sábado, 30 de marzo de 2019

SERMÓN PARA LA LIBERTAD (IV)

HOMILÍA DEL IV DOMINGO DE CUARESMA

Queridos hermanos en el Señor:
            “Alégrate Jerusalén” con estas palabras comienza la misa de hoy. El cuarto domingo de Cuaresma es una invitación a ir gestando en nosotros la alegría espiritual ante la inminencia de las próximas fiestas pascuales. El recuerdo vivo y la memoria agradecida del Señor muerto y resucitado, despiertan en el alma cristiana cantos e himnos de fiesta, que prorrumpen en alabanza sonora porque nuestra liberación está cerca.
            Tal es así el carácter festivo de esta gozosa verdad, que la liturgia de hoy nos regala unas de las mas bellas parábolas nunca escritas en la historia: la parábola del hijo pródigo, si nos situamos desde la perspectiva del hijo pecador, o la parábola del Padre misericordioso si la leemos desde la actitud de Dios hacia sus pecadores hijos. No es mi intención detenerme en los detalles de la parábola ya que es de sobra conocida por todos, pero si quisiera fijarme hoy en el aspecto liberador del perdón.
            Desde el comienzo de la Cuaresma venimos entablando una lucha contra el pecado. En el fragor de la batalla hemos podido comprobar lo fácil que es rendirse y lo amargo que es apartarnos de Dios. Pero también, lo satisfactorio de la victoria y la dulzura consoladora de saber que Dios ha peleado conmigo. Hoy, hermanos, vemos reflejada nuestra vida cristiana en aquel hijo menor que deseó emanciparse de su Padre, no volver a tener trato con Él, hasta el punto -fijaos-de matarlo en vida al pedirle la parte de su herencia. Cuando el alma cristiana quiere independizarse del sumo bien, y vagar sin rumbo buscando donde saciar su sed de eternidad, actúa semejantemente al hijo de la parábola que se fue a países lejanos malgastando su pecunio hasta que se vio solo y abandonado.
            El alma cristiana, cuando se aleja de su fuente de libertad, que es Dios, busca saciar su sed en otros manantiales que le ofrecen rápido y momentáneo consuelo pero que pronto se demuestran como una mentira y un espejismo. En este sentido, pensando que bebe de agua pura resulta ingerir, en realidad, un veneno adictivo que lo esclaviza: el pecado esclaviza. El pecado no libera, el pecado nos hace sentirnos solos, abandonados de Dios. El pecado nos aparta de tal manera del bien que nos encierra en una constante acusación de conciencia que no nos deja experimentar que la última palabra la tiene la misericordia de Dios.  

            Y esa, queridos hermanos, fue la dinámica interna en la que entró el hijo pródigo: huyó de la libertad y emigró al país del pecado, del vicio y de la mentira. Su conciencia y su alma se oscurecieron hasta el punto de no poder si quiera levantarse de su postración y alimentarse de la misma comida con que nutría a los cerdos. Y es que estar lejos de Dios es la mayor pobreza que se puede tener y la mayor maldición que se puede vivir.
            Sin embargo, no todo queda aquí. Dios vence al odio, al mal y al pecado. Dios concede su luz divina a las almas descarriadas que quieren salir de su situación. De ahí que un día, el hijo menor decidiera salir de su lamentable existencia y emprender el camino de vuelta a la fuente de la libertad. Lo hizo, no sin miedos, no sin argumentos victimistas. El temor y la duda no le abandonaron en su retorno a la casa del Padre. Y es que, hermanos, salir del pecado no es fácil ni gratuito, el peso del remordimiento de conciencia puede dificultarnos el trayecto pero es necesario sobrellevarlo por amor a Dios y como reparación por las ofensas. Aun así, como aquel hijo pródigo, nosotros seguimos avanzando en nuestro itinerario de conversión hasta que bajamos la loma del último monte…
            …Y, ahora sí, es el Padre misericordioso quien nos ve desde lejos y sale a nuestro encuentro. Esto nos demuestra que Dios nunca perdió la confianza ni la esperanza sus hijos. Que Dios siempre estuvo atento a nuestra vuelta para salirnos al encuentro. Solo Dios hace que la vuelta a casa sea gozosa, porque solo Él cambia nuestros temores en confianza, nuestras incertidumbres en certezas. En Él nos reencontramos con la libertad perdida, en Él se rompen nuestras cadenas y se desatan nuestras trabas espirituales. Solo nos sentimos seguros en Él.
            Por eso, hermanos, así como aquel Padre levantó, calzó, y revistió a aquel hijo ingrato, también su gracia nos devuelve la dignidad de hijos de Dios. Nos introduce en la verdadera libertad de los hijos de Dios.
            Demos, pues, queridos hermanos, gracias a Dios por tanto bien que hace para con nosotros. Ojalá que ante sus palabras de vida se disipen nuestros miedos y nuestro animo libre se afiance cada día mas. Así sea.

sábado, 23 de marzo de 2019

SERMÓN PARA LA LIBERTAD (III)


HOMILÍA DEL III DOMINGO DE CUARESMA





Queridos hermanos en el Señor:

            Llegamos hoy, de la mano de Moisés, a la montaña santa del Horeb. Allí se produce un encuentro místico entre Dios y el hombre, representado por Moisés, cuya condición primera para el dialogo es la de despojarse de si mismo. En esta Cuaresma en que caminamos hacia la Pascua de la libertad de los hijos de Dios, Éste vuelve a exhortarnos, como un día a Moisés, a quitarnos las sandalias para entrar en terreno sagrado.

            Desde este mandato divino, la libertad teologal en que el hombre ha de vivir su existencia en este mundo, dependerá en gran medida de su despojamiento interior. Para entrar en la presencia de Dios uno debe, como principio irrenunciable, vaciarse de si mismo para llenarse, total e íntegramente, de su divinidad. La atrevida curiosidad de Moisés por aquel prodigio sobrenatural se vio advertida por el ángel del Señor y conminada a descalzarse. Si tú hoy quieres acercarte a Él, debes comenzar por el mismo proceso ascético: descalzarte de ti, de tus prejuicios, de tus ideas, de tus quereres. El suelo de la cueva del Horeb no podía contaminarse con el polvo del camino que a las sandalias de Moisés se había adherido. Del mismo modo, el encuentro del hombre con Dios no puede contaminarse con el polvo del camino de la vida que se nos pega, porque entonces, la mediación entraría en claves y coordinadas que pervertirían el contenido de la misma.

            La primera libertad humana esta dentro del alma del sujeto. Un corazón libre, ama libremente. Un corazón acomplejado o lleno de prejuicios, no podrá nunca amar sino tan solo temer. Un alma encadenada al pecado, aun siendo ignorante de ello, no alcanzará nunca a experimentar las maravillas que Dios puede hacer en ella por eso, siguiendo lo dicho por Jesús en el Evangelio de hoy, no se tratará de medirnos con los demás para saber si somos mejores, sino de dar frutos, cada día, de santidad y vida eterna. En la medida en que buscamos hacer el bien, y agradar así a nuestro Señor, estaremos entrando en una dinámica de justicia y caridad que nos aleja, poco a poco, del pecado y nos acerca más al supremo bien que es Dios mismo.


            Y éste, queridos hermanos, es el dinamismo del desatarnos la correa de las sandalias: no mirar el pecado de los demás sino el que nos contamina a nosotros mismos. Porque de este pecado, de esa esclavitud, es de la que Dios nos quiere liberar. Pero si uno no tiene conciencia de la existencia y efecto del pecado en su vida, Dios no podrá actuar en nada. El sufrimiento causado en Dios no es estático, sino, necesariamente, actuante: Dios baja a liberar porque le afecta el sufrimiento humano por el mal. Y o baja por medio de Moisés o baja por medio de su hijo Jesucristo. Y en este ciclo litúrgico, celebramos y actualizamos, precisamente, esta última forma de su actuar: baja en forma humana por medio de su Hijo Jesucristo, quien se entrega libremente a la muerte para darnos vida eterna. La cuestión será, queridos hermanos, si al final de esta Pascua nuestra higuera habrá dado fruto o será cortada, inapelablemente.

Para los cristianos no es una opción espiritual, sino una exigencia de nuestro bautismo, si no nos convertimos, todas pereceremos de la misma manera. Todos, sin excepción, estamos llamados a disfrutar de la libertad interior, del desasimiento de las cadenas que atan y esclavizan el alma. Descalcémonos, pues, para poder acceder a la soberana presencia de Dios y gozar de los frutos suaves de tal encuentro.

                                                              Dios te bendiga

sábado, 16 de marzo de 2019

SERMÓN PARA LA LIBERTAD (II)


HOMILÍA DEL II DOMINGO DE CUARESMA


Queridos hermanos en el Señor:

Avanzando en el camino cuaresmal hacia la Pascua, el segundo domingo de Cuaresma siempre nos permite un alto gozoso para poder contemplar uno de los acontecimientos más hermosos de la historia de la salvación: la transfiguración del Señor. Este pasaje evangélico viene a dar cumplimiento a aquella invitación que el salmo responsorial nos hacía: “Buscad mi rostro”. Buscad un rostro transfigurado, nuevo, dispuesto a ir a Jerusalén para celebrar la Pascua de la muerte y de la resurrección.

En la primera lectura de este domingo encontramos a un Dios que se compromete con el hombre. Un Dios que hace promesas creíbles y que deberá cumplir. Y para ello no duda en establecer este pacto con Abrán usando un rito propio de las tribus nómadas: partiendo animales en dos mitades y cruzando entre ambas invocando sobre si mismo la suerte de las bestias sacrificadas si no se cumpliera el pacto. Vemos, pues, que Dios se empeña del todo y sin cortapisas.

La promesa hecha a Abrán puede resumirse en aquellas necesidades primarias de todo hombre y de toda civilización: descendencia y tierra. Tener una familia y tener una propiedad personal para poder vivir es algo que capacita y realiza al hombre. Es más, la propia familia y la propiedad privada son garantía de independencia y de libertad. Es por eso que, como se ha ido repitiendo a lo largo de la historia, todos los regímenes políticos que han pretendido restar libertad al individuo han querido desarraigarlo de su tierra, mediante la emigración, la expropiación; y han querido hacer leyes de injerencia en la familia: controlando la educación de los niños, eliminando la libertad de elección de centro, o con políticas antinatalistas. Frente a ello, la Iglesia ha desarrollado una acertada Doctrina Social donde prima el valor de la familia como Iglesia doméstica y primera célula de la sociedad, donde se aprenden valores espirituales y humanizadores; y donde se expone el recto uso de los bienes personales atendiendo a la propiedad privada y a la comunicación de los bienes.


Dios con esta doble promesa quiere garantizar el recto y libre desarrollo de la vida de los hombres y de los pueblos para que generen trabajo y riqueza y cooperan, de este modo, con Él en la obra de la Creación. Es por ello que solo cuando el hombre vive y trabaja en libertad y en condiciones adecuadas encuentra en su labor una rica fuente de crecimiento espiritual y de santificación: se santifica a si mismo, santifica el trabajo y santifica a los demás con su trabajo. Si estas condiciones se aseguran por parte del Estado y evitan a los hombres cualquier tipo de temor o de miedo a perderlas el progreso humano y material de los pueblos estará garantizado, de lo contrario se revivirán episodios tristemente acaecidos en épocas pretéritas.

La llamada a la libertad de la Pascua de Cristo hace necesaria, por tanto, la concreción de condiciones libres y de hombres y mujeres libres que amen, con esa misma libertad a Dios y puedan experimentar así su gloria y su compasión. En este sentido, hermanos, el pasaje de la Transfiguración nos invita a abandonar comodidades, a no caer en sueños vanos como los apóstoles y bajar presurosos a la Jerusalén del mundo donde Dios sigue celebrando su Pascua entre los afanes cotidianos y las tareas hodiernas.

Somos, en verdad, como recuerda san Pablo, ciudadanos del cielo, pero precisamente por eso debemos ser aun más ciudadanos de nuestras polis, de nuestros pueblos, barrios, calles y plazas para transformar éstas a imagen de la Jerusalén del cielo. Es, hermanos, nuestra responsabilidad más acuciante: si somos libres para amar a Dios hemos de ser igual de libres para amar al mundo y a sus habitantes.

Ojalá que el Tabor de este domingo nos reconforte en las duras luchas de la vida para ser cada día más libres para trabajar con denuedo y transformar este mundo que tanto necesita de nuestro testimonio. Así sea.

sábado, 9 de marzo de 2019

SERMÓN PARA LA LIBERTAD (I)


HOMILÍA DEL I DOMINGO DE CUARESMA


Queridos hermanos en el Señor:

Han llegados los días esperados de la Santa Cuaresma. Cuarenta días de preparación para celebrar solemnemente la gran fiesta de la liberación humana, la Pascua del Señor. Cristo, con su muerte y resurrección, ha pagado por nosotros la deuda al eterno Padre y nos ha conseguido la libertad de los hijos de Dios. Mediante su Pascua hemos sido arrancados de los vicios del mundo, de la esclavitud del pecado para entrar en la vida de la verdadera libertad que da la fe y el culto al único Dios verdadero, el Padre de Nuestro Señor Jesucristo.

En el libro del Deuteronomio se nos describe un rito litúrgico prescrito por Moisés a los Israelitas: la deposición de las ofrendas en el altar acompañadas de una oración anamnética que pretende generar en el piadoso hebreo el recuerdo de la gran hazaña obrada por Dios en favor nuestro: la liberación de Egipto. De este modo, la primera lectura nos sitúa en el significado profundo de la Cuaresma: la libertad. Pero no una libertad como la da el mundo o la entienden las distintas corrientes filosóficas. No. Se trata de la libertad teológica, o dicho de otra manera, de la libertad que infunde la Fe en el alma cristiana: una libertad de quien se sabe Hijo de Dios y el único ante quien debe rendir cuentas de su conciencia. Una Fe que se concentra en confesar a Jesucristo como el Señor.

La liberación de Egipto es el acontecimiento central de todo el Antiguo Testamento. Toda la historia de Israel comienza en ese punto, de ahí que en el nuevo culto que debe rendir el pueblo judío lo tenga por núcleo, objeto y fuente del mismo. Un culto litúrgico, hermanos, solo se puede celebrar en libertad y es, además, generador de libertad. El culto cristiano, del mismo modo que el judío, va a tener por centro del mismo su propia Pascua de liberación efectuada por Jesucristo. También nosotros, como aquellos, recordamos anualmente las “magnalia Dei”, las maravillas que Dios ha obrado en favor nuestro. ¿Y acaso habrá alguna maravilla mayor que la entrega del propio Hijo a la muerte por nosotros y nuestra salvación? Este acontecimiento es el que infunde en nuestras almas la garantía y la certeza de que Él no nos abandona en la tribulación.


Y esto, hermanos, es algo esencial a tener en cuenta porque en esta peregrinación espiritual en la cual caminamos hacia la libertad Pascual, el enemigo nos tenderá trampas para que sucumbamos en nuestro propósito y volvamos a la segura esclavitud del Egipto seductor. El pasaje de las tentaciones que acabamos de proclamar es un verdadero manual de resistencia (ahora que esta muy de moda) para vivir santamente la vida cristiana. Las tres seducciones que el demonio propone a Jesús son el resumen de los males que aquejan a la humanidad de todos los tiempos: el ansia de saciar el hambre con cosas materiales sin tener en cuenta ni a Dios ni al prójimo; la consecución de fines usando medios ilícitos, pisando a los demás o trabajando sin honradez para ello; y, por último, la tentación de querer usar a Dios a nuestro servicio sin tener en cuenta su voluntad.

El pecado, hermanos, es el mayor enemigo a la verdadera libertad cristiana porque nos limita y nos esclaviza. Hermano, un pecado nunca viene sólo sino que necesita de otros para alimentarse y fortalecerse. Un pecado, por venial que sea, puede introducirnos en una peligrosa espiral de pecados que nos ata y nos oprime. Es por ello que, frente a la esclavitud de la mentira del pecado, Cristo nos ofrece la verdad que nos hace libres. Y esa verdad no es otra que, como recuerda san Pablo, confesar con los labios y creer con el corazón que Jesús es el Señor, el Hijo de Dios vivo que ha muerto y resucitado de entre los muertos.

¡Ánimo, hermanos! Confesemos la fe que salva. Huyamos la tentación de volver a ser esclavos del pecado y abracemos la libertad que nos ha traído la Pascua de Cristo. Así sea.

sábado, 2 de marzo de 2019

¿DE QUÉ HABLARÁS TU?


HOMILÍA DEL VIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO


Queridos hermanos en el Señor:

            Dice un refrán muy castizo que “por la boca muere el pez”, es decir, que nosotros podemos ser reos de nuestras propias palabras cuando imprudentemente hablamos cosas que pueden volverse, con el tiempo, en nuestra contra.

            Ciertamente, hermanos, en esta sociedad, que algunos dicen que ya no es de la palabra, se siguen, sorprendentemente, elaborando discursos persuasivos que buscan y procuran llamar la atención de la gente sencilla. Hay discursos ideológicos que se inoculan en las mentes débiles haciéndoles repetir mantras y eslóganes, tan rítmicos en sus formas como vacíos en su contenido, que calan en su mensaje. Hay discursos comerciales que persiguen generar una demanda y una oferta, aun cuando esos artilugios se demuestran inútiles en el día a día. En definitiva, son peroratas y verborreas sostenidos por un fin y consecuentes de un fin.

            Esto nos lleva a tener muy encuentra la advertencia del libro del Eclesiástico “el hombre se prueba en su razonar” y más adelante “no alabes a nadie antes de que razone”. Porque el hombre se define por sus razonamientos. Y en esto, queridos hermanos, los cristianos debemos ser extremadamente prudentes, pero sin caer en los respetos humanos que edulcoran, camuflan o desvirtúan el mensaje de la Verdad. El Señor Jesús nos lanza un reto “lo que rebosa del corazón, lo habla la boca” y mi pregunta es: ¿de qué rebosa nuestro corazón? ¿de qué puede hablar nuestra boca?

            Permitidme que para una primer respuesta, de ámbito general, me valga de las palabras del apóstol san Pablo en la segunda lectura: “trabajad  siempre por el Señor, sin reservas, convencidos de que el Señor no dejará sin recompensa vuestra fatiga”. Esto es, hermanos, de esta indubitable verdad es de lo que no podemos cansarnos de hablar: que merece la pena creer en Dios, merece la pena fiarse de Jesucristo. Debemos decir que trabajar por su causa, por su reino, es la empresa más apasionante y contagiosa que podemos acometer en esta vida, cada cual desde su circunstancia concreta.


            Con el salmo responsorial, nuestra boca no puede, por menos, que entonar acciones de gracias a Dios nuestro Señor por tanto bien como ha hecho, hace y sigue haciendo en nuestras vidas. Nuestro corazón se inflama de amores y nuestra boca los profiere porque, a pesar de nuestro pecado, Él nunca nos ha dejado solos sino que se ha hecho cercano y presente a cada uno de nosotros.

            Con san Pablo, también, nuestra boca habla de valentía, de coraje, de no tener miedo ni ante la muerte porque ésta ha sido destruida y absorbida en la victoria pascual de Jesucristo. Además, hermanos, solo cuando nuestro corazón rebosa en felicidad y gracia de Dios, desaparecen de nosotros la triste tendencia a meternos en la vida de los demás, a fijarnos en las motas de los ojos ajenos en lugar de sanar la viga de los nuestros. Quizá sea este el remedio que aun no hemos probado contra la envida, la murmuración, la calumnia o (perdonen la expresión) el “chisme” y el “alcahueteo”.

            Pues ánimo, hermanos, cantemos con la boca las maravillas de Dios que nuestro corazón, como la Virgen, conserva. Confesemos con la boca, la fe que llevamos en el corazón para que quienes nos oigan razonar, puedan juzgar positivamente y fiarse de nosotros. Así sea.

Dios te bendiga