miércoles, 29 de noviembre de 2017

9. MISA POR LAS VOCACIONES A LAS SAGRADAS ÓRDENES





I. Misterio

Estimados lectores ofrecemos hoy un breve comentario a la misa para pedir por las vocaciones a las sagradas órdenes. La palabra “vocación” viene del verbo latino “vocare”, que significa “llamar” o “ser llamado por otro”, de ahí que la vocación sea, ante todo, una llamada que alguien nos hace para una misión en concreto.

Todos y cada uno de nosotros hemos recibido una llamada general a vivir en plenitud nuestro ser cristiano buscando el agradar, siempre y en todo, a Dios; en otras palabras, somos llamados a ser “santos”. Pero esta santidad, esta vocación general y universal de todo cristiano no se vive en el abstracto o en el vacío sino que se concreta en el estado de vida de cada uno. Pero ahora toca hablar de la vivencia de la santidad en la vocación particular a las sagradas órdenes.

La vocación sacerdotal como don que es de Dios, quien en su infinita providencia elige a hombres de este mundo para que hagan las veces de Él en medio de es mundo del que fueron extraídos, es algo que compete a toda la Iglesia: “El deber de fomentar las vocaciones pertenece a toda la comunidad de los fieles, que debe procurarlo, ante todo, con una vida totalmente cristiana; ayudan a esto, sobre todo, las familias, que, llenas de espíritu de fe, de caridad y de piedad, son como el primer seminario, y las parroquias de cuya vida fecunda participan los mismos adolescentes. Los maestros y todos los que de algún modo se consagran a la educación de los niños y de los jóvenes, y, sobre todo, las asociaciones católicas, procuren cultivar a los adolescentes que se les han confiado, de forma que éstos puedan sentir y seguir con buen ánimo la vocación divina. Muestren todos los sacerdotes un grandísimo celo apostólico por el fomento de las vocaciones y atraigan el ánimo de los jóvenes hacia el sacerdocio con su vida humilde, laboriosa, amable y con la mutua caridad sacerdotal y la unión fraterna en el trabajo” (Optatam Totius[1] 2). Así pues, todos estamos inmersos en esta tarea tan necesaria de cooperar con Dios en la promoción de las vocaciones sacerdotales.

Cuando estas surgen, deben ir al seminario para recibir una profunda y completa formación que les haga madurar y hacer opciones fundamentales y estables para la vida. Esta formación se concentra en cuatro campos o dimensiones: teológica, espiritual, humana y pastoral. Los seminarios, como institución oficial eclesiástica, nacen tras el Concilio de Trento (s. XVI) para la formación de los candidatos a las sagradas órdenes. El Concilio Vaticano II recordó su utilidad con estas palabras: “Los Seminarios Mayores son necesarios para la formación sacerdotal. Toda la educación de los alumnos en ellos debe tender a que se formen verdaderos pastores de almas a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdote y Pastor, prepárense, por consiguiente, para el ministerio de la palabra: que entiendan cada vez mejor la palabra revelada de Dios, que la posean con la meditación y la expresen en su lenguaje y sus costumbres; para el ministerio del culto y de la santificación: que, orando y celebrando las funciones litúrgicas, ejerzan la obra de salvación por medio del Sacrificio Eucarístico y los sacramentos; para el ministerio pastoral: que sepan representar delante de los hombres a Cristo, que, "no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida para redención de muchos" (Mc., 10,45; Cf. Jn., 13,12-17), y que, hechos siervos de todos, ganen a muchos (Cf. 1 Cor., 9,19). Por lo cual, todos los aspectos de la formación, el espiritual, el intelectual y el disciplinar, han de ordenarse conjuntamente a esta acción pastoral, y para conseguirla han de esforzarse diligentes y concordemente todos los superiores y profesores, obedeciendo fielmente a la autoridad del Obispo”(OT 4).

Pasemos, pues, a examinar qué reza la Iglesia ante la apremiante necesidad que tiene de promocionar y cuidar las vocaciones al sacerdocio.


II. Celebración

Para esta intención, el misal de Pablo VI propone un único formulario sin más indicaciones que las generales para el resto de misas por diversas necesidades ya expuestas en entradas anteriores. Esta misa puede completarse o bien con la segunda plegaria por diversas necesidades “Dios guía a su Iglesia por el camino de la salvación” (p. 625), o bien con el prefacio de las ordenaciones en cuanto éste indica la raíz de toda vocación “con amor de hermano elige a hombres de este pueblo”, siempre que con este prefacio vayan las plegarias I, II o III. Esta misa puede decirse con ornamentos blancos o del color del tiempo litúrgico en que se emplee con las debidas licencias y prescripciones.  

El formulario de oraciones ha sido redactado nuevo pues no se halla nada en las fuentes romanas anteriores. La oración colecta quiere ser cumplimiento de la promesa de Jer 3, 15 “os daré pastores”. A este fin el Señor concede a su Iglesia el espíritu de piedad y fortaleza para suscitar ministros del culto y testigos del evangelio. La oración sobre las ofrendas  pide algo fundamental y concreto: el aumento y la perseverancia de los vocacionados. La oración para después de la comunión imagina a la Iglesia como un gran campo (imagen de la viña en Isaías 5, 1-7 y en el Evangelio Mc 12, 1-12 y Mt 21, 28-32) donde se siembran las semillas de las vocaciones para cultivar el campo y que éste merezca la pena.

Los textos bíblicos para este formulario son Mt 9, 38 para la antífona de entrada, donde el Señor nos da el mandato de orar por las vocaciones, como si la Iglesia quisiera señalar que esta misa es respuesta obediente al mandato del Señor; y 1Jn 3,16 para la antífona de comunión donde se nos invita a dar la vida en favor de los hermanos a imitación de Cristo, pues la vocación sacerdotal es un llamamiento a la entrega generosa de la vida.

III. Vida


Una vez analizado el formulario de la misa podemos indicar algunos puntos esenciales que suponen para nosotros un acicate a la hora de orar al Señor por las vocaciones a las sagradas órdenes.

En primer lugar, debemos tener claro que todo parte de una promesa divina de dejar nunca a la Iglesia sin pastores. El Señor en el evangelio siente lástima por el pueblo de Israel que anda “como ovejas sin pastor” (cf. Mt 9, 36) de ahí que Él se comprometiera a que el nuevo Israel, su Iglesia, no se viera con esa carencia. Esto significa dos cosas importantes: por un lado, que Él sigue manteniendo a la Iglesia y por otra, su palabra es fuente de esperanza en estos momentos de crisis.

En segundo lugar, no solo debemos orar o preocuparnos por el aumento de las vocaciones sino también por la perseverancia de éstas en la entrega a Cristo y a los hermanos. Ciertamente, toda vocación sacerdotal es un camino hacia la cruz, es un camino de renuncias y exigencias por eso la oración debe incrementarse cada día de la vida para que el Señor conceda a su gracia a los que se sienten llamados por Él. No tenemos nada asegurado ni definitivo salvo la asistencia de su amor y la confianza que da el saber que su llamada es irrevocable.

En tercer y último lugar,  el vocacionado debe tener muy claro a que misión le llama el Señor: a ser ministro del altar, a ser testigo del evangelio y a servir a los hermanos. Y todo ello como sumo cuidado y diligencia. Sin partidismos, ni exclusividades, pues todo forma un único conjunto en la vida de los futuros ministros.

Dicho lo anterior, debemos de echar una mirada en torno y ver cómo esta el panorama vocacional de la Iglesia universal y de la española el concreto ¿Qué nos está queriendo decir el Señor en este momento? ¿Sabremos leer los signos de los tiempos?

Ciertamente, muchas son las iniciativas que en cada diócesis o noviciado se llevan a cabo, con la mejor de las intenciones, para paliar esta sangría vocacional pero todas ellas no acaban de dar los resultados que, aquellos que las diseñan, tienen en su mente. La vocación es un misterio de elección. Dios llama a quien quiere, como quiere y de la forma y en el momento que quiere. A nosotros nos toca ser cauces que posibiliten y favorezcan la acción divina.

En este sentido me parece interesante resaltar estas palabras del último Directorio para la vida y el ministerio de los presbíteros al tratar el tema de la Pastoral Vocacional (2013): “Esta pastoral se deberá fundar principalmente en la grandeza de la llamada, elección divina a favor de los hombres: delante de los jóvenes es preciso presentar en primer lugar el precioso y bellísimo don que conlleva seguir a Cristo. Por esto, reviste un papel importante el ministro ordenado a través del ejemplo de su fe y su vida: la conciencia clara de su identidad, la coherencia de vida, la alegría transparente y el ardor misionero del presbítero son otros elementos imprescindibles de la pastoral de las vocaciones, que debe integrarse en la pastoral orgánica y ordinaria. Por tanto, la manifestación jubilosa de su adhesión al misterio de Jesús, su actitud de oración, el cuidado y la devoción con que celebra la Santa Misa y los sacramentos irradian el ejemplo que fascina a los jóvenes”.


Así pues, el mejor plan vocacional que pueda pensarse es una vida sacerdotal plena y en plenitud de fidelidad; una Iglesia que sea testimonio de Dios en el mundo y que no compadreé con los poderes de éste; unos seminarios con una formación sólida y cabal fundada en la Escritura y la Tradición de la Iglesia así como en el Magisterio indefectible de la misma. ¿En qué nos basamos para ello? En que Dios premia la fidelidad de su Iglesia y, sobre todo, en que Dios es siempre fiel a sus promesas.

Pero… ¿qué hemos hecho nosotros? ¿Qué estamos haciendo? Desde hace unos años comenzó a inocularse en el mundo católico cierta corriente teológica, ambigua y extraña, que negaba el carácter sacerdotal de Jesucristo, arguyendo que Jesús era un laico. Quizás se debiera a esa necesidad patógena del clero de estar como pidiendo perdón a los laicos por ser curas. Y es que cuando una teología se sume ni se aprende bien, ocurren estos disparates. Negar el sacerdocio de Cristo tiene serias consecuencias:

1. Si Cristo no fue sacerdote no podría comunicar su sacerdocio a sus fieles y por tanto ellos no podrían ser, en virtud del bautismo, sacerdotes.

2. Si negamos el sacerdocio de Cristo, no solo el sacerdocio bautismal desaparecería, sino que el sacerdocio ministerial sería inexistente y por ello, todos los sacramentos y toda la liturgia sería vacía y estéril.

3. Si Cristo no fuera sacerdote y solo laico, y por tanto, el sacerdocio de los fieles y de los ministros no existiera; la Iglesia no sería pueblo sacerdotal, sino solo pueblo laical; de ahí la no necesidad de la vocación sacerdotal.

4. En definitiva la Iglesia no sería más que una asociación filantrópica, una teosofía y no habría trascendencia posible.

Pues bien, esta teología de la que algunos sacerdotes, supongo que por moda o desconocimiento, asumieron y propagaron está a la base de la despreocupación por parte del clero de no buscar ni promover vocaciones sacerdotales. Por eso, el clero diocesano, debe esmerarse en el arte de la pastoral vocacional.
                                                         Dios te bendiga



[1] en adelante OT.

sábado, 25 de noviembre de 2017

¡VIVA CRISTO REY!


HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO



Queridos hermanos en el Señor:

            Llegados al final del año litúrgico la Iglesia nos permite celebrar hoy aquello que con tanta prolijidad repiten los textos neo-testamentarios: que Cristo es Rey y que su reino, aun no siendo de este mundo, sí que se extiende a toda la creación y, por tanto, a todas las naciones. Una de las propiedades que tiene el oficio real de Cristo es la de ser el recapitulador final de todo cuanto existe, ha existido y existirá. Por eso, tiene sentido que tras la reforma del Concilio esta fiesta cambiara de fecha de ser el último domingo de Octubre a ser el último domingo del año litúrgico.

            Como cada domingo, dentro de un momento recitaremos aquellas bimilenarias palabras “y vendrá a juzgar a vivos y muertos; y su reino no tendrá fin”. Este aserto que cierra el ciclo cristológico del Credo fue introducido en el Concilio I de Nicea para reforzar la co-igualdad divina entre el Padre y el Hijo en la Trinidad. El pasaje evangélico que hoy se nos propone nos ofrece una preciosa y plástica descripción de cómo podrá ser ese momento escatológico y definitivo: “Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey”.

            Cristo se muestra como un juez con todos los poderes y prerrogativas para emitir un veredicto. En esta gesta no está solo, pues su testimonio vendrá reforzado por los ángeles del cielo que actuarán como testigos ante los hombres. Usando una imagen típica apocalíptica, el juez del mundo se sentará sobre el trono en el que reina – como dice san Pablo – hasta que Dios haga a los enemigos estrado de sus pies. Del mismo modo que los ancianos del Apocalipsis se sientan en sus tronos (cf. Ap 11, 17). Y una vez que esta todo dispuesto, comienza el juicio. Para ello todas las naciones estarán dispuestas ante ese mismo trono.  

            Al final de la historia el Evangelio ha tenido que llegar a todo el orbe de la tierra sin excepción, lo que significa que durante el tiempo que falta hasta la Parusía la Iglesia debe estar inmersa en la hazaña misionera. Esas naciones que comparecerán ante Dios pueden lanzar contra la Iglesia la acusación de que se vieron abandonadas u olvidadas porque no les llegó el Evangelio. Con lo cual hay aquí una primera responsabilidad de cara a preparar el reinado de Cristo. Pero también, y no es menos cierto, que habrá naciones que tendrán que responder del rechazo al Evangelio cuando este llegó bien por motivos religiosos o bien porque lo extirparon de la sociedad tras siglos de arraigo y configuración de la misma.


            Pero dentro de esas naciones, el juicio que hará el rey será individual y singular a cada persona. Jesucristo ha querido buscar a las ovejas descarriadas, sacarlas de los lugares oscuros donde se perdieron por el pecado. Ésta ha sido la obra misionera de la Iglesia. Pero ahora no queda más remedio que separar las ovejas que valen de los cabritos cuyo valor es más bajo. Cristo no pregunta por la fe de las naciones o los individuos sino por la esencial expresión de esa fe cristiana que es la caridad. Las obras de misericordia son la prueba más fehaciente de que la fe se ha implantado en la historia y en los pueblos. Son las pruebas del juicio.

            Por otra parte, Cristo se identifica con los pobres y menesterosos que han recibido la ayuda y la caridad lo que supone que el juicio ya ha comenzado en cada acto de la vida. Cada acto bueno o malo obrado va disponiendo al alma para el juicio final. La identificación de Cristo con los pobres define perfectamente la comprensión cristiana de la caridad y de la justicia social. El cristiano no se conforma con ser buena persona ni con el altruismo filantrópico de hacer el bien para sentirnos mejor con nosotros y con el mundo. No. Para el cristiano, la máxima aspiración es la de ser santo. Y…¿qué es ser santo? Reconocer en el otro al mismo Cristo y por tanto estar prontos y prestos a ejercer la caridad generosa, que es expresión concreta de la fe cristiana.

            Y la caridad la pueden ejercer las naciones en su conjunto en cuanto fundamentan sus leyes en la ley natural o en los preceptos cristianos. O la pueden ejercer los ciudadanos individuales cuando el Estado ha abandonado la ley natural o los preceptos cristianos. En este segundo lugar, el cristiano tiene que ejercer no solo la caridad sino mantener la fe frente a las políticas anti-religiosas o ateas de los gobiernos, y una de estas acciones es la objeción de conciencia. Frente a la apostasía de las naciones, la Iglesia debe permanecer como un pequeño resto fuerte y afianzado en Dios para presentarse con las manos llenas de amor y verdad ante el tribunal de Cristo.

            Perseverancia y fidelidad es lo que hará que nuestras almas sean salvadas. Si mantenemos encendidas las lámparas de la esperanza y hemos puesto a producir los talentos del don de la fe practicando una caridad generosa con los hermanos más pequeños podremos ser invitados a pasar al gozo de nuestro Señor, al banquete de bodas del Cordero. Pero mientras tanto, las oportunidades se nos dan aquí, en esta vida, y el banquete final se nos adelanta en la Eucaristía. Procuremos y vivamos ya el reinado de nuestro Señor Jesucristo. ¡Viva Cristo Rey!

Dios te bendiga

viernes, 24 de noviembre de 2017

NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO




Antífona de entrada

«Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A él la gloria y el poder, por los siglos de los siglos». Tomada del Apocalipsis, capítulo 5, versículo 12 y capítulo 1, versículo 6. Al final del año litúrgico el pueblo cristiano usa las palabras del Apocalipsis para prorrumpir en una sonora alabanza a quien es su único Rey y Señor.

Esta antífona ya nos pone en pista de una adecuada comprensión de la realeza de Cristo: es el Cordero degollado, es decir, Cristo es Rey porque ha entrada en la gloria por medio de su Pasión y muerte. Hoy, como los cristianos de la persecución de Domiciano, seguimos tributando con nuestra vida y nuestra oración todo poder, riqueza, sabiduría, fuerza y honor y alabanza a Jesucristo, Hijo único de Dios y Dios verdadero. El Apocalipsis nos ofrece desde el inicio de la celebración un marco contemplativo de la solemnidad de hoy: fijar nuestros ojos anclando el corazón en quien reina con poder y gloria en el cielo.

Oración colecta

«Dios todopoderoso y eterno, que quisiste recapitular todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del Universo, haz que la creación entera, liberada de la esclavitud, sirva a tu majestad y te glorifique sin fin. Él que vive y reina contigo». Del misal romano de 1570 con un cambio sustancial en la última parte de la oración. Tomando como sustrato para el texto eucológico a Ef 1, 10; esta misa nos recuerda que todo lo que existe, ha existido o existirá ha sido en función de Cristo, por quien todo fue hecho.

A Cristo se le ha concedido pleno dominio sobre todo por eso, la Creación no puede hacer otra cosa que someterse a su Señor, aguardar - como dice Pablo – la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rom 8, 19). Es una creación y una humanidad expectante, que ansía redención de la esclavitud del pecado que la sometió (cf. Rom 5,12) para poder glorificar a su Señor como cielos nuevos y tierra nueva (cf. Ap 21, 1) albergando una humanidad nueva en la que more Dios en medio de ella (cf. Ap 21,3).

Oración sobre las ofrendas

«Al ofrecerte, Señor, el sacrificio de la reconciliación humana, pedimos humildemente que tu Hijo conceda a todos los pueblos los dones de la paz y de la unidad. Por Jesucristo, nuestro Señor». Del misal romano de 1570 con cambios sintácticos y supresión de algunas frases. Tres sustantivos tejen esta oración: “reconciliación-paz-unidad”. La Eucaristía es denominada como “sacrificio de la reconciliación humana” trayendo así a la memoria de los fieles que lo que realmente está aconteciendo en el altar es la actualización incruenta del misterio pascual de Cristo por el cual ha sido coronado como rey del universo. Y en virtud de ese gobierno universal puede, efectivamente, conceder la paz y a unión a todos los pueblos de la tierra porque todos le están sometidos.

Antífona de comunión

«El Señor se sienta como Rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz». Tomada del salmo 28, versículos del 10 al 11. El Señor es un Rey que bendice con el don de la paz. En el momento de la comunión, el Señor vuelve a regalarnos el don de su paz en la intimidad del corazón. La blanca Hostia es un regalo del cielo con que el Rey-Pastor provee a su pueblo para que no desfallezca en la lucha que debe lidiar contra las fuerzas del mal que acechan y asedian a los vasallos de dicho Rey. Hoy, al comulgar volvamos rendir el homenaje de nuestra fe y devoción a tal digno mandatario que nos ama incondicionalmente.

Oración después de la comunión

«Después de recibir el alimento de la inmortalidad, te pedimos, Señor, que, quienes nos gloriamos de obedecer los mandatos de Cristo, Rey del Universo, podamos vivir eternamente con él en el reino del cielo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos». Del misal romano de 1570 con cambios semánticos y suavización de expresiones. Siguiendo la línea teológica que nos ofrecía la reflexión sobre la antífona de comunión, los cristianos no nos conformamos con servir a nuestro verdadero Rey aquí en la tierra sino que aspiramos a vivir en la misma corte de su reino. A diferencia de los reyes de este mundo, que nunca admitieron en sus estancias a sus siervos sino solo a los cortesanos; Jesucristo, Rey pacífico, sí que tiene la firme voluntad de que moremos con Él en las estancias de su reino del cielo.


Visión de conjunto

En el año 1925, la Iglesia celebraba el XVI centenario del Concilio de Nicea celebrado en dicha ciudad de la actual Turquía en el año 325. En aquel concilio no solo se atajaba la herejía arriana formulando la primera parte del actual Credo sino que se añadía la cláusula “y su reino no tendrá fin”. Aquel año santo del 1925 no acabaría, por tanto, sino con la instauración para todo el orbe católico de la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, el 11 de diciembre del 1925 con la encíclica Quas Primas(=QP) siendo sumo pontífice el papa Pio XI. Veamos algunos puntos de esta encíclica.

¿Qué significa que Cristo sea Rey? el mismo Papa responde: «Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así, se dice que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia cuanto porque Él es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de Él y recibir obedientemente la verdad. Se dice también que reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres porque, con su supereminente caridad y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie —entre todos los nacidos— ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús. Mas, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de Él que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino; porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas» (QP 6).

Hemos visto que, efectivamente, Cristo puede ser considerado como Rey ya que puede reinar en la conciencia, voluntad y en los corazones. Y que es Rey tanto por su divinidad como por su humanidad. Pero ¿hasta dónde alcanza su realeza? Ciertamente, el dominio y señorío de Cristo alcanza a todo lo creado tanto visible como invisible según refiere la Escritura: «Tuyos son, Señor, la grandeza y el poder, la gloria, el esplendor, la majestad, porque tuyo es cuánto hay en cielo y tierra, tú eres rey y soberano de todo» (1 Cro 29, 11) y san Pablo: «Por tanto, al Rey eterno, inmortal, invisible, único Dios, a Él sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén» (1Tim 1, 17).

Cristo es poseedor de todo cuanto existe por ser Dios, pues a Él le corresponde lo que corresponde al Padre eterno; por haberlo conquistado a precio de su sangre en la cruz, pues con su misterio pascual ha recapitulado todo en sí mismo; y por amar al mundo apasionadamente hasta el punto de entregar su vida por la salvación de éste. Pero Él no se conforma con un mundo o una creación sometida a la esclavitud del pecado sino que la extensión y propagación de su reina implica un ardor misionero que no puede eludirse si queremos que la humanidad y la creación se vean libres del yugo del diablo y ser puestas en las manos de Cristo. Por ello, su reinado no se conforma con una dimensión personal o íntima del fiel sino que ha de repercutir en las relaciones sociales y en vida pública de los pueblos y naciones de la tierra. A este respecto recordemos las palabras de Pio XI: «nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador» (QP, prólogo).


Por último, conviene recordar aquel grito de “¡Viva Cristo Rey!” con el que murieron tantos mártires en el s. XX tanto en México, con la guerra de los cristeros, como en la España del primero trienio del mismo siglo. Traer a la memoria esta frase es traer al presente la entrega radical que exige el Evangelio y el servicio a tan excelso Rey. Nos recuerda que el martirio es una exigencia de la vivencia total del amor a Dios ya que si los soldados que mueren en el campo de batalla por su rey y su patria obtienen la gloria del recuerdo de la historia, cuanto más los soldados de Cristo, que obtienen la gloria de la eternidad en la corte celestial de su Rey y Señor, Jesucristo.


Vivamos, pues, con paz esta fiesta buscando ante todo el reino de Dios y su justicia; pidiendo, cada día, que venga a nosotros su reino; y que sirviendo lealmente a este Rey eterno, un día podamos morar con él en el cielo.

Dios te bendiga

miércoles, 22 de noviembre de 2017

8. MISA PRO MINISTRIS ECCLESIAE


MISA POR LOS MINISTROS DE LA IGLESIA


I. Misterio

Ministro” es una palabra que procede del vocablo latino “minister,-tra,-trum” que, a su vez, deriva del adjetivo latino en grado comparativo “minor,-oris” y que significa “más pequeño”, “menor”; de ahí que “ministro” literalmente signifique “el que ayuda” o “el que sirve”.

Queridos lectores, me ha parecido interesante comenzar con este apunte filológico para mejor comprender el tema del que hablaremos hoy. Para la Iglesia, un ministerio es, ante todo, un servicio carismático que alguien desempeña en favor de la comunidad eclesial bien sea en la liturgia, bien en la caridad, bien en la evangelización. Decimos que es “servicio carismático” porque solo se realiza en la medida en que uno es investido de la gracia divina para realizarlo. Este servicio-ministerio puede ser ordenado, instituido o designado, como veremos más adelante.

Por el contexto en que desarrollaremos este pequeño tratado nos centraremos en los ministerios que intervienen en la celebración litúrgica. Como marco interpretativo partiremos de este texto del Concilio Vaticano II: «En las celebraciones litúrgicas, cada cual, ministro o simple fiel, al desempeñar su oficio, hará todo y sólo aquello que le corresponde por la naturaleza de la acción y las normas litúrgicas» (SC 28).


Antes de entrar en la calificación antes apuntada, permítanme un brevísimo apunte histórico. A lo largo de los primero siglos de la Iglesia se fueron configurando los diversos ministerios que intervenían en la liturgia (ahorraremos los detalles) hasta concluir en la septiforme distribución de éstos dándoles el nombre de órdenes (mayores y menores). Las ordenes mayores son: obispo, presbíteros y diáconos; y las órdenes menores son: subdiácono, lector, exorcista y ostiario. Hay quienes a estas siete añaden una octava que sería el acólito. Otros incluyen la tonsura. Esta distribución ha sido así hasta el año 1972 en el que el papa Pablo VI reformó estos órdenes suprimiendo varios quedándose solo con dos: el acolitado y el lectorado. Esta reforma se llevó a cabo Motu Proprio “Ministeria Quaedam”, que invito a leer en http://w2.vatican.va/content/paul-vi/es/motu_proprio/documents/hf_p-vi_motu-proprio_19720815_ministeria-quaedam.html. Veamos los ministerios:

A) Ministerios ordenados:

El obispo: posee la plenitud del sacerdocio y el supremo pastoreo en una porción del Pueblo de Dios, llamada Diócesis. En las celebraciones litúrgicas sacramentales le corresponde el ministerio de presidir y actuar in persona Christi et in nomine Ecclesiae, predicar la Palabra de Dios y dirigir y moderar toda la celebración. Si no preside la misa sino que delega, a él le corresponde presidir la liturgia de la Palabra y dar la bendición al final de la Misa.

El presbítero: su sacerdocio está subordinado al del obispo, de quien es cooperador. En las celebraciones litúrgicas, los presbíteros actúan como ministros de Cristo y representantes del obispo. Hacen las mismas funciones que éste salvo lo reservado por las normas litúrgicas.

El diácono: reciben la imposición de manos no en orden al sacerdocio sino al ministerio. En la celebración litúrgica deben proclamar y predicar, a veces, el Evangelio, proponer a los fieles las intenciones de la plegaria universal, sugerir a la asamblea los gestos que deben adoptar. Son los encargados del cáliz y pueden administrar la comunión a los fieles. Son ministros ordinarios de la comunión, del Bautismo, de la Exposición y bendición eucarística; son delegados del matrimonio, de la Liturgia de las Horas y de las Exequias.

B) Ministerios instituidos:

Llamamos ministros instituidos a los que, mediante un rito son habilitados para realizar determinados ministerios en la comunidad eclesial. Son dos:


El lector: su objetivo específico es la proclamación de la Palabra de Dios excepto el Evangelio. Son instituidos de modo estable solo los varones que cumplan ciertos requisitos. Ha de tener la debida aptitud y preparación. Y un gran amor por la Escritura. Dice así la oración de institución:

¡Oh Dios, fuente de toda luz y origen de toda bondad!, que nos enviaste a tu Hijo único, Palabra de vida, para que revelara a los hombres el misterio escondido de tu amor: bendice a estos hermanos nuestros, elegidos para el ministerio de lectores; concédeles que, al meditar asiduamente tu palabra, se sientan penetrados y transformados por ella y sepan anunciarla, con toda fidelidad, a sus hermanos. Por Jesucristo, Nuestro Señor.



El acólito: es instituido para el servicio del altar y como ayudante del sacerdote y del diácono. Le compete la preparación del altar y los vasos sagrados y distribuir la comunión entre los fieles, de la que es ministro extraordinario. Veamos cómo lo refleja la liturgia:

Padre misericordioso, que por medio de tu Hijo único has dado a la Iglesia el pan de vida, bendice  a estos hermanos nuestros, elegidos para el ministerio de acólitos; que tu gracia, Señor, los haga asiduos en el servicio del altar, para que distribuyendo con fidelidad el pan de vida a sus hermanos, y creciendo siempre en la fe y en la caridad, contribuyan a la edificación de tu Iglesia. Por Jesucristo, Nuestro Señor.


C) Ministerio designados o no instituidos:

Son ministros de facto aquellos que realizan funciones litúrgicas sin estar instituidos. Los fieles, en virtud de su participación en el sacerdocio de Cristo mediante el sacerdocio común, están ontológicamente capacitados para participar en las acciones litúrgicas. Esta es su tarea principal. Puede ser interna, con atención de mente y sintonía de corazón; o externa mediante gestos, palabras, cantos, etc. La máxima participación en la Eucaristía se obtiene comulgando sacramentalmente el Cuerpo del Señor.

II. Celebración


            El actual misal de Pablo VI en su tercera edición del 2002 nos ofrece un único formulario para esta misa. No le acompaña ninguna indicación para su uso; pero el ritual para la institución de lectores y acólitos es el formulario que trae a colación en su capítulo III. Por lo tanto, podemos usar esta misa tanto en las respectivas celebraciones indicadas como cualquier otro día del año siempre que se respeten las normas litúrgicas pertinentes a estas misas por diversas necesidades, ya indicadas. El color de estas misas puede ser blanco o bien el propio del tiempo litúrgico en que se celebren (verde o morado). Por último debemos señalar dos cosas: para esta misa puede usarse la plegaria eucarística primera por diversas necesidades y no habría inconveniente en usar el actual segundo prefacio de órdenes con las plegarias eucarísticas I, II o III. En segundo lugar, indicaremos que este formulario es de nueva creación.

            La oración colecta ha tomado como pie el texto de Mt 20, 28 para indicar la importancia y sentido del servicio dentro de la Iglesia que debe realizarse como competencia, mansedumbre y perseverancia. La oración sobre las ofrendas se sitúa en la línea de Jn 13, 4-15 haciendo un paralelo entre el ejemplo de entrega de Cristo y la entrega propia del ministro. La oración de post-comunión demanda la gracia de la fidelidad a los ministros en su servicio al Evangelio, a los sacramentos y a la caridad pues esto conlleva la gloria de Dios y la santificación de los hombres.

            Los textos bíblicos han sido tomados de 1Cor 12, 4-6 para la antífona de entrada, con el fin de indicar que los ministerios en la Iglesia son muy diversos pero que contribuyen a un único fin y que tienen un mismo origen y fuente en Dios Padre. Para la antífona de comunión se nos ofrece Lc 12, 37 donde se recuerda que el ministerio en la Iglesia hallará su recompensa en el cielo cuando sea el mismo Jesucristo quien nos invite a su banquete y nos sirva.

III. Vida


            Veamos que enseñanzas morales podemos entresacar de los textos que hemos analizado:

·         El ministerio es un servicio a ejemplo de Jesucristo: en su ministerio público Jesús nos enseñó que “el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir” (cf. Mt 20, 28). Nos instruyó en el arte de servir y para ello dio ejemplo lavando los pies a sus discípulos como anticipo de su participación en el reino de los cielos (cf. Jn 13, 4-15). De estos textos debemos sacar una conciencia clara del papel que cada uno desempeña en la comunidad cristiana en la que está: es un SER-VI-CIO para la edificación de la Iglesia particular. No es ni poder, ni privilegio ni autoridad, sino que se trata de poner al servicio de la Iglesia los dones y talentos que tenemos; y procurar el bien espiritual y material de cada hermano.

·         El ministerio conlleva una ofrenda personal del ministro y de cada creyente: se trata de vivir la vida con un carácter oblativo, es decir, de entrega a Dios. Cada uno puede y debe ofrecer a Dios un sacrificio personal vivido en la liturgia de la vida cotidiana pero esos pequeños sacrificio personales deben unirse al gran sacrificio que ofrece la Iglesia, pueblo sacerdotal, en la Eucaristía del domingo. De este modo nos unimos más estrechamente a Cristo.

·         Hay una forma concreta de ejercerlo para la gloria de Dios y la santificación de los hombres: esta forma se manifiesta  en

o    Competencia en la acción”: es decir, que se esté capacitado y se tenga aptitudes para ello. No se puede poner a leer a quien no sabe; o a dar catequesis a quien no conoce la fe.

o    Mansedumbre en el servicio”: se debe ejercer con espíritu pacífico y con ánimo magnánimo y liberalidad. Sin aspereza y sin malos modos. Como Cristo lo hacía con gran cariño y viendo a un hermano en aquel a quien se sirve.

o    Perseverancia en la oración”: es fundamental para que cualquier trabajo en la Iglesia tenga éxito. Sin la oración no se puede servir ni vivir. Esta oración deberá estar marcada por la liturgia y por el ministerio propio que se desempeñe, pero siempre con espíritu de intercesión.

o    Espíritu de humildad”: sabiendo que el ministerio no es nuestro sino algo delegado de Dios. Es Él quien actúa en nosotros y a través de nosotros. Si esto lo tenemos claro podremos evitar formas abusivas y autoritarias que más propias son de  los poderes mundanos que del de los cristianos.

o   Espíritu de amor”: como dice san Pablo, “debe ser el ceñidor de la unida consumada” (cf. Col 3, 14). Este amor en el ministerio adquiere una doble dimensión: por un lado es amor a Dios, a quien servimos y por quien servimos; por otro lado, un amor generoso a los hermanos y prójimos a quienes servimos de las distintas maneras establecidas.

Por tanto, es un buen día hoy para orar por tantos y tantos fieles que desempeñan un ministerio (servicio) en la Iglesia: orar por los sacristanes, por los organistas, por los monaguillos, por los lectores, los acólitos, los diáconos (sean permanentes o no) y por todos y cada uno de los que de una manera u otra (catequistas, visitadoras de enfermos, voluntarios de caritas, etc) construyen la Iglesia desde Cristo, para Cristo y por Cristo. Gracias y que Dios os bendiga.

Dios te bendiga

domingo, 19 de noviembre de 2017

MISA MOZÁRABE EN SANTA EULALIA DE MÉRIDA


            Ayer 18 de noviembre tuve la oportunidad de poder celebrar la santa misa en el venerable rito hispano-mozárabe en la basílica de santa Eulalia en la ciudad de Mérida, capital de Extremadura. Aquí les dejo la homilía que pronuncié y una selección de fotos de la celebración litúrgica. 
          Quisiera manifestar mis más sincera acción de gracias a la asociación UBI SUNT? y a su coro-capilla gregroriana del santísimo Cristo del Calvario por los preparativos y por habernos hecho partícipes de esta primera vez que se celebra este rito en dicho lugar. También al párroco-rector de la Basílica, don Juan Casco por su acogida y generosidad. 
            Sin mas, reitero mi deseo de que este sea el germen, la semilla, de una nueva comunidad mozárabe en Mérida, cuna de la fe de Extremadura.

HOMILÍA EN LA MISA HISPANO-MOZÁRABE EN LA BASÍLICA DE SANTA EULALIA DE MÉRIDA



«La Liturgia Hispano-Mozárabe representa, pues, una realidad eclesial, y también cultural, que no puede ser relegada al olvido si se quieren comprender en profundidad las raíces del espíritu cristiano del pueblo español».

Querido señor rector de esta basílica, queridos hermanos sacerdotes, acólitos, capilla gregoriana, hermanos todos en el Señor:

Con estas palabras, el santo Papa Juan Pablo II nos invitaba a recuperar y estimar el venerable rito litúrgico con el que la fe en España fue celebrada desde la llegada del cristianismo a estas tierras hasta aproximadamente el s. XI. El mismo Papa la celebró en la basílica de san Pedro en el Vaticano el 28 de mayo de 1992 avalando, así con su ministerio el rico patrimonio espiritual con que el pueblo español contribuyó a la gloria de Dios, al bien de la Iglesia, a la santificación de los hombres y a la evangelización de los paganos.


Prueba de los frutos espirituales de la liturgia celebrada en las tierras hispanas desde los primeros siglos fue el nacimiento y crecimiento en ella de importantes comunidades eclesiales, de entre las cuales destaca la sede de Emerita (hoy Mérida). Esta vetusta ciudad no solo se conformó con dar gloria y esplendor al imperio romano sino que pronto, desde el inicio, abrazó a Cristo y al Evangelio dando aún más gloria al Dios único y verdadero. De esta Iglesia emeritense no son pocos los éxitos de su madurez espiritual pues cuando en esta sede se habían sentado obispos indignos de ello no dudaron en buscar los cauces necesarios para deponerlos como así se realizó con el libelático Marcial a quien en la carta 67 de San Cipriano de Cartago, la Iglesia de Mérida lo rechaza porque Mérida no pagaba traidores a la causa de Cristo por muy obispo que fuera.


Pero si aquella hazaña ya habla de la excelencia de Mérida aún más gloria le reporta el valor intrépido de aquella niña que con solo trece añitos no dudó en enfrentarse a los enemigos de Cristo y perseguidores de la Iglesia para mantener la dignidad de los cristianos y la verdad y pureza de la fe. Con gran lirismo lo expresó Prudencio en su Peristephanon:



Eulalia, ilustre y noble por su cuna,
Aunque, más noble que por la prosapia,
Por la clase de muerte que ha sufrido,
Es la virgen sagrada,
Ornamento magnífico de Mérida;
De Mérida, a quien ama,
Donde vio la primera luz del mundo
Donde sus huesos en paz descansan.


Y no se agotó la grandeza de Mérida con el sublime martirio de esta santa pues aún los padres emeritenses más gloria debieran darla. De ellos, recordaremos el ejemplo valiente y virtuoso del obispo Masona quien ante el ataque del arriano rey Leovigildo no dudó en hacerle frente junto a san Hermenegildo para salvar la fe católica de la Hispania visigoda. Por influencia de esa grandeza de espíritu la monarquía goda acabó convirtiéndose al catolicismo con el rey Recaredo en el III Concilio de Toledo donde la patria española obtuvo, por vez primera, su unidad política, territorial y religiosa. La unidad religiosa en torno al catolicismo de rito hispano. Rito que se vio enriquecido por las disposiciones de varios concilios visigóticos celebrados en esta misma ciudad, de los cuales no conservamos sus actas tan solo por referencias pero si conocemos al del año 666 que enriqueció enormemente el rito hispano que hoy celebramos y que tras el año 1085 fue suprimido en la Península Ibérica y tan solo se conservó en Toledo, gloria de España y luz de sus ciudades, como la llamó Cervantes.


Ante el riesgo de perderse en el olvido y en la decadencia que impone la obligación de mantener una costumbre que no se conoce, un hombre extraordinario, de los que de vez en cuando da nuestro solar patrio, decidió en 1500 pagar de su pecunia una capilla y un cabildo para la reforma y mantenimiento de dicho rito. Se trata del fraile, cardenal, virrey y regente de España, Francisco Jiménez de Cisneros, cuyo quinto centenario de su muerte estamos celebrando en este año.

Así pues, hermanos, al celebrar esta solemne liturgia hispano-mozárabe nos acercamos a nuestra tradición más original y prístina donde tantos y tantos santos se santificaron y donde se conservó, se oró y se defendió la fe cuando las hordas musulmanas invadieron nuestra tierra y los cristianos tuvieron que huir hacia el norte de España dejando reliquias e imágenes desperdigadas por toda la geografía ibérica. En Extremadura dejaron los restos de san Fulgencio y Florentina, custodiados hoy en Berzocana; y la imagen bendita de la Santa Madre de Dios, venerada en estas tierras con el nombre de Guadalupe.


Por tanto, vemos cómo las raíces de nuestra tierra extremeña están muy ligadas a este venerable rito que tanto tiene que decirnos hoy. Porque también los extremeños tenemos un pasado de fe y devoción que debemos mantener. Nosotros, católicos, estamos también preocupados del progreso material y espiritual de nuestra recia tierra extremeña que esta mañana se concitaba en Madrid para pedir un tren digno para esta región. Fueron hombres de esta tierra los que un día zarparon en barcos al otro lado del mar para llevar la fe cristiana, la palabra del Evangelio y para engrandecer la gloria de España. Como bien decimos en el himno guadalupano “somos los hijos del gran Pizarro, los hijos somos de Hernán Cortés”. Pero también lo somos de Núñez de Balboa, de Orellana, de Pedro de Valdivia, y tantos otros.


Finalmente, queridos hermanos, no olvidemos todo esto: que somos un pueblo de fe, impregnado de fe, nacido de la fe. Que somos herederos de una historia de santidad y martirio como lo demuestran santa Eulalia, Donato y Hermógenes. Que somos una región que solo hallará su sentido y su brújula en la medida en que no pierda sus raíces cristianas hispanas y mozárabes. Que somos una tierra que la providencia divina se escogió para propagación de la fe católica, única y verdadera, en todo el mundo.

Pidamos, pues, hoy, la intercesión de la niña santa Eulalia para que nuestra fe no decaiga sino que siempre nos pertrechemos con ánimo generoso en la vivencia de la fe, la esperanza y la caridad. Así sea.