sábado, 28 de octubre de 2017

AMAR A DIOS Y AL PRÓJIMO


HOMILÍA DEL XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Queridos hermanos en el Señor:

            Las lecturas de este domingo no admiten muchas explicaciones puesto que son bastantes elocuentes por si mismas. Le ley de Dios se fundamenta y sostiene en dos pilares: el amor a Dios y el amor al prójimo. Ambas cosas no son contradictorias sino que van de la mano hasta el punto de depender la una de la otra.

            La pregunta tramposa que le hacen los juristas judíos a Jesús es muy sencilla “¿Cuál es el mandamiento principal de la Ley?” esto es, dónde está el núcleo y síntesis de todo lo dispuesto por Dios; dicho de otra manera ¿Qué es lo que más agrada a Dios y da sentido a toda la ley de su voluntad?

Aunque lejana en el tiempo, esta pregunta continúa formulándose de distinta manera en nuestro tiempo. No son pocas las veces qué oímos “Es más importante hacer buenas obras que rezar tanto”, “los que van a misa son los peores porque mucho golpe de pecho pero luego no ayudan a nadie”, o la frase bochornosa del liberal y agnóstico americano, Robert G. Ingersoll “las manos que ayudan son más nobles que los labios que rezan”. Olvidando, precisamente, que los labios que rezan pertenecen, la mayoría de las veces, a las manos que ayudan.


La respuesta de Jesús despeja toda duda que pueda surgir en este binomio Dios-prójimo. El amor a Dios no es otra cosa que la vivencia fiel de la Alianza con Él. El amor a Dios es un movimiento de la persona entera (corazón, alma y ser), de su voluntad de acción. En este empeño, el hombre ha de poner toda su vida y sus capacidades. Del amor a Dios es el fundamento de toda la ley y el manantial de donde fluyen el resto de preceptos, incluido el de Lv 19, 18 donde se indica el amor al prójimo.

Pero incluso el amor al prójimo, para los cristianos, es un mandamiento determinado por la cláusula “como a ti mismo”. ¿Cómo entender esto? Si hay gente que no se estima ni se quiere ¿cómo puede amar, así, a nadie? Debemos saber interpretar esta expresión. El “como a ti mismo” depende del amor a Dios ¿por qué? Porque cada uno de nosotros es, en sí mismo, imagen y semejanza de Dios; y esto es lo que debemos aprender a ver en los demás, de ahí que amar al prójimo como a uno mismo significa amar la imagen de Dios en el otro, el reflejo de mi yo en un tú que me interpela y me hace procurar y querer su bien. Esta es la base del humanismo cristiano: descubrir la presencia de Dios en el prójimo, por eso Jesús dice “el segundo es semejante al primero”, porque amar a Dios y amara al prójimo en cuanto imagen de Dios, es lo mismo. No hay distinción.


Esta identificación de la caridad, que como hemos pedido en la oración colecta, debe ir aumentando en nosotros,  es el nudo que unifica y sostiene toda la Torá, es decir, la ley judía y la nueva ley de los cristianos. Aquí radica el “quid” del avance moral del cristianismo. Luego, la lectura del libro del Éxodo será la que nos ayude a concretar ese amor a Dios y al prójimo; la búsqueda de la justicia y de la misericordia.

Así pues, queridos hermanos, no nos podemos conformar con las críticas frívolas ni los consejos edulcorantes de que solo basta con ser buenas personas. No. Lo nuestro no es altruismo ni filantropía sino Amor con mayúsculas. Un amor sin medida a Dios y sin límites al prójimo, amando en ellos lo que amamos en nosotros, esto es, nuestro ser imagen y semejanza de Dios, hijo de Dios por adopción. Así sea.
                                                           Dios te bendiga


viernes, 27 de octubre de 2017

DOMINGO XXX DEL TIEMPO ORDINARIO





Antífona de entrada

«Que se alegren los que buscan al Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro». Tomada del salmo 104, versículos del 3 al 4. Una constante de la vida cristiana es la incesante búsqueda de Dios. El cristiano siente premura por ver el rostro de su Dios. Esta búsqueda esta tejida por el anhelo y la alegría. La celebración de la Eucaristía nos ofrece un lugar propicio para encontrarnos con el Señor. Iniciemos, pues, la santa misa haciendo nuestras estas palabras del salmo “que se alegren los que buscan al Señor”.

Oración colecta

«Dios todopoderoso y eterno, aumenta nuestra fe, esperanza y caridad, y, para que merezcamos conseguir lo que prometes, concédenos amar tus preceptos. Por nuestro Señor, Jesucristo». Ha estado presente en todas las fuentes de la tradición litúrgica: compilación veronense (s. VIII), los sacramentarios gelasianos y en el misal romano de 1570. No así en el gregoriano. Esta oración vuelve a poner de manifiesto las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad como los medios de gracia necesarios para amar a Dios, buscar su voluntad y quererla para nosotros. La fe en Dios que nos llama a servirle, la esperanza en Dios para fiarnos de su poder; y la caridad que se vive, en este caso, como amor incondicional a Dios y a todo aquello que nos pida.

Oración sobre las ofrendas

«Mira, Señor, los dones que ofrecemos a tu majestad, para que redunde en tu mayor gloria cuanto se cumple con nuestro ministerio. Por Jesucristo, nuestro Señor». De nueva creación. El ministerio sacerdotal es la causa instrumental que hace posible que la substancia del pan y del vino sea, realmente, substancia del cuerpo y sangre del Señor, esto es, la transubstanciación. Pero, como ya dijimos en otras ocasiones, la realización de los sacramentos es, en último término, para glorificar y alabar a Dios.

Antífonas de comunión

«Que nos alegremos en tu salvación y glorifiquemos el nombre de nuestro Dios». Tomada del salmo 19, versículo 6. En línea con lo antes dicho en la antífona de entrada, la alegría del encuentro con Dios haya su cenit en el momento de la comunión sacramental, donde la salvación se hace comida y alimento espiritual.

«Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación de suave olor». De la Carta del apóstol san Pablo a los Efesios, capítulo 5, versículo 2. Cristo nos amó y se entregó por nosotros, hoy, en forma de pan y de vino. Este es el sacrificio agradable que ofrecido a Dios Padre, Éste nos los devuelve como comida de salvación, para que imitando la obra de Cristo, también nosotros nos ofrezcamos como “oblación de suave olor”.

Oración de después de la comunión

«Que tus sacramentos, Señor, efectúen en nosotros lo que expresan, para que obtengamos en la realidad lo que celebramos ahora sacramentalmente. Por Jesucristo, nuestro Señor». Salvo la compilación veronense, esta oración está presente en lo sacramentarios gelasianos y gregorianos, así como en el misal romano de 1570. Este texto concentra en si aquello que dijo san León Magno en una homilía: “que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios” (Sermo 74,2). Sacramentalmente actualizamos lo que hace dos mil años Jesús hacía en este mundo a través de su verdadera humanidad. En los sacramentos es el mismo Cristo quien, hoy, bautiza, unge, acompaña al enfermo, nos da su cuerpo y sangre, etc. Así, la gracia que invisiblemente expresan es la que actúa en nosotros.

Visión de conjunto


            Cuando leemos el Evangelio o escuchamos los más bellos pasajes donde se narran los prodigios realizados por Dios a lo largo de la Historia de la Salvación, seguramente, no podemos evitar el sentir algún pequeño atisbo de nostalgia y pensamos “¿Quién pudiera haber estado allí?”, “¿Quién pudiera haber gozado de escuchar directamente a Jesús?”, etc. Pero… y si te dijera que eso es posible, que no es difícil volver a estar donde Dios se manifestó. Hoy esto es posible gracias a los sacramentos, acontecimientos de gracia que contienen, significan y expresan las gracias que Dios nos da tal como un día se contenían en los prodigios realizados. Con estas palabras lo ha expresado el Catecismo de la Iglesia Católica: “las palabras y las acciones de Jesús durante su vida oculta y su ministerio público eran ya salvíficas. Anticipaban la fuerza de su misterio pascual. Anunciaban y preparaban aquello que Él daría a la Iglesia cuando todo tuviese su cumplimiento. Los misterios de la vida de Cristo son los fundamentos de lo que en adelante, por los ministros de su Iglesia, Cristo dispensa en los sacramentos, porque "lo [...] que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios" (San León Magno, Sermo 74, 2)” (1115).

            Pues bien, estos sacramentos y, en general, todas las acciones litúrgicas; tienen la capacidad y el poder de hacer traer al momento presente la fuerza salvífica de los acontecimientos obrados por Dios en el pasado. A esto lo llamamos “actualización de los misterios” o lo que es lo mismo “el memorial”. Para entender esto leamos un texto de Ezer Weizman, primer presidente de Israel: “[…] Pero en cada generacion, todo judío debe considerar como si el mismo hubiera estado allí, en las generaciones y en los lugares y en los acontecimientos que lo antecedieron. […] Y yo, que nací de la simiente de Abraham y en su tierra - he estado presente en cada una de ellas. Fui esclavo en Egipto y recibí la Tora en el Monte Sinaí, junto a Josué y Elías cruce el rio Jordán. Entré a Jerusalén con David y fui exiliado de ella con Sedecías; y no la olvide junto a los ríos de Babilonia, y al hacer realidad Dios el retorno a Sion, estuve entre los soñadores que reconstruyeron sus muros. Luche contra Roma y fui expulsado de España; me quemaron en las hogueras en Maguncia, la Mainz actual; y estudié Tora en el Yemen, mataron a mi familia en Kishinev, y fui incinerado en Treblinka y me rebelé en Varsovia y retorné a la Tierra de Israel, mi tierra de la cual fui exiliado y en la que nací; de allí vengo y a ella regresaré”.


            También podemos decir nosotros que “estuvimos allí”: estuvimos en Nazaret y estuvimos en Belén; nos sentamos a los pies de la montaña para oir el discurso de Cristo, le vimos curar leprosos y cojos, dar la vista a los ciegos y expulsar a los demonios; cuando entró triunfalmente en Jerusalén, también nosotros entramos con él, junto a su lado nos sentamos en el cenáculo y su sudor de sangre recogimos en Getsemaní; le acompañamos en el pretorio y en el sanedrín; junto a María y a Juan le vimos morir en la cruz y con la Magdalena le contemplamos glorioso en la mañana de la Resurrección; convivimos cuarenta días de Pascua con Él hasta que habiendo sido subido al cielo ante el asombro de los ángeles y el nuestro, en la festiva Jerusalén nos dio el Espíritu Santo. Y en todo esto, repetimos, nosotros estuvimos allí. Y estamos cada vez que lo celebramos y actualizamos en los sacramentos y en la liturgia.

            Mejor expresado lo contiene este número del Catecismo de la Iglesia que recomiendo leer con detenimiento por su densidad y belleza: “en la liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su hora (cf Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre "una vez por todas" (Rm 6,10; Hb 7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida” (1085).

            Y esa misma vida es la que se nos anticipa y regala en cada acción sacramental. De este modo, y en conclusión, podemos estar firmemente persuadidos de que la recepción de los sacramentos es el camino mejor y más seguro para llegar a Dios. Podemos comprender que los sacramentos son, ante todo, lugares del encuentro con Jesucristo. Un encuentro mediado por signos y símbolos pero que reportan en nosotros las gracias que necesitamos para una vida cristiana sana y fructuosa.

Dios te bendiga

miércoles, 25 de octubre de 2017

4. MISA PRO ELIGENDO PONTIFICEM VEL EPISCOPUM


MISA PARA ELEGIR UN PAPA O UN OBISPO


I. Misterio

            Después de estudiar ¿qué es un papa? Y ¿qué es un obispo? Según la mente de la lex orandi, esto es, los textos oficiales de la liturgia. Ésta misma pretende hoy enseñarnos ¿Cómo se elige a cada uno de ellos? O dicho de otra manera ¿Qué ora la Iglesia durante la sede vacante en la espera de un nuevo papa o un nuevo obispo?

            Ante todo, y a pesar de lo que los datos históricos señalan, la elección del papa o del obispo es una cuestión de naturaleza eclesiástica. Pero hay una diferencia, que el que se elige para la sede de Roma no es solo el obispo de dicha urbe sino también un jefe de Estado con gran influencia política en el mundo mientras que al elegir al obispo local solo afecta a un territorio concreto con escasa incidencia política; por eso veremos, someramente, el proceso elector de ambos por separado.

1. Elección del papa

            En los primeros siglos la elección del obispo de Roma no se distinguía de la del resto de obispos en otras iglesias: elección por parte del presbiterio local y aprobación del pueblo por aclamación. Será con la oficialización del cristianismo cuando el poder civil comience a intervenir en dichas elecciones. La primera intervención fue para la elección del papa san Dámaso. Para evitar estas interferencias, el sínodo romano del 499 dispuso que los electores solo fueran clérigos, aunque no valió de nada.

            A partir del s. VI el emperador de oriente se arroga el derecho de confirmación del Papa electo. A mediados del s. VII el papado comienza a desligarse de oriente y vuelve su mirada y dependencia al rey de los francos. Será el papa Pablo I (757-767) el primero en volver a solicitar la confirmación de su elección al rey franco-carolingio siendo esto ya una práctica asumida y ejercida a partir del s. IX.

            Desde entonces, fueron varias las familias feudales las que se disputaban el control en la elección papal. El emperador alemán Otón I reclamó para sí el derecho de confirmación de los nombramientos pontificios y, por tanto, la elección papal requeriría el “placet” del emperador, hasta el punto de que no podía ser consagrado hasta recibir la confirmación del emperador y haberle jurado fidelidad. En los siglos sucesivos volvió a repetirse el mismo procedimiento. La elección papal oscilará entre la directa intervención del poder imperial y el abandono de la elección en manos de los clanes feudales familiares.  

            La reforma gregoriana irá encaminada a regular la elección pontificia para evitar interferencias políticas. La elección recaería sobre un reducido grupo de clérigos, el colegio cardenalicio. El papa Nicolás II, en el decreto Praeduces sint dispone que “a la muerte del pontífice de esta Iglesia romana universal, ante todo los cardenales – obispos tratarán sobre la elección de su sucesor, según examen hecho en común, con extrema diligencia; luego, se unirán a ellos los cardenales- presbíteros y, finalmente, el resto del clero y el pueblo darán su consentimiento a la designación del elegido. De este modo -  y con el fin, sobre todo de que el mal de la vanidad no se presente en cada ocasión – los hombres religiosos serán los guías de la elección del nuevo pontífice y los demás le seguirán” (Decreto 120). Como vemos, este decreto no incluye la intervención del poder temporal lo que da a suponer que no tuvo una fácil aplicación. A esta normativa, que es un avance bastante notable en la regulación de la elección, aún le faltaba por salvar un escollo. El sujeto de la elección son los cardenales, pero ¿Qué mayoría de votos es necesaria para que la elección sea válida?

            Las sucesivas legislaciones irán perfilando el sistema de elección: 1. La mayoría necesaria: fue fijada en el Concilio I de Letrán (1179) en el canon  primero donde se exigía una mayoría de dos tercios de los cardenales integrantes del colegio electoral. 2. Salvar los interregnos: un interregno es el periodo de tiempo entre la muerte del papa y la elección del siguiente, es lo mismo que la sede vacante. Hubo periodos de incluso tres años de sede vacante. El papa Gregorio X, en el Concilio II de Lyon (1274), impuso el sistema de cónclave por la constitución “Ubi periculum”. La palabra “cónclave” viene de dos vocablos unidos: “cum” + “clavis”: cerrado con llaves. Se imponía un régimen sobrio de comida y alojamiento y a medida que pasaba el tiempo y no se elegía al Papa se iba reduciendo las raciones de comida. Una situación realmente dura. El papa Nicolás III lo abolió y viendo su fracaso, el papa Celestino V lo restituyó.

            La situación se mantuve más o menos sin cambio hasta Gregorio XV quien estableció tres formas de elección papal: 1. Por escrutinio, con dos votaciones al dia y con la mayoría de 2/3 de los electores; 2. El compromiso, si no había acuerdo, la elección se dejaba en manos de unos compromisarios designados por los cardenales. 3. Aclamación unánime. Y damos un salto en el tiempo hasta la última reforma de san Juan Pablo II con la constitución Universi Dominici Gregis (1996). Este último documento dispone: que se garanticen las condiciones de incomunicación con el exterior, las votaciones tendrán lugar en la Capilla Sixtina, los cardenales electores se alojarían en un edificio distinto a los palacios apostólicos, en la, entonces en construcción, “Casa Santa Marta”. Se suprimen la elección por compromiso y por aclamación. La mayoría necesaria es la de dos tercios de los electores. Una vez elegido al candidato se le pregunta si acepta la elección y cómo quiere ser llamado. Luego se queman los votos y se produce la conocida “fumata” de color blanco. Más tarde, tiene lugar la aclamación del pueblo desde el balcón de la logia de san Pedro.


2. Elección del obispo

            La elección de los obispos seguirá un procedimiento similar a lo largo de la historia: o bien el papa elige o refrenda y se hará necesaria la confirmación del poder civil. El Concilio I de Nicea (325) dispuso en el canon 4 que el obispo fuera nombrado por los obispos de la provincia, siendo el arzobispo metropolitano quien confirmara la elección y lo ordenara. El clero y el pueblo solo debía dar testimonio de su idoneidad y aclamarlo tras la elección, como expresión de júbilo.

            En la España visigoda, el canon 6 del XII Concilio de Toledo (681) otorgaba al monarca el derecho de designación de todos los obispos  del reino y al metropolita de Toledo la potestad de ordenarlos. En Francia ocurrió lo mismo. En Alemania, Otón I se reservó el derecho a los nombramientos episcopales. Mención aparte merece la cuestión de las Investiduras. Se trata de un conflicto entre el papado y el emperador a cuenta de las elecciones episcopales. Concluyó con el concordato de Worms (1122) firmado entre Calixto II y Enrique V. El Concilio III de Letrán (1179) exigió que los candidatos al episcopado tuvieran treinta años de edad. Con el IV Letrán (1215) la elección episcopal quedaba en manos de los cabildos.

            Damos un salto en el tiempo hasta la época actual. La disciplina se encuentra recogida en el canon 377 del Código de Derecho Canónico: “El Sumo Pontífice nombra libremente a los Obispos, o confirma a los que han sido legítimamente elegidos”. Se realiza por el procedimiento de ternas, esto es, al Papa se le presentan tres candidatos y él elige a uno de ellos.

            El periodo que acece entre la elección y la ordenación, se denomina Sede Vacante. Qué orar y pedir a Dios en este tiempo lo veremos a continuación.


II. Celebración

La tercera edición del misal romano (2002) nos ofrece un solo formulario para esta misa. Salvo la oración colecta, que es de nueva creación, la oración sobre las ofrendas y la de poscomunión han sido tomadas del misal romano de 1570 con algunas variaciones léxicas o semánticas.

La oración colecta está centrada en el gobierno de la Iglesia, del cual el obispo es el máximos responsable, sobre todo, si se trata del obispo de Roma, o sea, el Papa. Este pastor que ha de ser elegido debe agradar a Dios y ayudar a los fieles en el progreso espiritual. La oración sobre las ofrendas[1] indica que el amor de Dios por su pueblo es el que nos concederá el pastor que necesitamos para presidir los santos misterios. La oración para después de la comunión[2] sigue en la misma línea que la anterior indicando que es la gracia divina la que envía a su Iglesia un pastor para que la edifique y la ilumine exponiendo la Verdad del Evangelio.

Los textos bíblicos del formulario, esto es, las antífonas, han sido tomados del primer libro de Samuel, capítulo dos, versículo treintaicinco, para la antífona de entrada, donde se profetiza un pastor que Dios suscitaría para obrar según sus inspiraciones dándole una estabilidad. Y para la antífona de comunión, encontramos el capítulo quince, versículo dieciséis del evangelio de Juan en que se nos recuerda el mandato misionero de los pastores, enviados por Cristo para dar frutos perdurables.   


III. Vida

Una vez analizado el formulario de esta misa y destiladas las líneas teológicas que nos ofrece, extraigamos las conclusiones morales o existenciales para una vivencia mejor de estas situaciones coyunturales que cada cierto tiempo irrumpen en la vida de la Iglesia.

En primer lugar, este formulario nos recuerda que la elección de un papa o un obispo es algo importante en la Iglesia por las consecuencias directas que tiene en la marcha del Pueblo de Dios. Luego será necesario recurrir e invocar a “su misericordia infinita” (o. col.) para que los electores tengan buen tino en su propósito. De hecho se recomienda que mientras dura el periodo de sede vacante la Iglesia universal o diocesana se ponga en estado de oración insistente para que el Espíritu Santo derrame su gracia septiforme sobre los encargados de la elección, sobre el candidato que Dios tiene preparado y sobre el pueblo que se le encomendará para que lo acepte con docilidad y espíritu filial.

En segundo lugar, este formulario nos ha recordado también que el elegido para pastorear a la grey es, ante todo, fruto de la providencia divina, de “la admirable gracia de tu majestad” (o. posc.), concesión de “la abundancia de tu amor” (o. obl). Lo cual implica que en nosotros debe despertarse un sentimiento grande de acción de gracias a Dios y de generosa docilidad. Máxime, si tenemos en cuenta que este pastor elegido es el eslabón de una cadena ininterrumpida que nos une con la Iglesia apostólica y, por tanto, con el mismo Jesucristo.

En tercer lugar, el pastor que ha de ser elegido tiene la grave tarea de construir con nosotros, el pueblo, la Iglesia peregrina en este mundo. Junto al resto de obispos del mundo entero y bajo la guía del sucesor de Pedro, lo que llamamos “Colegio espicopal” tiene del deber de mirar solícitamente por la Iglesia universal. Pero para cada obispo, esa misma Iglesia universal se concreta en las Iglesias particulares o diócesis donde estos tienen una potestad inmediata y ejecutiva. Edificar la Iglesia, pues, es una tarea conjunto en la cual el obispo es el guía que marca el modo de hacerlo.

Por último, los fieles tenemos que abrir el corazón y ser dóciles a la iluminación del Espíritu Santo. Si los obispos son mensajeros y heraldos del Evangelio, a nosotros nos corresponde recibirlo con obediencia filial sabiendo que quien a ellos escucha, escucha al mismo Cristo, tal como lo recordó el Concilio Vaticano II: “Por ello, este sagrado Sínodo enseña que los Obispos han sucedido, por institución divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envió (cf. Lc 10,16)” (LG 20).

Tengamos presente todas estas cosas para que en los periodos de sede vacante, oremos insistentemente a Dios para que nos mande un pastor según el Corazón de Cristo, el único y fiel Buen Pastor.

Dios te bendiga



[1] MR1570 [1153] con algunas variaciones léxicas.
[2] MR 1570 [890] para el cuerpo central (aitesis) de la oración.

sábado, 21 de octubre de 2017

DIOS O EL CESAR


HOMILIA DEL XXIX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

Si nos tuviéramos que preguntar por nuestra identidad, responderíamos con dos palabras: cristianos y ciudadanos. Efectivamente, eso es lo que somos en líneas generales. Somos cristianos por fe y somos ciudadanos en cuanto vivimos en el mundo. Y ambas cosas no están separadas en nosotros sino que van unidas en la misma persona; lo que supone que una debe informar a la otra, o dicho de otra manera, somos cristianos ciudadanos: Iglesia en el mundo.

Las lecturas de este domingo, nos plantean una situación un tanto delicada para el pueblo de Israel, por un lado; y por otro, para el mismo Jesucristo. Tanto la primera lectura como el evangelio tienen en común que el pueblo de Israel está sometido a una potencia extranjera: Babilonia y Roma, respectivamente. En ambas dos debe desenvolver su vida y su trabajo. Pero también, en ambas dos, encontramos a un Mesías.


Ciro, extraordinario militar y político, según las crónicas, acomete la liberación del pueblo de Israel. Sus reformas en materia de “derechos humanos” queda consignada en un cilindro (documento antiguo), que se conserva en el British Museum y dice así “las personas serán libres en todas las regiones de mi imperio para moverse, adorar a sus dioses y emplearse, mientras no violen los derechos de otros. Prohíbo la esclavitud, y mis gobernadores y subordinados quedan obligados a prohibir la compraventa de hombres y mujeres”. Es curioso que Ciro, rey de Babilonia y por tanto pagano, será el único extranjero (goyim) que, en el AT reciba el título de “Ungido” (=heb. Mesias, gr. Cristo). Pues bien, este rey pagano gobierna a su pueblo con sabiduría y justicia, guiado por la mano de un Dios que no conoce y que hará posible su victoria en medio de Israel. A primera vista se podría pensar que el dios poderoso y verdadero fuera el dios Bel –Marduk, una divinidad a quien el nuevo rey debía coger de la mano en el día de su entronización. Pero no es así, el verdadero dios que conduce la mano de Ciro no es otro que el Dios de Israel, a quien no conoce pero que es Señor del mundo y de la historia.

En el tiempo de Jesús, la potencia extranjera que somete a Israel es Roma, quien había impuesto su cultura y economía a todo el imperio, incluido a los judíos. Estos eran muy reacios a someterse a la autoridad civil vigente y no querían pagar impuestos de ahí que quisieran comprobar la rectitud moral de Cristo. ¿Podían prescindir de su vinculación ciudadana a Roma? ¿Agradaría a Dios el pago de los impuestos? Tengamos en cuenta que en el mundo bíblico-semita no se comprende el poder político separado del religioso. Para todo ello, las autoridades fariseas y herodianas tenderán una trampa a Jesús con una pregunta tan simple como ambigua: ¿Es lícito pagar impuestos al César o no? La respuesta de Jesús es clara y, por tanto, no abundaremos en ella.


Al fin y al cabo,  que aplicación moral podemos extraer de estos pasajes bíblicos. En primer lugar, es una llamada a los cristianos a respetar el legítimo orden civil. Veamos lo que dice el Catecismo de la Iglesia sobre este tema: “El amor y el servicio de la patria forman parte del deber de gratitud y del orden de la caridad. La sumisión a las autoridades legítimas y el servicio del bien común exigen de los ciudadanos que cumplan con su responsabilidad en la vida de la comunidad política. La sumisión a la autoridad y la corresponsabilidad en el bien común exigen moralmente el pago de los impuestos, el ejercicio del derecho al voto, la defensa del país” (2239-2240).

En segundo lugar, hemos de tener en cuenta la correcta autonomía del Estado y de la Iglesia, lejos de la intromisión y fundadas en el mutuo respeto y el recíproco reconocimiento. Veamos que nos dice el Magisterio de la Iglesia respecto de esta cuestión: “La comunidad política y la Iglesia son independientes y autónomas, cada una en su propio terreno. Ambas, sin embargo, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social del hombre. Este servicio lo realizarán con tanta mayor eficacia, para bien de todos, cuanto más sana y mejor sea la cooperación entre ellas, habida cuenta de las circunstancias de lugar y tiempo. El hombre, en efecto, no se limita al solo horizonte temporal, sino que, sujeto de la historia humana, mantiene íntegramente su vocación eterna. La Iglesia, por su parte, fundada en el amor del Redentor, contribuye a difundir cada vez más el reino de la justicia y de la caridad en el seno de cada nación y entre las naciones. Predicando la verdad evangélica e iluminando todos los sectores de la acción humana con su doctrina y con el testimonio de los cristianos, respeta y promueve también la libertad y la responsabilidad políticas del ciudadano” (GS 76c).

En tercer lugar, los cristianos no tenemos motivos para estar aislados y separados del mundo puesto que, en los tiempos que estamos, donde Dios ha sido expulsado de todos los ambientes, los cristianos tenemos el grave deber de llevar su presencia amorosa en medio de la realidad profana donde cada uno desarrolla su vida. Eso es lo que hoy estamos llamados a darle: nuestra vida como compromiso de amor a Él. Volver a repetir como dijimos el domingo pasado: ¡Sin Dios no queremos nada! Debemos procurar una realidad imbuida del espíritu cristiano. Porque somos eso: cristianos ciudadanos de este mundo, donde peregrinamos y vivimos, sabiendo que nuestra verdadera patria es el cielo, donde, entonces sí: Dios lo será todo en todos y todo será de Dios. Así sea.

Dios te bendiga

viernes, 20 de octubre de 2017

DOMINGO XXIX DEL TIEMPO ORDINARIO





Antífona de entrada

«Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío; inclina el oído y escucha mis palabras. Guárdame como a las niñas de tus ojos, a la sombra de tus alas escóndeme». Tomada del salmo 16, versículos 6 y 8. Cada domingo, los cristianos nos reunimos en asamblea santa para invocar a nuestro Dios e implorar de Él su misericordia y protección para nosotros, para la Iglesia y para el mundo entero. Y hacemos esto, movidos por la gran confianza que tenemos en que Él inclina su oído hacia nosotros que somos sus predilectos.

La sombra es una imagen muy común en la Biblia para expresar la acción del Espíritu. Cubrir con la sombra implica que es el Espíritu el que fecunda algo. Algunos textos significativos son Gn 1, 2b “el espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas”; Sal 63 (62) “y a la sombra de tus alas canto con júbilo”; Sal 91 (90) “que vives a la sombra del omnipotente”; Mt 17, 5 “una nube luminosa los cubrió con su sombra” Lc 1, 35 “el poder del altísimo te cubrirá con su sombra”. La “sombra de tus alas” es una expresión que en la liturgia de la Iglesia reviste un significado fundamental: es imagen del Espíritu Santo que como en otros momentos de la Escritura alberga la presencia de Dios y hace posible que lo que es mera naturaleza sea potenciado hasta alcanzar un nivel superior a su condición. Entremos, pues, con espíritu generoso en la celebración invocando con gran confianza la asistencia del Espíritu de nuestro Dios.

Oración colecta

«Dios todopoderoso y eterno, haz que te presentemos una voluntad solícita y estable, y sirvamos a tu grandeza con sincero corazón. Por nuestro Señor, Jesucristo». Esta oración pertenece a la familia de los sacramentarios gelasianos (ss. VIII-IX) y mantenida en el misal romano de 1570. Esta oración está centrada en la voluntad humana como segundo elemento necesario para el servicio divino. El primer elemento es la gracia que antecede, acompaña y sostiene nuestras obras, pero no es violenta sino que necesita, también, de la cooperación del hombre: su voluntad de hacer algo. Esta voluntad, a veces débil e inclinada al mal, se ve fortalecida por el auxilio divino para mejor servir a Dios. La cooperación gracia y voluntad es lo que llamamos, en teología, la “sinergia”, esto es, obrar en conjunto o la cooperación de dos causas.

Oración sobre las ofrendas

«Concédenos, Señor, estar al servicio de tus dones con un corazón noble, para que, con la purificación de tu gracia, nos sintamos limpios por los mismos misterios que celebramos». Pertenece a la compilación veronense (s. V). El tema central de esta oración no es otro que los dones presentados como posibilidad del misterio celebrado. Me explico: el misterio cristiano no es algo que se desenvuelva en el vacío de lo abstracto sino que se manifiesta y realiza a través de soportes materiales, o lo que es lo mismo, los signos sacramentales (agua, aceite, pan, vino, etc). De este modo, los dones nos mueven a estar al servicio del misterio celebrado y éste puede purificarnos, creando en nosotros un corazón limpio y nuevo.

Antífonas de comunión

«Los ojos del Señor están puestos en quien lo teme, en los que esperan su misericordia, para librar sus vidas de la muerte y reanimarlos en tiempo de hambre». Del salmo 32, versículos 18 al 19. Con “temor y temblor” (cf. Flp 2,12) deberíamos acercarnos a recibir la Sagrada Comunión al saber que Dios no está mirando a cada uno para entrar en nosotros con todo su amor, poder y misericordia para darnos a pregustar la vida eterna, de tal modo que no temamos el morir sino que lo consideremos una ganancia. En tiempos de hambre de Dios, de dudas de fe o de sequedad espiritual, acercarnos a la comunión es el mejor remedio para dejar que Dios actúe en nosotros reanimando nuestra fe, fortaleciendo nuestra esperanza e informando la caridad.

«El Hijo del hombre ha venido para dar su vida en rescate por muchos». Del Evangelio según san Marcos, capítulo 10, versículo 45. Y esta vida hoy nos llega a través de la recepción de su Cuerpo y Sangre con las disposiciones debidas.

Oración de postcomunión

«Señor, haz que nos sea provechosa la celebración de las realidades del cielo, para que nos auxilien los bienes temporales y seamos instruidos por los eternos. Por Jesucristo, nuestro Señor». Excepto la invocación inicial, toda la oración aparece en la compilación veronense (s. V). Con esta oración, buscamos relativizar los bienes temporales, que son terrenos y caducos, para, también, saber hacer un buen uso de ellos. Los bienes materiales no son malos en sí mismos sino en la medida en que ponemos en ellos el corazón y acabamos olvidando los bines celestiales y eternos que deben instruirnos en aquella realidad que hoy nos queda lejos pero que cada día nos está mas cerca.


Visión de conjunto

El hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Es el único ser sobre la faz de la tierra dotado de alma racional y voluntad de actuación. Esta voluntad del hombre es la que le impulsa a actuar siendo sus actos moralmente buenos o malos en función de su conciencia bien formada según la luz divina que lo alumbra desde el interior, como dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “La persona humana participa de la luz y la fuerza del Espíritu divino. Por la razón es capaz de comprender el orden de las cosas establecido por el Creador. Por su voluntad es capaz de dirigirse por sí misma a su bien verdadero. Encuentra su perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y del bien” (1704).

La voluntad humana está determinada por la libertad, signo de eminente de la imagen divina en él. Pero tras la caída de Adán, la voluntad humana se vio afectada por la inercia destructora del pecado original. Sus facultades se vieron afectadas y, por tanto, inclinadas hacia el mal y propensas al mal uso de la libertad, como ha recordado el Concilio Vaticano II: “de ahí que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas” (GS 13,2).

Por este motivo, la voluntad humana en su libre actuar necesita del auxilio de la gracia para enderezar los actos humanos de su inclinación al mal y encaminarlos hacia la búsqueda del bien y la verdad. Así pues, bien determinada la voluntad por la gracia el hombre puede hacer cosas buenas y cooperar con Dios en la obra de la redención. A esta cooperación la llamamos, como ya apuntamos más arriba, la “sinergeia o sinergia” (usaremos esta última).

La sinergia resulta del encuentro entre dos fuerzas: la voluntad de Dios y la voluntad del hombre. En Cristo, hombre perfecto y modelo de todo lo humano, se encontraron ambas dos en la misma persona. Las dos naturalezas de Cristo son perfectas y completas pero no supuso ningún tipo de esquizofrenia en Él puesto que todo estaba determinado por su libre aceptación de la voluntad del Padre, de tal modo, que lo humano en Cristo estaba supeditado a lo divino. En Cristo hay, por tanto, una primera sinergia en la misma persona.

Sin embargo, los humanos solo tenemos una única voluntad, la humana. Para nosotros, la sinergia será aceptar la voluntad divina y cooperar con ella informados por la gracia. Aquí radica una de las diferencias grandes con la teología luterana: mientras que para el pesimismo antropológico de Lutero, solo la gracia es lo que cuenta puesto que el pecado original ha destruido totalmente la voluntad humana y su libre actuación; para la teología católica, la gracia divina no se pierde en el vacío sino que supone la voluntad humana y la potencia para que pueda obrar el bien serle imputado el mérito de Jesucristo. Aquí, a veces, caminamos en la cuerda floja: ¿Qué es de Dios? ¿Qué es mío? Llegados a este punto, solo nos movemos por intuiciones espirituales o mociones internas que nos indican si vamos bien o no, o si hemos acertado o no con nuestras decisiones.

La voluntad del hombre ha de estar encaminada únicamente a buscar hacer la voluntad de Dios. Amar el bien y la verdad y buscarlos denodadamente para, como nos enseña san Ignacio de Loyola, “alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor” (EE.EE. 23). Será necesario para este fin invocar cada día la asistencia del Espíritu Santo para que con su luz santísima entre hasta el fondo de nuestra alma y nos enseñe lo que es bueno y recto a nuestra conciencia para que apetezcamos y obremos siempre el bien y lo mejor.

Dios te bendiga

miércoles, 18 de octubre de 2017

3. MISA POR EL OBISPO






I. Misterio

Si en el anterior post tratábamos con profundidad las misas por el sucesor de un apóstol en concreto, el apóstol Pedro, y éste es el Papa, en este tercer post sobre las misas “ad diversa” trataremos el formulario que se nos ofrece para orar por los sucesores de los apóstoles, los obispos.

El Concilio Vaticano II, a este respectó, recordó: «los obispos, pues, junto con sus colaboradores, los presbíteros y los diáconos, recibieron el ministerio de la comunidad. Presiden en nombre de Dios el rebaño del que son pastores, como maestros que enseñan, sacerdotes del culto sagrado y ministros que ejercen el gobierno […] Por eso enseña este sagrado Sínodo que por institución divina los obispos han sucedido a los apóstoles como pastores de la Iglesia. El que los escucha, escucha a Cristo; el que, en cambio, los desprecia, desprecia a Cristo y al que lo envió» (LG 20c). Subrayemos algunos puntos importantes de este párrafo sobre la presidencia de los obispos en las iglesias particulares:

1. “como maestros que enseñan”: es el primer oficio del obispo, el llamado “munus docendi”, esto es, el oficio de enseñar. El obispo debe exponer con fidelidad el depósito de la fe del que ha sido constituido su custodio, valedor y defensor. Asistido por el don de ciencia.

2. “sacerdotes del culto sagrado”: es el segundo oficio, el llamado “munus santificandi”, esto es, el oficio de santificar. El obispo debe celebrar, convenientemente, la liturgia, tanto la Eucaristía como el resto de sacramentos y sacramentales y la Liturgia de las Horas, por si mismo y por todo el Pueblo de Dios a él encomendado. Asistido por el don de piedad.

3. “ministros que ejercen el gobierno”: es el tercer oficio, el llamado “munus regendi”, esto es, el oficio de gobernar. El obispo debe dirigir los pasos de la diócesis según la ley suprema del Evangelio, la tradición de la Iglesia, y en fidelidad a las normas y disposiciones de la Iglesia. El obispo no es dueño de nada, sino administrador de los bienes espirituales y materiales de la Iglesia. Asistido por el don de fortaleza y consejo.

A lo largo de la historia de la Iglesia, la teología del episcopado ha fluctuado entre la concepción monárquica del mismo y hasta llegar a ser un mero puesto de honor y dignidad sin distinción ontológica con el presbiterado. Autores como San Ignacio de Antioquía defendían el episcopado monárquico; sentencias como “no hagáis cosa alguna sin contar con el obispo[1] o “no hay más que un solo obispo[2] dan sobrada cuenta de esta concepción que estará presente de una manera o de otra en toda la reflexión patrística.

Sin embargo en la Edad Media vemos como el episcopado se diferencia del presbiterado por el honor y la dignidad. A esto contribuye la mentalidad de que lo más grande que puede hacer un sacerdote es consagrar y confesar y eso lo puede hacer tanto un obispo como un presbítero. Pedro Lombardo será de los primeros en no considerar el episcopado ni tan siquiera de entre el número de órdenes sino únicamente como dignidad y oficio, por tanto, no como sacramento[3]. A este le seguirán entre otros, Santo Tomás de Aquino. La escolástica tardía, y más concretamente la escuela de Salamanca, siguiendo el pensamiento precedente, da un paso más y será Pedro de Soto quien dirá que el obispo, recibe en la consagración episcopal la potestad espiritual para confirmar, ordenar y gobernar la Iglesia.  

Con esta corriente de pensamiento llegamos a los albores  del Concilio Vaticano II donde surge con fuerza el debate sobre la sacramentalidad del episcopado. Así, tras agitadas discusiones en las distintas fases y sesiones del Concilio se presentó por fin la Constitución Conciliar sobre la Iglesia Lumen Gentium, de entre cuyos capítulos destacamos, por el interés de este estudio, el tercero sobre el episcopado. El obispo está dedicado al cuidado pastoral de una Iglesia particular pero también al de la Iglesia universal en cuanto forma parte del Colegio episcopal. Son dos dimensiones inseparables[4] «uno queda constituido miembro del Colegio episcopal en virtud de la consagración episcopal y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio» (LG 22a).


Y es, precisamente, en la Eucaristía donde esta doble misión se pone de manifiesto más palpablemente ya que el mismo preside la Eucaristía y predica el Evangelio con la garantía apostólica[5]:

a) la Eucaristía es el momento en que el Señor se hace presente de un modo especial congregando a todo el pueblo, así el obispo preside la misma no para o con la comunidad sino en el centro de su Iglesia; esta vinculación queda expresada en la frase de San Ignacio de Antioquía “sólo es válida la eucaristía celebrada por el obispo o por quien ha sido autorizado por él[6].

b) El anuncio del Evangelio, la predicación como convocación de la comunidad eclesial, la enseñanza de la doctrina como maestros auténticos, el testimonio de la verdad divina[7], también pertenecen a la esencia del ministerio apostólico «entre las principales funciones de los obispos destaca el anuncio del Evangelio […] Aunque los obispos aisladamente no gozan del privilegio de la infalibilidad, sin embargo, cuando incluso dispersos por el mundo, pero en comunión entre sí con el sucesor de Pedro, enseñan cuál es la fe y la moral auténticas, si están de acuerdo en mantener una opinión como definitiva, entonces proclaman infaliblemente la enseñanza de Cristo […]» (LG 25).

Así, esta doble dimensión del ministerio de la palabra y el litúrgico-sacramental, articula el ministerio del obispo según dice LG 24 « (los obispos reciben del Señor) la misión de enseñar a todos los pueblos y de predicar el Evangelio a todo el mundo para que todos los hombres, por la fe, el bautismo y el cumplimiento de los mandamientos, consigan la salvación» y LG 26 «el obispo es el administrador de la gracia del sumo sacerdocio, sobre todo en la Eucaristía que él mismo celebra o manda celebrar y por la que la Iglesia vive y se desarrolla sin cesar. […] toda legítima celebración de la Eucaristía es dirigida por el obispo».

Desde aquí se entiende mejor la sacramentalidad del episcopado que se funda en su misma potestad sacramental y en su actuar en la persona de Cristo «en efecto, el sacerdocio ministerial, por el poder sagrado de que goza, configura y dirige al pueblo sacerdotal, realiza como representante de Cristo el sacrificio eucarístico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo» (LG 10).

Pero aún  queda por tratar otra dimensión de la sacramentalidad del episcopado, que fue apuntada más arriba: la doble cura pastoral del obispo hacia su propia diócesis y hacia la Iglesia universal, pues éste, al ser ordenado obispo es constituido sacramentalmente miembro del colegio episcopal con el Papa como cabeza del mismo[8] «uno queda constituido miembro del Colegio episcopal en virtud de la consagración episcopal y por la comunión jerárquica con la Cabeza y con los miembros del Colegio […] este Colegio, en cuanto compuesto de muchos, expresa la diversidad y la unidad del Pueblo de Dios; en cuanto reunido bajo una única Cabeza, expresa la unidad del rebaño de Dios» (LG 22).


II. Celebración

            La tercera edición del misal romano (2002) nos ofrece un solo formulario para esta misa con tres oraciones colectas a elegir. Esta misa, como el resto de misas y oraciones por diversas circunstancias para su elección y celebración se rige por las normas ya dichas. Sin embargo, a diferencia de la misa por el Papa la rúbrica alberga una contradicción: por una parte dice “sobre todo en el aniversario de la ordenación” lo que podría dar a entender que se puede celebrar el día que se pueda y que la norma litúrgica no lo impida; pero a continuación dice: “esta misa se dice en el aniversario de la ordenación del obispo, allí donde tengan lugar celebraciones especiales”.

¿Cómo resolver esta aporía (= contradicción)? En mi opinión personal, creo que esta norma afectaría solo a la catedral o templo diocesano que hace de sede episcopal. De tal modo que si en una diócesis el aniversario de ordenación de un obispo coincidiera con una feria de adviento, cuaresma o pascua o solemnidad o Miércoles de Ceniza o Semana Santa en las parroquias se debería decir la misa del dia mientras que en dicha catedral o templo diocesano que hace de sede se podría celebrar la misa propia del aniversario de la ordenación episcopal. Por otra parte, si esta efeméride cayese en un domingo de los tiempos litúrgicos antes esgrimidos no podría emplearse este formulario sino el del día correspondiente con alguna referencia al obispo.

Fuera como fuese, para esta misa, el misal propone usar la plegaria 1 para la misas por diversas necesidades “La Iglesia en camino hacia la unidad”. Por último, antes de examinar los formularios detenidamente, debemos hacer notar que éstos son nuevos, tejidos con textos e ideas de la Sagrada Escritura y de los documentos del Concilio Vaticano II, excepto la colecta segunda que ha sido tomada tal cual del misal romano de 1570[9] añadiendo el nombre de la Iglesia local.

La primera colecta del formulario presenta la idea del obispo como un hombre puesto al frente del pueblo para cumplir tres funciones (tria munera) presidir al pueblo, ejercer de maestro de la verdad y ser sacerdote del culto. La colecta segunda se centra en la relación del obispo con su grey como hombre de gobierno que debe dar ejemplo al rebaño para llegar con él a la vida eterna. La tercera colecta aborda el tema del ministerio apostólico del obispo: sucesor de los apóstoles y adornado con los dones necesarios para ejercerlo. La oración sobre las ofrendas retoma el tema de las virtudes apostólicas y el ministerio de presidencia al frente del pueblo. La oración de postcomunión  demanda la gracia de la fidelidad en el ejercicio pastoral para llegar a la eternidad.

Los textos bíblicos propuestos para las antífonas sitúan el ministerio pastoral como algo querido y procurado por la providencia divina (ant. de entrada) y para ello usa a Ezequiel 34, versículos 11 y del 23 al 24. Por otro lado, la antífona de comunión, tomando a Mateo 20, 28 indica que el episcopado no es un honor ni privilegio sino un servicio a la comunidad.


III. Vida

            Una vez analizado el formulario de esta misa extraigamos las líneas fundamentales que nos ayuden a vivir mejor nuestra obediencia y relación con los obispos. Estos son los puntos fundamentales:

a) Los obispos son sucesores de los apóstoles: “esta divina misión confiada por Cristo a los Apóstoles ha de durar hasta él fin del mundo (cf. Mt 28,20), puesto que el Evangelio que ellos deben propagar es en todo tiempo el principio de toda la vida para la Iglesia. Por esto los Apóstoles cuidaron de establecer sucesores en esta sociedad jerárquicamente organizada” (LG 20). Lo que implica que les debamos respeto y obediencia pues a través de ellos podemos remontarnos a los orígenes del cristianismo.

b) Los obispos son hombres puestos al frente del pueblo: para pastorearlo con su palabra y su ejemplo. Para ello, el obispo ha sido enriquecido con los dones del Espíritu Santo como apóstol para edificar la Iglesia y llegar, junto con el rebaño, a la vida eterna. Así lo expuso el Concilio: “Y así como permanece el oficio que Dios concedió personalmente a Pedro; príncipe de los Apóstoles, para que fuera transmitido a sus sucesores, así también perdura el oficio de los Apóstoles de apacentar la Iglesia, que debe ejercer de forma permanente el orden sagrado de los Obispos. Por ello, este sagrado Sínodo enseña que los Obispos han sucedido, por institución divina, a los Apóstoles como pastores de la Iglesia, de modo que quien los escucha, escucha a Cristo, y quien los desprecia, desprecia a Cristo y a quien le envió (cf. Lc 10,16)”Esta es la enseñanza básica: escucharlos a ellos es escuchar a Cristo (aunque a veces la debilidad humana lo oculte).

c) El ministerio episcopal se concreta en una triple función: no abundaremos en este tema que ya se expuso con gran amplitud en el punto primero; simplemente recordaremos que a ellos les compete el gobierno del pueblo de Dios, la enseñanza de la doctrina y el proveer que se celebren  los sacramentos por los cuales el pueblo es santificado. Por ello, los obispos son sacerdotes del culto, maestros de la verdad y presidentes y guías de la grey de Cristo. A nosotros nos compete escucharlos, obedecerlos, agradecer sus enseñanzas y orar por ellos en el culto litúrgico.

Dios te bendiga







[1] Ad Trallianos 2,2.
[2] Ad Philipenses 4.
[3] M. Ponce Cuéllar, Llamados a servir. Teología del sacerdocio ministerial, (HERDER, Barcelona 2001) 268.
[4] E. Bueno de la Fuente, Eclesiología, (BAC, Madrid 22007 reimpr.) 195.
[5] E. Bueno de la Fuente 197.
[6] Ad Esmirnianos 8,1.
[7] E. Bueno de la Fuente 198.
[8] Salvador Pié Ninot 388.
[9] MR1570 [239].