aplicarán solo a Jesucristo, único y verdadero Señor de su vida, de ahí que el primer dato de este pasaje evangélico sea que no podemos rendir pleitesía a dos señores, sino que hemos de optar y hacerlo, fundamentalmente por Dios como recuerda el primer mandamiento: amarás a Dios sobre todas las cosas, es decir, sin anteponer nada a Él. Pero… ¿Cuántas veces dejamos a Dios en un segundo o tercer lugar? ¿Cuántas excusas hay para que Dios no ocupe el centro de nuestra vida? El problema es que a veces caemos en la idolatría del dinero y de las riquezas, como si fuera lo único importante, olvidando con frecuencia que esto solo es un medio para poder vivir y para ejercer la generosa caridad.

La providencia divina: podemos situar este evangelio dentro de una situación de prosperidad económica en Galilea. Y con frecuencia suele ocurrir que a medida que vamos teniendo las necesidades básicas cubiertas, van surgiendo otras nuevas que calmar con el consiguiente embotamiento del corazón. Precisamente es lo que podría ocurrir a los oyentes de Jesús, que preocupados por lo que comer, beber o vestir hicieran de esto un ídolo, un fetiche, una obsesión relegando lo espiritual y teológico a una segunda posición. Por eso Jesús les muestra la naturaleza como ejemplo de cómo Dios cuida de todas sus criaturas y que si esto hace con ellos, cuánto más no hará por nosotros, sus hijos. Aquí radica el misterio de lo que la teología espiritual ha llamado providencia divina.

Providencia divina es sinónimo de creación y cuidado por parte de Dios de su obra. Providencia divina es el Dios pantocrátor de los frescos de las antiguas basílicas. Providencia divina es la paternidad de Dios que hace que el mundo y el hombre sigan adelante y ofrece, además, la posibilidad de que éste se convierta de su locura y pecado. La fe en la providencia se enraíza en una relación especial con Dios siendo realmente hijos e hijas de Dios, del Padre celestial. Pero… ¿en qué grado me fio de Dios? ¿Siento su cuidado sobre mí? ¿Confío o desconfío de Él? ¿Me reconozco necesitado de su amor y misericordia?

Por último, encontramos el tema de la justicia del Reino: este ha de ser el objeto último de nuestra búsqueda. Lo apremiante para un cristiano es acomodar su justicia a la divina ¿qué significa esto? Tomar como referencia el actuar de Dios para que nuestro obrar sea coherente, ver como mira, habla, siente y trata Jesús a la gente para que por nuestra mirada, conversaciones, sentimientos y relaciones podamos transparentar el Reino de Dios que hemos de construir ya en este mundo pero que todavía debe aguardar su plenitud en los cielos.

Así pues, hermanos míos, en este domingo el Señor nos recuerda que no tiene sentido querer abarcar el mañana. Nos enseña a vivir el hoy, el momento presente, sin más afán que el de construir su Reino hoy, en este momento. Todo lo que tenga que venir, vendrá. Todo lo que tenga que acontecer, acontecerá: lo bueno y lo malo, lo próspero y lo adverso, pero tened en cuenta que todo está dispuesto por Dios y que a su providencia no escapa nada. Por tanto, asumámoslo con paz y agradecimiento porque solo Dios puede sacar bienes de lo malo.

Dios te bendiga


viernes, 24 de febrero de 2017

DOMINGO VIII DEL TIEMPO ORDINARIO



Antífona de entrada
«El Señor fue mi apoyo: me sacó a un lugar espacioso, me libró, porque me amaba». Tomada del salmo 17 versículos 19 al 20. Hoy, domingo, es el día en que Dios nos saca, de nuevo, al lugar más espacioso jamás pensado: la misma celebración litúrgica. Aquí no se necesitan respaldos humanos ni apoyaturas terrenales, el hombre que entra en el espacio mistérico de la liturgia solo necesita de la gracia del Espíritu como único asidero para vivir la liberación amorosa que Dios nos concede cada domingo de nuestras tribulaciones, pecados y fatigas semanales.

Oración colecta
«Concédenos tu ayuda, Señor, para que el mundo progrese, según tus designios, gocen las naciones de una paz estable y tu Iglesia se alegre de poder servirte con una entrega confiada y pacífica. Por nuestro Señor Jesucristo». Este texto oracional aparece en varios sacramentarios (veronense, gelasiano de Angouleme y el gregoriano) y en el misal romano de 1570. El misal de Pablo VI la tomó de la versión que ofrecen el gelasiano y el gregoriano hadrianneo. Por el tenor literario del texto, esta oración se compone en un momento para la Iglesia bastante vertiginoso: tiempo de persecuciones y herejías que desestabilizan a la Iglesia.
Tres sujetos de la oración: mundo, naciones e Iglesia y tres gracias para cada uno de ellos: progreso, paz estable y servicio entregado. Todo ello en conjunto garantiza una paz social y una libertad adecuada tanto para lo profano como para lo sagrado. El verdadero progreso del mundo solo se garantiza mediante la paz y la estabilidad en las naciones y la paz y estabilidad de las naciones solo se adquiere en tanto en cuanto se dejen guiar por Dios (para prueba un botón).

Oración sobre las ofrendas 
«Señor, Dios nuestro, tú mismo nos das lo que hemos de ofrecerte y miras esta ofrenda como un gesto de nuestro devoto servicio; confiadamente suplicamos que lo que nos otorgas para que redunde en mérito nuestro nos ayude también a alcanzar los premios eternos. Por Jesucristo, nuestro Señor». Tomada, tal cual, del sacramentario veronense (s. V). Esta oración está marcada por la controversia contra la secta de los  maniqueos. Para ellos, el mundo se divide en bueno y malo, el bien y el mal. Todo lo que viene de la tierra, es decir, lo no espiritual, es malo y por tanto no puede ser usado en la liturgia. De ahí la afirmación “tú mismo nos das lo que hemos de ofrecerte”.
Por la misma razón, ellos piensan que Dios no puede aceptar ningún tipo de ofrenda ni sacrificio agradable, por eso el aserto “y miras esta ofrenda como un gesto de nuestro devoto servicio”. Como el hombre es terreno no puede hacer nada bueno ni ninguna obra buena por sí mismo sino en tanto en cuanto Dios se lo permita, por eso la oración responde a esta herejía con la afirmación “lo que nos otorgas para que redunde en mérito nuestro”. La conclusión es obvia: frente al pesimismo cosmológico y antropológico del maniqueísmo, la liturgia nos previene señalando que la creación puesta al servicio de Dios puede ayudarnos “a alcanzar los premios eternos”.

Antífona de comunión
«Cantaré al Señor, porque me ha favorecido; alabaré el nombre del Señor Altísimo». Inspirada en el salmo 12, versículo 6. En cada comunión Cristo se nos regala como gracia para favorecernos. El Señor altísimo viene a nuestro encuentro en cada pequeña forma de pan. Por esto, el corazón solo puede moverse, en este momento, a la alabanza más serena y más sonora: cantar y alabar con el corazón a Jesucristo es el primer ímpetu que la comunión sacramental inspira en el fiel.
«Sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo -dice el Señor». Del final del evangelio de Mateo (28, 20). Y esta promesa de Cristo se hace presente, realidad y cumplimiento en este momento de la celebración. Cristo se ha querido quedar con nosotros para siempre por medio de su presencia real en la Eucaristía que luego será reservada en el tabernáculo o sagrario.

Oración después de la comunión
«Alimentados con los dones de la salvación te pedimos, Padre de misericordia, que por este sacramento con que ahora nos fortaleces nos hagas un día ser partícipes de la vida eterna. Por Jesucristo, nuestro Señor». Tomada del sacramentario veronense. Las oraciones para después de la comunión suelen tener, generalmente, una impronta escatológica ¿qué es escatológico? Que mira hacia lo último, que está dirigida hacia la vida eterna, el último día. Pues bien, aquí se aprecia esta característica de una manera explícita con esta afirmación “que por este sacramento…ser partícipes de la vida eterna”.

Visión de conjunto
            Cualquier tiempo pasado fue mejor. Nunca he estado de acuerdo con esta frase, me parece que es consuelo de tontos. Cada época histórica tiene su afán, sus vivencias y sus complicaciones. La historia de la Iglesia nunca fue fácil, desde su fundación por Cristo siempre fue amenazada por la persecución y el cisma: gnosticismo, maniqueísmo, adopcionismo, docetismo, arrianismo, macedonianismo, persecuciones del imperio romano, persecuciones de los bárbaros, persecuciones del islam, persecuciones protestantes, persecuciones en países de misión, persecución de la revolución francesa, el kulturkampf de Bismark, persecuciones de regímenes totalitarios (nazis, fascismo, comunismo), guerras civiles y, en la actualidad: por el oriente el ISIS y por el occidente, la ideología de género y los lobbys de presión.
            En este domingo, la compilación del sacramentario veronense nos ofrece una serie de oraciones compuestas en uno de esos contextos de tribulación por parte del papa san León Magno. Los bárbaros están a las puertas de Roma, los maniqueos están ganando adeptos (san Agustín fue uno de ellos en su juventud), el arrianismo está conquistando vastas extensiones de la catolicidad y Eutiques está poniendo en cuestión la doble naturaleza de Cristo afirmando que en la persona divina del Verbo está absorbida y, por tanto, inexistente, la naturaleza humana de Cristo. El Concilio de Calcedonia (451) hará frente a esta cuestión afirmando que Cristo es verdadero Dios y verdadero hombre.
            La paz de la Iglesia nunca está asegurada, ni tan siquiera del cristiano anónimo que no quisiera darse a conocer. Leamos este texto del Eclesiástico: “Hijo, si te acercas a servir al Señor, prepárate para la prueba. Endereza tu corazón, mantente firme y no te angusties en tiempo de adversidad. Pégate a él y no te separes, para que al final seas enaltecido. Todo lo que te sobrevenga, acéptalo, y sé paciente en la adversidad y en la humillación. Porque en el fuego se prueba el oro, y los que agradan a Dios en el horno de la humillación. En las enfermedades y en la pobreza pon tu confianza en él. Confía en él y él te ayudará, endereza tus caminos y espera en él” (2, 1-6).
            Seamos sinceros: agradar a Dios y seguir sus preceptos nunca puede ser compatible con los criterios de este mundo. Jamás. Por eso la Iglesia, si quiere ser fiel a Dios, no puede pretender granjearse el aplauso de la sociedad y si ésta le alabase, debería mosquearse porque algo mal está haciendo. Evangelizar con verdad no es sencillo. Hay que estar, como decía el pasaje bíblico anterior, preparados para la prueba; para el desprecio y abandono de la sociedad y, lo que es más duro, de las amistades, y, lo que es aún peor, de la propia familia.
            Pero ésta es la hora de los valientes; es la hora de la verdad. Es la hora de la verdadera Iglesia, la de los testigos, la de los mártires. Es la hora de dar testimonio de Cristo y su evangelio en su totalidad, sin edulcorantes, sin cortapisas. Es la hora de la siega, de los cristianos que quieren dar su vida por Cristo y no por opciones que se alejan de él. No es la hora de decir lo que otros quieren escuchar para que no nos critiquen, al contrario, es la hora de ser la voz de los pobres, de los enfermos, de los niños, de los que están por nacer, de los defensores y apostadores de la vida desde su concepción natural hasta la muerte; es la hora de hacer frente ante las imposiciones ideológicas que nos están queriendo conquistar y apoderarse de nuestras conciencias y de nuestras almas.
            Hoy como en el s. V, la Iglesia debe saber reponerse y hacer frente a quienes pretenden desestabilizarla poniendo en duda las enseñanzas de Cristo y de los concilios. Es la hora de los verdaderos testigos del evangelio, de los santos con mayúsculas y no de esos advenedizos testigos, llamados ahora, del evangelio y que siempre fueron herejes y cismáticos que rompieron la unidad de la Iglesia y de Europa.
¿Acaso no nos hemos refugiado en nuestra comodidad? ¿Acaso no hemos perdido el sentido trascendente de nuestra vida cristiana? ¿Acaso no somos conscientes de que hemos de rendir cuentas un día ante Dios? Te propongo este domingo que hagas manifestación pública de tu fe: cuélgate una cruz o una medalla por fuera; reza por los cristianos perseguidos y pide como gracia especial de este domingo que Dios te de valentía y coraje para mantener y defender siempre la fe de tu bautismo.

Dios te bendiga


miércoles, 22 de febrero de 2017

LITURGIA Y ENFERMEDAD (III)



Para concluir estos artículos sobre Liturgia y enfermedad, vamos a realizar un comentario a la oración colecta primera que aparece en el misal y que no comentamos en el segundo post.
«Tú quisiste, Señor, que tu Hijo unigénito soportara nuestras debilidades, para poner de manifiesto el valor de la enfermedad y la paciencia…» esta primera sección de la oración a la que denominamos “anamnesis”, que significa recordar, hacer memoria; está centrada en la imagen del siervo sufriente de Isaías 53y de 1 Pe 2, 25 «Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores: nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue herido por nuestras rebeldías, triturado por nuestros crímenes. Él soportó el castigo que nos trae la paz, por sus llagas hemos sido curados» (Is 53, 4-5), ubica su cumplimiento en el mismo Jesucristo. Él cual, asumiendo una humanidad real como la nuestra excepto en el pecado, sintió en sus carnes la pena de lo que no tuvo.

«…escucha ahora las plegarias que te dirigimos por nuestros hermanos enfermos, y concede a cuantos se hallan sometidos al dolor, la aflicción o la enfermedad…» “Escucha” y “concede” son los dos verbos sobre los que pivota la epíclesis de esta oración colecta. “escucha” a la Iglesia suplicante que está presente, reunida en asamblea santa, en oración litúrgica, celebrando la Eucaristía y que pide por los ausentes hermanos enfermos, esto es, “a los sometidos al dolor, la aflicción o la enfermedad”.

«…la gracia de sentirse elegidos entre aquellos que tu Hijo ha llamado dichosos y de saberse unidos a la pasión de Cristo para la redención del mundo» La aitesis (peticiones) de esta breve oración comprende una doble gracia: que los que pasan por la enfermedad, aflicción o dolor: a) se sientan elegidos como dichosos y b) se unan a la Pasión de Cristo. La enfermedad y el dolor son, ciertamente, consecuencia del pecado, pero no son castigo por los pecados. Dios quiere en su providencia divina que luchemos contra ellos usando la inteligencia y la investigación. Pero también, estas realidades entran dentro del plan de Dios de modo que estemos siempre dispuestos a completar en nosotros lo que falta a la Pasión de Cristo. Los enfermos tienen la misión de recordar, con su testimonio, a todos los cristianos e incluso a todos los hombres las realidades superiores y esenciales, así como mostrarles que la vida mortal se redime con el misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo.

El misterio de la elección está muy presente en la Sagrada Escritura y, de manera particular en el Nuevo Testamento. Mt 24, 22 habla de la salvación para los elegidos cuando se sucedan los acontecimientos últimos; Jn 15, 16 nos recuerda que no somos nosotros, sino Cristo el que nos elige. Por tanto, “la gracia de sentirse elegidos” está en estrecha relación con la predilección de Cristo por cada uno de nosotros y para llevarnos a su destino último querido: la salvación. Le enfermedad, en este sentido, es camino de salvación. Vivida en plenitud puede ser un medio del que Dios se vale para llevar a una multitud de hijos a la gloria (cf. Heb 2, 10). En la oración, a la gracia de la elección le acompaña la gracia de la Bienaventuranza (cf. Mt 5,4). Porque la mayor dicha del hombre esta en sentirse amado por Dios, elegido por Él y salvado por Él. En definitiva, la mayor y mejor bienaventuranza es la de morir con el nombre de Jesús en los labios.

Pero esta elección en medio de la enfermedad se concreta en la ser “unidos a la pasión de Cristo”, “para la redención del mundo”. El misterio de la enfermedad y del mal se ilumina, precisamente, en esta realidad espiritual: la unión mística con los sufrimientos padecidos por el Señor. Con harta frecuencia escuchamos la expresión piadosa “cargar con la cruz de Cristo”, “vivir la cruz en la vida”. Y con la misma frecuencia la entendemos en un sentido negativo, como si de una llamada a la resignación se tratase. Creo que esto es un error. La resignación no es cristiana; el conformismo anímico no es propio de un espíritu cristiano. La vivencia de la cruz en nuestro existir terrenal es, ante todo, un don y una gracia que Dios concede a quien puede cargar con ella. La cruz es fuente de vida y salvación o como canta aquella antífona bizantina “por el madero ha venido la alegría al mundo entero”.

De aquí surge una doble dimensión: por un lado hay un aspecto negativo, es decir, de dolor, de sufrimiento; pues cargar con la cruz siempre es difícil, duro, amargo y algo que repugna a la voluntad humana. Pero por otro lado, hay un aspecto positivo, pues no se puede olvidar que el misterio de Cristo no se agota en la cruz sino que culmina en la gloriosa resurrección. Esto significa, que el sufrimiento, el dolor o la enfermedad no son para siempre sino que son antesala para gozar de la plenitud de la vida, pues allá en la eternidad ya no habrá más enfermedad ni luto, ni llanto ni dolor (cf. Ap 21, 4). Cruz y gloria forman, por tanto, un único misterio: el de la pasión salvadora de Jesucristo.

Por último, este misterio de Cristo que se actualiza y concreta en la carne de nuestros hermanos enfermos no es, tampoco, un fin en sí mismo sino que está en función de la gran misión de Jesús y su Iglesia: la redención del mundo. El enfermo en su postración hace verdad lo dicho por el apóstol Pablo “Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo” (Col 1, 24). Viviendo la enfermedad como ofrenda permanente, como Hostia santa y agradable a Dios (cf. Rom 12,1) estamos contribuyendo a la salvación y santificación del mundo y de la humanidad. Ningún sufrimiento es estéril, ni se padece de balde. Al contrario, Cristo lo une a sí mismo en su eterna intercesión por el mundo, teniendo su culmen en la misma celebración del sacrificio del altar.

Así pues, con estos últimos artículos dedicados a la enfermedad y a los enfermos, hemos querido poner una luz de esperanza y paz en la pesada carga que, a veces, supone estar enfermos, sobre todo, cuando el término de una enfermedad será la misma muerte. Pero… ¿qué es la muerte sino una puerta que hemos de cruzar para contemplar a Dios y obtener la vida eterna? ¿A qué temer? ¿Acaso no es esto a lo que aspiramos? Es verdad que el drama de la muerte supone una ruptura y un abandono de los que aquí anudan nuestro querer pero ellos también serán cuidados por Dios mientras tanto. Ánimo pues, hermanos míos, vivamos la enfermedad con entereza y alegría cristiana. Demos gracias a Dios por todo y pensemos con cuanto bien estamos contribuyendo a la Iglesia y al mundo.

Dios te bendiga

P.D.: para profundizar en esto, lo mejor es leer la Constitución Apostólica Salvifici Doloris de san Juan Pablo II, quien mejor supo encarnar el misterio de la enfermedad. Aquí os dejo el enlace:





sábado, 18 de febrero de 2017

EL AMOR, MÁS ALLÁ DE LO MANDADO


HOMILIA DEL VII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            La temática de las lecturas de este domingo es el corolario de las del anterior. Si el domingo pasado el Señor nos exhortaba a superarnos moralmente frente a los fariseísmos e hipocresías que se apegan a cumplir el minimum indispensabile de la ley, hoy no basta con esto, sino que la aspiración es a la de ser santos como Dios es santo y perfectos como nuestro Padre Dios es perfecto.

            El pasaje del libro de Levítico, que es un tratado sacerdotal sobre prescripciones morales para incrementar la vida ética del pueblo, nos presenta una profecía: “seréis santos”. Pero… ¿cómo será esto? ¿Qué hemos de hacer? El mismo Dios nos da tres claves: 1. No odiar; 2. No buscar venganza ni albergar rencor; 3. Amar al prójimo como a uno mismo. Sobre la prescripción de no odiar, el texto nos llama a ponerla por obra advirtiendo al otro de su pecado, pues el mayor acto de odio es consentir la condenación del prójimo impidiendo cualquier posibilidad de salvación para éste. De ahí nace el grave deber de la Iglesia, cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios, de denunciar todo aquello que corrompe la verdad y socaba los fundamentos más profundos de la esencia del hombre.

            La compasión y misericordia como atributos de Dios, que el salmo no invita a cantar en esta liturgia de alabanza, vienen a poner delante de nosotros cuál es el origen de la santidad que el hombre quiere vivir. Cuando en las catequesis o charlas se aborda este tema se presenta como si de un premio o un fin en sí mismo se tratase, como si ser santo fuera algo que obtenemos al final de la vida. Y vemos que los textos de hoy nos dicen lo contrario: la santidad es un don de Dios que se nos ha dado en el bautismo y que configura y define a los miembros de la Iglesia; hasta el punto de que san Pablo dirá en su Carta a los Corintios que los cristianos son templo de Dios y el templo de Dios es santo, luego los cristianos son el pueblo de los santos. Pero claro, muy ingenuos seriamos si pensáramos que la santidad es un medio de vida que ya tenemos. No. La santidad es potencia y acto: es decir, acto en cuanto que se nos ha dado por el bautismo, pero potencia en tanto en cuanto la vayamos viviendo y actualizando cada día con nuestros actos, palabras y pensamientos asistidos por la gracia divina. La santidad es, básicamente, tomar conciencia del bautismo y, por ende, de nuestra pertenencia a Cristo, como dice san Pablo “vosotros de Cristo y Cristo de Dios”.

            El mismo filón teológico-espiritual del Levítico será retomado por Jesús en su predicación. Seguimos en el llamado “Sermón de la Montaña”. Tras la Bienaventuranzas como programa de vida del cristiano, la imagen de la sal y la luz como dinamismo misionero del mismo y la llamada a la superación moral de la estricta ley, Jesús sigue desarrollando este último tema aboliendo la antigua “ley del talión”. Recibe su nombre de la palabra latina “Talis” que significa “tal como” o “semejante”. Esta ley aparece en el código de Hammurabi y en la ley romana de las 12 tablas. Al contrario de lo que pudiera parecer, la redacción de esta ley supuso un progreso moral ya que limitaba la venganza a la exacta reciprocidad, esto es, la hacía proporcional al daño causado. Pero Jesús no se conforma con ni con la exacta reciprocidad ni con la proporcionalidad humana. Él va más allá; por eso enumerará una serie de acciones que suponen la superación del rencor y la venganza, que ya rechazaba el Levítico.

            La frase que desencadena la nueva ley moral de Jesús es la de “no hagáis frente al que os agravia” inspirada en Proverbios 25, 21: “si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber” y en Romanos 12,21: “no te dejes vencer por el mal, antes bien vence al mal con el bien”. Jesús rechaza una resistencia violenta, Él quiere una psicológica y moral que obligue al adversario a cambiar internamente. Sólo así se consigue la perfección. Idea ésta última interesante de  comentar: la palabra griega que usa el evangelista para hablar de “ser perfecto” es “teleioi” (teleioi) del sustantivo griego “teleios” que implica una obra acabada y perfecta a la que no falta nada. En lenguaje bíblico significa “lo que es conforme al ideal divino” es decir, la vivencia fiel a la alianza y al amor constante. Así pues, la perfección supone un movimiento constante y perseverante hacia el sumo bien, en otras palabras: un progreso dinámico de la santidad, una búsqueda incesante de la santidad.

Esto es a lo que Jesús nos llama hoy: a no quedarnos, de nuevo, en la pura literalidad de la ley, a superarnos cada día en nuestra vivencia del cristianismo. Porque, hermanos míos, esto es lo que distingue al cristiano de las buenas personas: la capacidad de amar a los enemigos, de rezar por ellos, de no sucumbir a los instintos primarios de la venganza o del odio. Este es el “plus” que el cristianismo añade a la pura y desnuda filantropía. Quien vive de esta manera obtendrá méritos de santidad para con Dios pues como bien dice el prefacio I de los santos “al coronar sus méritos, coronas tu propia obra”.

Hermanos míos, no podemos quedarnos en un cristianismo ramplón y descafeinado. El amor cristiano o escandaliza al mundo o no es verdadero amor. ¿Qué nos impide vivir esto? ¿Dónde quedó nuestra pasión por Cristo? ¿Quiero ser santo o mediocre? ¿Tengo conciencia de ser parte del templo vivo de Dios? ¿La compasión y la misericordia son virtudes en mí? ¿En qué lugar del camino las dejé? Pidamos, pues, la asistencia del Espíritu para que cada día nos superemos moralmente, espiritualmente y humanamente y hagamos realidad en nuestra sociedad ese mundo nuevo que anhelamos de justicia y paz, que es el Reino de Dios. Reino de paz y justicia, Reino de vida y verdad que habrá de advenir al final de los tiempos.

Dios te bendiga

viernes, 17 de febrero de 2017

DOMINGO VII DEL TIEMPO ORDINARIO




Antífona de entrada

«Señor, yo confío en tu misericordia: alegra mi corazón con tu auxilio y cantaré al Señor por el bien que me ha hecho». Del salmo 12 versículo 6. El orante necesita experimentar el auxilio de la misericordia de Dios para poder tener, de nuevo, un motivo para cantar y exaltar de júbilo. La misa de este domingo pretende dar esa razón al fiel para que pueda vivir la celebración con un corazón jubiloso ¿qué motivo será? La doctrina de su palabra y el alimento de sus misterios.

Oración colecta

«Dios todopoderoso y eterno, concede a tu pueblo que la meditación asidua de tu doctrina le enseñe a cumplir, de palabra y de obra, lo que a ti te complace. Por nuestro Señor Jesucristo». Esta oración está presente tanto en el sacramentario gelasiano (s. VII-VIII) como en el gregoriano (s. IX) se mantuvo en el misal romano de 1570 y el de Pablo VI lo conservó tal cual.

La oración pivota sobre tres verbos: “meditar”- “cumplir”- “complacer”. Para comprender esta oración hemos de partir de la voz de Dios en el pasaje de la Transfiguración: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco, escuchadlo” (cf. Mt 17,5; Mc 9,7 y Lc 9, 35) y unirlo a la descripción que hace Jesús de su nueva familia: “mejor, bienaventurados los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11, 28 y cf. Mc 3, 35); de tal modo que, lo que Dios pide es que escuchemos la doctrina de su hijo amado, Jesucristo, y la pongamos por obra para formar parte, en verdad, de la familia de los hijos de Dios.

Así pues, la gracia que demandamos en esta oración es doble: por un lado, la de meditar la palabra de Dios (doctrina) y, por otro, la coherencia fe-vida (cumplir de palabra y de obra) para agradar (complacer) a Dios.

Oración sobre las ofrendas

«Al celebrar tus misterios con culto reverente, te rogamos, Señor, que los dones ofrecidos para glorificarte nos obtengan de ti la salvación. Por Jesucristo nuestro Señor». Tomada de la compilación veronense (s. V). La doble dimensión de la liturgia esta bellamente expresada en esta oración: la liturgia es culto y glorificación de Dios y fuente de salvación y santificación para el hombre. Del mismo modo, se destaca el tema de la participación activa de los fieles que han de asistir a la celebración con una actitud de culto “reverente”, es decir, de manera piadosa, consciente y atenta.

Antífonas de comunión

«Proclamaré todas tus maravillas; quiero alegrarme y regocijarme en ti y cantar himnos a tu nombre, Altísimo». Inspirada en el salmo 9 versículos del 2 al 3. Sigue en la misma línea que la antífona de entrada de la misa. El orante ya ha experimentado aquella gracia que pedía el salmo 12 y por eso, en el momento de comulgar, el fiel puede tener razones, más que sobradas, para poder acercarse a este misterio de unión con Dios y con el prójimo. La alegría y regocijo que se experimenta en cada comunión sacramental debe ser transparentada y comunicada externamente con el cambio de vida, que es el mejor himno de alabanza.

«Señor, yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo». Del capítulo 11 versículo 27 del cuarto evangelio. No es sino una confesión de fe ante la presencia real y sacramental de Cristo. Pues bien sabemos los católicos que en la blanca Hostia esta toda concentrada toda la divinidad y gloria del cielo, esto es, el Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad de Jesús.

Oración después de la comunión

«Concédenos, Dios todopoderoso, alcanzar un día la salvación eterna, cuyas primicias nos has entregado en estos sacramentos. Por Jesucristo nuestro Señor». Al igual que la oración colecta, la encontramos por vez primera en el sacramentario gelasiano y luego en el gregoriano; fue conservada en el misal romano de 1570 y el de Pablo VI nos la ha vuelto a ofrecer para nuestra edificación espiritual.

La antífona del Magníficat para las II Vísperas del Corpus dice: “Oh sagrado banquete, en que Cristo es nuestra comida; se celebra el memorial de su pasión; el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura”. El banquete eucarístico que acabamos de celebrar se nos presenta, precisamente, como prenda. Este vocablo en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua tiene varias acepciones, nos fijamos en la 4 y la 5. Dice así: acepción 4: “f. Cosa que se da o hace en señal, prueba o demostración de algo” y 5: “f. Cosa no material que sirve de seguridad y firmeza para un objeto”.

En conjunto, la Eucaristía es prenda de la gloria futura o primicia de la salvación eterna (cf. Jn 6, 54) en tanto en cuanto es una señal que pretende demostrarnos lo que nuestros ojos, y no otros, un día podrán ver (cf. Job 19, 27). Pero la Eucaristía no es una señal ficticia o simbólica, sino una señal real y presencial de Cristo, por eso no es solo prenda sino también primicia de aquel objeto, seguro y firme, de contemplación eterna.
                                                                              


Visión de conjunto

            Seguramente, querido lector, el defecto que menos soportamos una persona es, sin duda, la hipocresía, es decir, el “fingimiento de cualidades o sentimientos contrarios a los que verdaderamente se tienen o experimentan RAE dixit. Generalmente, la hipocresía viene acompañada de la incoherencia hasta el punto de que hipocresía e incoherencia no se distinguen clara y distintamente.

            Precisamente, este es el gran pecado del que se nos acusa a los cristianos, hasta tal punto es así, que el mismo Concilio Vaticano II lo expresa con estas palabras: «en esta génesis del ateísmo pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que, con el descuido de la educación religiosa, o con la exposición inadecuada de la doctrina, o incluso con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión» (cf. GS 19c). Palabras duras éstas para tomar muy en cuenta la vivencia coherente de nuestra fe.

            En este domingo, la oración colecta nos invita a la meditación asidua de la doctrina de Cristo; pero seriamos muy ingenuos (por no decir protestantes) si la circunscribiremos a los datos evangélicos, es decir, quedarnos solo con lo que literalmente se expone en los cuatro evangelios. No. La doctrina de Cristo es la recogida tanto en los escritos canónicos (la Biblia) como la comunicada por la Tradición de la Iglesia. De ahí que cuando la Iglesia expone una verdad de fe hemos de tomarla como si del mismo Cristo hablando se tratase.

            Por desgracia, no siempre esto se tiene muy claro. Basta ver cómo está el variopinto mosaico eclesial para descubrir que sobre ciertos temas cada uno tiene su opinión y se pugna para que sean verdad. Respecto a la última polémica suscitada por el tema del acceso a la comunión por parte de los divorciados vueltos a casar (civilmente) y que el mismo Cristo lo denominado “adulterio” (cf. Mt 5, 27-32; Mc 10, 11-12; Lc 16,18) el dato tradicional y revelado es que no les está permitido por vivir en desacuerdo a la ley de Dios, es decir, por vivir en pecado mortal; del mismo modo que cualquier otro pecado mortal (robo, fornicación, infidelidad, matar, blasfemar, profanar, injuriar, difamar, etc) impide el acceso a la comunión si no se confiesa de ello y, además, no se hace un firme propósito de no persistir en él (Decreto del Concilio de Trento del 25 de noviembre del 1551 cap. 4, DH 1676). Y sin embargo, vemos como hay episcopados (Alemania, Malta o Filipinas) que lo permiten tan ricamente sin que nadie les advierta de esto. Otro ejemplo: hace poco hemos visto como la mediática monja de ¿clausura? Sor Lucia Caram sale en un programa de televisión ciscándose en la virginidad de María y ¿creen ustedes que alguien ha dicho algo? Pues no. Según ella, desde Roma le dicen que “esté tranquila”.

            Pero con estas incoherencia entre lo que predicamos y vivimos o entre dogma y pastoral, entre teoría y práxis ¿Cómo vamos a evangelizar? ¿Cómo vamos a presentar un testimonio coherente de fe y amor a Jesucristo?

Estamos, ciertamente, ante un momento importante de plaga de incoherencia que no debemos permitir que siga campando a sus anchas. No. El mundo espera de los cristianos algo diferente a lo que otros le presentan. La defensa de la vida, de la familia, del matrimonio, de la libertad y dignidad de los hijos de Dios no admite ni cortapisas ni esperas ni rebajas. Lo contrario será siempre confundir misericordia con permisividad. Dios es justo y misericordioso pero no es permisivo ni “pasota” al estilo “laissez faire laissez passer” proto-liberal.

Y para que esto no sea simple demagogia ideológica vamos a acudir a un texto bastante elocuente de la Escritura: «No digas: «He pecado, y ¿qué me ha pasado?», porque el Señor sabe esperar. Del perdón no te sientas tan seguro, mientras acumulas pecado tras pecado. Y no digas: «Es grande su compasión, me perdonará mis muchos pecados», porque él tiene compasión y cólera, y su ira recae sobre los malvados. No tardes en convertirte al Señor, ni lo dejes de un día para otro, porque de repente la ira del Señor se enciende, y el día del castigo perecerás» (Eclo 5, 4-7).

En fin, el tema central del formulario de la misa de este domingo está en que no basta con solo conocer por teoría sino que debemos esforzarnos para vivir coherentemente lo que sabemos que se debe hacer y para ello la liturgia es la mejor y más eficaz ayuda ya que nos hace salir místicamente de nosotros y nos pone cara a cara con el mismo Dios velado en los signos sacramentales de su Palabra, del pan y del vino.

Así pues, como ejercicio espiritual para este domingo hazte una lista de situaciones o motivos que te impiden vivir coherentemente la fe, analiza sus causas y pídele a Dios la fuerza y la gracia para salir de ellas y volver a Él, volver a experimentar su amor y su misericordia que, como dice otra oración, nuestros pecados retardan.



Dios te bendiga

           


miércoles, 15 de febrero de 2017

LITURGIA Y ENFERMEDAD (II)



Oración colecta
            El misal de Pablo VI ofrece dos colectas: la primera es de nueva incorporación mientras que la segunda está tomada del eslabón precedente, es decir, del misal de Pio V reformado por san Juan XXIII, de la misa por los enfermos. De momento veremos la oración tradicional, la colecta primera la estudiaremos más adelante.

«Dios y Señor nuestro, salvación eterna de cuantos creen en ti, escucha las oraciones que te dirigimos por tus hijos enfermos; alívialos con el auxilio de tu misericordia para que, recuperada la salud, puedan darte gracias entre tu Iglesia. Por nuestro Señor Jesucristo».
Esta oración tradicional recoge varios aspectos:
1. La salvación está ligada a la creencia en Dios: un dato de fe tradicional en la Iglesia y mantenido siempre por ella. "Creed en Dios y creed también en mi" dice el Señor en su evangelio (Jn 14, 1). Para la salvación es necesaria la fe. Pero no una fe cualquiera, sino una fe de adhesión personal a Dios y a Jesucristo. 
2. El objeto de la petición son los enfermos: ellos son objeto de predilección por parte de la Iglesia. No se especifica qué tipo de enfermos, sino que el concepto es amplio para que abraque tanto a los que sufren en su cuerpo como a los que padecen problemas psíquicos.  
3. El “auxilio de tu misericordia” es el nombre con el que se identifica la gracia que demandamos a Dios por ellos: idea que, si ustedes recuerdan, ya se expuso en el artículo anterior. La primera palabra de la antífona de entrada vuelve a traerse aquí como una gracia especial que ha de amainar los dolores de la enfermedad.  
4. El final de la oración es un tanto ambiguo: la expresión “puedan darte gracias entre tu Iglesia” puede ser interpretado negativamente como si la enfermedad apartase de la comunidad o bien, y creo que esta es la más correcta, deberíamos entender la expresión iglesia como asamblea litúrgica.
Oración sobre las ofrendas
«Oh Dios, bajo cuya providencia transcurre cada instante de la vida, recibe las súplicas y oblaciones que te ofrecemos por nuestros hermanos enfermos, para que, superado todo peligro, nos alegremos de verles recobrar la salud. Por Jesucristo nuestro Señor».
Tomada de la misa por los enfermos del misal romano de 1570. La invocación del nombre de Dios va acompañada por el atributo divino “providencia”. Nuestra vida no está determinada por los hados ni por la casualidad ni por el azar; sino por el gobierno amoroso del Padre eterno. Y esto es fuente de consuelo y esperanza pues indica que no estamos expuestos a un futuro incierto y descorazonado sino que caminamos hacia un horizonte eterno y mejor.
Los dones que se presentan en el altar tienen como fin no solo el trueque eucarístico, es decir, la conversión del pan y el vino en Cuerpo y Sangre del Señor; sino la salvación integral de los enfermos. Esa salvación integral se realiza en la medida en que el enfermo es asociado a la obra redentora del Salvador que se actualiza en el altar. 
Oración después de la comunión
«Oh Dios, singular protector en las enfermedades, muestra el poder de tu auxilio con tus hijos enfermos, para que, aliviados por tu misericordia, vuelvan sanos y salvos a tu santa Iglesia. Por Jesucristo nuestro Señor».
Tomada, también, de la misa por los enfermos del misal romano de 1570. Dios es denominado ahora como “singular protector en las enfermedades”. La idea de protección va unida a la de providencia de la oración anterior. Dios es protector, no en la medida en que defiende, porque a veces consiente; sino en la medida en que vela y cuida de sus hijos.
Vuelven a repetirse dos ideas de la oración colecta de 1570: 1. La misericordia como gracia especial y 2. La vuelta a la Iglesia. En esta última idea repetimos lo dicho anteriormente: debemos entender la asamblea litúrgica y no la Iglesia como límites geográficos o demográficos.
Conclusión
En conclusión, de estas oraciones es interesante hacer una recapitulación de los atributos divinos: "salvador", "providente" y "protector". Estos tres atributos volcados hacia los enfermos presentan una imagen de Dios-samaritano que puede iluminar mucho la vivencia de la enfermedad. Dios quiere salvar a su hijos enfermos con su cuidado y providencia.
La enfermedad no es ningún sin sentido ni un castigo divino por algún anónimo pecado del pasado. No. La enfermedad, vivida desde la lógica de Dios, puede ser un don. Comprendo que esto es escandaloso, pero desde la experiencia que uno tiene de un familiar enfermo cercano creo que podré explicarlo.
La enfermedad es un don en la medida en que entra, en virtud de la providencia divina, dentro del designio salvífico que Dios tiene para nosotros. Una enfermedad puede contribuir muy eficazmente a la salvación personal o de otro cuando es aceptada y vivida como un don, como un gesto de amor, como un regalo y oportunidad que Dios nos da para cooperar en la obra de la redención. Así lo han vivido los santos y así es como deberíamos vivirlo los cristianos.
La enfermedad puede aportarnos la grandeza de alma, la generosidad de corazón para con Dios. Saber que somos protegidos, esto es, cuidados por Dios, infunde esperanza y confianza en el corazón. Así pues, la providencia y la protección son las formas en las que Dios concreta su acción salvadora en nosotros tanto por medio de la enfermedad como por medio de aquellos que están cerca de los enfermos. Pero de los cuidadores y acompañantes de enfermos hablaremos otro día.
                                                        Dios te bendiga

sábado, 11 de febrero de 2017

DICHOSO EL QUE CAMINA EN LA VOLUNTAD DEL SEÑOR


HOMILIA DEL VI DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            El domingo VI del “Tempus per annum” de este ciclo A nos ofrece meditar en esta homilía sobre la importancia de buscar y realizar la voluntad de Dios, es decir, aquello que Dios quiere como lo mejor para mí.

            El libro del Eclesiástico, cuyo autor es del s. II a.C., sabe conjugar la sabiduría tradicional pagana con la tradición sapiencial judía. Se presenta ante nosotros con la siguiente disyuntiva: o elegir fuego o elegir agua, o elegir muerte o elegir vida. La vida y el agua, que son sinónimos, supone querer los mandatos de Dios, cumplir su voluntad y escudriñar su sabiduría; mientras que el fuego y la muerte, que son sinónimos, supone escoger las acciones del hombre (vs los mandatos de Dios), el pecado (vs cumplir su voluntad) y la mentira (vs la sabiduría divina). De tal modo que ambas cosas ni pueden ser elegidas ni pueden ser tenidas porque virtud y pecado son tan opuestos como el fuego al agua y la muerte a la vida.

            Así pues, al hombre lo que más le conviene es optar siempre y de manera firme y definitiva por querer cumplir la voluntad de Dios, seguir sus mandatos e inteligir su sabiduría. La seguridad de que obrando así no nos equivocamos nos la ofrece el salmo responsorial en forma de bienaventuranza “Dichoso el que camina en la voluntad del Señor”.

            El salmo 118 es una oda a la ley de Dios. Una pieza única de la arquitectura literaria bíblica. Sus versos están configurados de tal manera que sus estrofas y divisiones recogen 7 +1 expresiones sinónimas de la ley de Dios, como queriendo indicar al orante que la voluntad de Dios es la perfección extrema, llevada al grado superlativo: pues si el 7 es un número simbólico que indica perfección y plenitud, 7 + 1 será la perfección y plenitud más radical. 7 + 1 da como resultado de la suma un total de 8, otro número de excepcional contenido simbólico para el mundo semita y protocristiano.

            El 8 es un número que supera todo cálculo humano. Es el número de la vida eterna, de la resurrección, de la plenitud de vida y existencia cristiana. Los baptisterios de la antigüedad, por ejemplo, estaban edificados sobre planta octogonal. Sirva como ejemplo este verso de san Ambrosio de Milán elogiando la pila bautismal del baptisterio de santa Tecla de Milán: “Se ha levantado un templo de ocho nichos, para santos fines; una fuente bautismal octogonal es un don que le conviene”. La simbología del 8 llega a su culmen en los relatos de apariciones de Cristo cuando vienen enmarcados al octavo día como en la aparición al apóstol Tomás (cf. Jn 20, 26).

            Con esta explicación simbólica, quizá un tanto farragosa dada mi torpeza, quiero decir que solo dejándonos guiar por las inspiraciones divinas y buscando y cumpliendo la voluntad de Dios nuestra vida cambia totalmente, entramos en una nueva dimensión espiritual: la dimensión del justo de la que hemos hablado en homilías anteriores. El hombre nuevo es el que resurge de las cenizas de su pecado, cual ave Fénix, y por la acción de la gracia entra en la vida de los hijos de Dios, disfruta de la herencia que Cristo nos ha ganado. En otras palabras: el hombre experimenta el misterio de la misericordia en sí mismo en la medida en que no obedece a leyes humanas inicuas sino que se fía del dato inmutable y eterno que el ofrece la Palabra de Dios.

            En este sentido, san Pablo en su carta a los Corintios nos indica cuál es (o quién es) la sabiduría de Dios: que no es un misterio abstracto, que no es ningún tipo de gnosis, que no es un concepto puramente nominal y sin base real; sino al contrario: el mismo Señor crucificado, el Señor de la gloria. Ése es nuestra sabiduría. Y nos ha sabido dado a conocer (revelado) por medio del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones. El Espíritu que nos hace hermanos en Cristo y que nos hace hijos en el Hijo.

            Y esto, queridos hermanos, comporta un riesgo para nosotros, pero ¿qué es la vida cristiana sino un don y una tarea de alto riesgo? Y el riesgo está en que seguimos el destino y los pasos de un crucificado, de aquel Maestro, Señor y Mesías que no vino a abolir la ley sino a darle cumplimiento, como hemos escuchado en el Evangelio de hoy.

            Cristo ha llevado con su vida y su predicación la ley al octavo día, es decir, a su perfección: no ha presentado ninguna dicotomía entre culto y compromiso social, como hoy algunos pretenden; no ha venido a regalarle los oídos a nadie, como hoy algunos quieren. Cristo ha mantenido el dato tradicional del Antiguo Testamento dándole un sentido profundo y verdadero: recuperar la voluntad originaria de Dios.

            Ante la corrupción moral a la que habían llegado los diversos grupos y sectas religiosas judías en la interpretación de la ley, Cristo quiere volver al sentido primero del plan de Dios. ¿No nos faltará a nosotros arrojo en la predicación? ¿No estaremos nosotros más pendientes de agradar al mundo que de predicar y vivir en la verdad? ¿No tendremos nosotros, como aquellos, esa extraña y seductora tentación de adaptar la verdad del Evangelio a los criterios del mundo? ¿No se estará infiltrando en nosotros el espíritu de mundanidad tan criticado por el papa Francisco?

            Por lo pronto, la predicación de Jesús hoy es una llamada a afinar la conciencia y a formarla rectamente según el Evangelio y la tradición de la Iglesia. No es este tiempo para componendas ni para pactos de silencio, sino para subir a la atalaya como el vigía de la noche y gritar a todos que es necesario convertirse, abrazar la voluntad de Dios en nuestras vidas y obtener así vida eterna, vida en abundancia.

Dios te bendiga

viernes, 10 de febrero de 2017

DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO



Entremos con espíritu nuevo en la liturgia que se nos da como regalo en este domingo VI del tiempo ordinario (tempus per annum).
Antífona de entrada

«Sé la roca de mi refugio, Señor, un baluarte donde me salve, tú que eres mi roca y mi baluarte; por tu nombre dirígeme y guíame». Tomada del salmo 30 versículos 3 al 4. Es un salmo de lamentación. El orante se dirige a Dios en medio del peligro con una recia actitud de confianza pues sabe que solo Dios puede salvarlo. Con esa misma confianza somos invitados a entrar en la celebración. Dios es la única protección de nuestra vida, el único puerto donde nuestro corazón descansa tranquilo.

Oración colecta

«Señor, tú que te complaces en habitar en los rectos y sencillos de corazón, concédenos vivir por tu gracia de tal manera que merezcamos tenerte siempre con nosotros. Por nuestro Señor Jesucristo». Tomada del sacramentario gelasiano antiguo (s. VIII) en la misa de vigilia de la Ascensión del Señor. Con una gran carga bíblica: un corazón no ambicioso (cf. Sal 130,1), los pequeños (cf. Mt 11, 25 y Lc 10,21), recto es el corazón de José de Arimatea (Lc 23, 50), la sencillez de corazón está recomendada por el apóstol Pablo (cf. Flp 2, 15). El corazón es la sede de las pasiones y sentimientos del hombre. Para el mundo hebreo, el corazón es sinónimo de espíritu, memoria o conciencia. Dios conoce el corazón del hombre (cf. Sal 138, 1.23), no juzga por apariencias (cf. 1Sam 16,7). Esta oración recoge toda esta tradición y pide estar siempre muy unido a Dios, es decir, se trata de la inhabitación de Dios en el justo, puesto que la expresión “rectos y sencillos” es sinónimo de “hombre justo”.
Oración sobre las ofrendas

«Señor, que esta oblación nos purifique y nos renueve, y sea causa de eterna recompensa para los que cumplen tu voluntad. Por Jesucristo nuestro Señor». Esta oración no se halla en los sacramentarios precedentes por lo que pensamos que ha sido incorporada en el misal del beato Pablo VI. Recoge y continúa el tema de la oración colecta, esto es, un corazón puro y renovado (cf. Sal 50, 12) para que Dios pueda morar en él, auténtica y verdadera recompensa del hombre justo.
Antífonas de comunión

«Ellos comieron y se saciaron, el Señor les dio lo que habían pedido; no fueron defraudados». Inspirada en el salmo 77 versículos 29 al 30. En verdad, el Señor es el único que nunca defrauda. Cuando los fieles se acercan a comulgar ponen gran confianza en que el Cuerpo del Señor les renovará y sanará las heridas de su corazón y esas expectativas son cumplidas, con creces, puesto que Dios se vuelve generosísimo ante el hombre que pide su alimento (cf. 104, 27-28).

«Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». Del Evangelio de Juan capítulo 3 versículo 16. El Señor es salvación y el Señor dado en comunión es entregado nuevamente al mundo para su salvación, esto es, la vida eterna.
Oración después de la comunión

«Alimentados con el manjar del cielo te pedimos, Señor, que busquemos siempre las fuentes de donde brota la vida verdadera. Por Jesucristo, nuestro Señor». Tomada del sacramentario gelasiano antiguo y presente también en el misal romano de 1570 en el VI domingo después de Epifanía. Es una oración eminentemente bucólica. Hay un manjar y una bebida. El manjar del cielo es el alimento eucarístico que nos impulsa a ir a las fuentes del agua de la gracia que purificarán el corazón para que esté pueda suspirar por la eternidad, o en palabras de san Agustín “nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti” (Confesiones 1, 1,1).
Visión de conjunto

            Todos pasamos la vida deseando algo que no tenemos. Con frecuencia tenemos sueños por realizar, planes por desarrollar y metas que alcanzar. Cada cual la suya. Pero hay una aspiración que reside, de una manera u otra, en el deseo de los hombres: la felicidad. Nos repugna la tristeza, la amargura, el dolor, etc. Sin embargo, la vida esta tejida, cual tapiz, por el binomio felicidad-infelicidad. La felicidad no es un fin en si mismo, sino un medio para vivir.

            Pasar la vida buscando la felicidad por sí misma es una continua utopía, es decir, algo inalcanzable por ser inexistente. La felicidad no es un lugar en el que vivir sino un estado de vida a mantener, de tal modo que habrá gente que en la peor de sus desgracias mantenga un ánimo impertérrito y una felicidad constante.

            Pero la felicidad no surge de la nada ni por generación espontánea ni por azar, sino que tiene una causa y un origen. La felicidad esta en Dios mismo. Dios es la felicidad absoluta y en la medida en que creamos en Él y nos fiemos de Él podremos experimentar la felicidad en nosotros. ¿Pero esto como es posible? ¿Cómo llega esta felicidad a mi vida?

            La teología espiritual ha hablado siempre de un concepto teológico, misterioso y sorprendente, al que ha llamado “inhabitación de la Trinidad en el justo”; o dicho con otras palabras: la presencia de Dios en el corazón del hombre piadoso.  La Sagrada Escritura dice: “Si alguno me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él” (Jn 14, 23). Eso es lo que pretende, precisamente, Dios con cada uno de nosotros: hacer morada, poner su tienda en nosotros. Pero para que esto pueda darse son necesarias algunas condiciones: un corazón puro, recto y sencillo.

            La vida de la gracia es conditio sine qua non para que Dios haga verdad su palabra en nosotros. Vivir en gracia de Dios debe ser el propósito de cada cristiano al comenzar el día. Evitar el pecado, ayudado por la misericordia de Dios, es lo primero que debemos programar. Vivir en gracia es vivir conforme a lo que Dios quiere y pide de nosotros. La coherencia fe - vida se hace hoy más necesaria que nunca. El corazón, pues, se hace puro en la medida en que es sanado por la gracia misericordiosa de Dios que se derrama en los sacramentos, en particular dos: comunión y reconciliación.

            Por otra parte, el corazón se hace recto en cuanto que es dirigido por la ley divina que lo inspira, es decir, por los mandamientos (los diez) y los preceptos morales del Evangelio. Y el corazón se vuelve sencillo mediante la docilidad que presta a la gracia de Dios y a las inspiraciones divinas.

En este corazón es donde Dios quiere habitar. En cada participación de la Eucaristía se actualiza y anticipa la participación escatológica en la cena del Cordero (cf. Ap 3, 20) pero para que este mortal encuentro se dé la casa ha de estar preparada y dispuesta, es decir, limpia de pecado.

Una vez efectuado este encuentro gozoso, la felicidad hará morada en el corazón del hombre piadoso y nunca se apartará de él, venga lo que venga, y se desarrollen las circunstancias que se desarrollen.

Así pues, en este domingo proponte hacer una buena confesión en cuanto te sea posible. Cuando comulgues, pídele a Dios que habite en lo más profundo de tu alma, que nunca se separe de ti.

Dios te bendiga