viernes, 30 de marzo de 2018

MEDITACION EN EL CORAZON DEL TRIDUO PASCUAL




JESÚS DIJO: “ESTÁ CUMPLIDO”. E, INCLINANDO LA CABEZA, ENTREGÓ EL ESPÍRITU.

(Meditación para el Viernes y el Sábado Santo)





Al terminar la misa del Jueves, éste queda desnudo: desmantelado el altar, vacío el sagrario, las cruces (si las hay en el templo) cubiertas con un velo rojo o morado… Queda, eso sí, el Monumento con el Santísimo Sacramento para distribuir la comunión a los fieles en el oficio de hoy Viernes… Nos preparamos, en silencio total y en total despojo, para los misterios de la muerte y resurrección del Señor. En este contexto físico comienza la celebración de los Oficios del Viernes. En silencio, con vestiduras rojas (celebramos al Rey de los mártires), entran los ministros, que se postran en el suelo ante el altar. No hay cantos. Este es, sin duda, el signo primero y constante de estos dos días: el silencio. Sin saludos ni un “Oremos” siquiera, comienza la celebración con una oración inicial de quien preside. Sigue la liturgia de la Palabra (cuyo contenido veremos en su momento), y la Oración Universal, que expresa precisamente el valor “universal” de la Pasión y Muerte de Cristo en la cruz.




Hallamos a continuación lo que constituye el segundo signo de esta liturgia: la Cruz que se ofrece a los fieles para su adoración. Nos resulta prácticamente imposible entender cómo el paso de la historia la ha convertido en un signo estrictamente (y casi exclusivamente) religioso, cuando para los primeros cristianos (y para cualquier otro ciudadano de entonces) la cruz evocaba el peor instrumento de ejecución de la época. No es de extrañar que, en 1 Corintios 1:18-31, Pablo hable del “escándalo de la cruz”. Frente a romanos y griegos, para cuya “sabiduría” era inconcebible una divinidad doliente (y menos todavía, capaz de sufrir por los humanos), o frente a los judíos, que esperaban un Mesías que los librase eficaz y definitivamente de la opresión de los ocupantes del momento y eran, por tanto, incapaces de entender el sometimiento y la muerte de Jesús, los cristianos interpretamos la muerte de Cristo en una clave totalmente distinta: como signo e instrumento de salvación.

           



Nos queda un último elemento “significativo”: en este clima de silencio, contemplación y plegaria (la Oración Universal es un recorrido por las necesidades del mundo y de la Iglesia), la liturgia no autoriza la celebración de la Eucaristía. Sin embargo, la tercera y última parte de los oficios consiste en la distribución del pan eucarístico reservado el día anterior: tras el rezo del Padrenuestro, se sigue el ritual de la misa, se da la comunión a los fieles y, después de las oraciones finales, se despoja de nuevo el altar, y se deja tan sólo la Cruz con cuatro candelabros para que los fieles puedan “adorarla, besarla y permanecer en oración y meditación”. Desde este momento hasta la Vigilia Pascual se extiende el largo silencio junto al sepulcro donde reposa el Señor, esperando su resurrección. Salvo el rezo del Oficio Divino, ni se celebra la Eucaristía ni ningún otro sacramento, salvo la Penitencia y la Unción de los enfermos. Es tiempo de espera silenciosa.



            Vayamos ahora a las lecturas de este día. El extenso fragmento del Canto del Siervo de hoy, el Cuarto y último de todos, puede considerarse una de las más precisas descripciones proféticas de los sentimientos que debió de experimentar Jesús en aquellos días de sufrimiento y abandono. Es importante recordar que, en medio de tanta desolación, el texto concluye anunciando que “Verá su descendencia, prolongará sus años… Por los trabajos de su alma verá la luz,…se saciará de conocimiento… Le daré una multitud como parte y tendrá como despojo una muchedumbre” (53:10-12), y proclamando la victoria definitiva del justo. En cierta medida, sería la respuesta a la confianza que expresan los últimos versos del Salmo 30 que recitamos a continuación.



            Pero es tal vez el texto de Hebreos (segunda lectura) el que nos proporciona el significado último de todos aquellos acontecimientos: “Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas,… a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer…y se ha convertido… en autor de salvación eterna” (5:7-9). Hay, una vez más, una reafirmación de la condición radicalmente huma de la figura de Cristo: no estamos ante una apariencia de hombre, sino de alguien que comparte en todas sus dimensiones, nuestro propio ser. Sufre, clama… y obedece.



            Con todo, existe un contraste tremendo entre la descripción de todos estos padecimientos del Jesús-Justo-Víctima que entregó “su vida como expiación” (Isaías 53:10) y el relato de la Pasión elaborado por Juan, que contrasta también con las Pasiones de los Sinópticos. Resulta difícil abordar su lectura en clave del “Jesús Sufriente” cuando lo que tenemos delante es un Jesús que aparece desde el primer comento como el verdadero Rey de los Judíos, la Palabra encarnada, dueño y Señor (con mayúscula) de la situación en todo instante.




            Todo cuanto sucede aquellos días está visto, interpretado y transmitido desde la óptica de la resurrección. Tanto Jesús como los lectores conocen de antemano el desenlace de lo que está ocurriendo y, por tanto, tienen la clave para ver la pasión a la luz del Cristo Resucitado, vivo y glorioso. El Jueves Santo, Jesús había dado un ejemplo de humildad, desempeñando el papel de esclavo, arrodillándose para lavarles los pies a los discípulos, tarea que sólo realizaría un siervo (13:1-20). Ese es, tal vez, el único momento y la única acción en que se manifiesta el “anonadamiento” que reflejan los cantos del Siervo y el himno de Filipenses que se había leído el Domingo de Ramos. Pero, muy al contrario de este gesto humillante, desde el comienzo hasta el fin del relato de la Pasión, Jesús está muy por encima de las circunstancias y de los personajes que le rodean: a pesar de lo injusto y anómalo del proceso, de las falsas acusaciones, del abandono y la traición, él es dueño de su destino, sabe todo lo que se le viene encima e incluso se adelanta a los acontecimientos (18:4).



            No es Judas quien le entrega a la cohorte y a los soldados después de besarle (ni siquiera se menciona el consabido “beso” del discípulo traidor), sino que es Jesús quien se dirige directamente a ellos y les pregunta a quién buscan. Cuando responde al requerimiento de los guardias, el que habla no es tan sólo el “Jesús de Nazaret” al que quieren detener, sino que Jesús pronuncia y se identifica con la solemne auto-definición de Yahveh: “Yo Soy” (18:5 y 8). No le habíamos visto postrado y rezando en el huerto y pidiéndole al Padre que le librase del trago amargo que estaba a punto de beber, tal como le presentaban los Sinópticos, sino que ya en este primer instante del proceso está dispuesto y acepta con entera libertad, sin vacilaciones ni miedos, la voluntad del que le ha enviado: “El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?”(18:11). Y es la tropa la que cae al suelo. Tampoco es que los discípulos huyan y le abandonen a su suerte: es él quien les dice a los soldados que les dejen irse libremente. A partir de este momento, paso a paso, la historia seguirá el curso debido y anticipado: sufrimiento, humillación, abandono, hasta el instante mismo de la muerte: “Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura” (19:36). En contraste con el protagonista de una tragedia griega, donde el “hado”, la “necesidad” determinan el curso de los acontecimientos, sin que el héroe pueda hacer nada por cambiarlo, aquí los designios salvíficos del Padre se cumplen, pero es Jesús, con su decisión dolorosamente libre, quien domina la historia de la que él es sujeto y artífice.



            Y estamos tan sólo en el comienzo de la Pasión. Podemos seguir la lectura comparando esta figura de Jesús con la de los Sinópticos: incluso de camino a la muerte, el Jesús del Evangelio de Juan habla y actúa como si ya fuera “el Señor” resucitado de entre los muertos. Es plenamente consciente de que en medio de todo el proceso, su dignidad como “Palabra de Dios” e “Hijo del Padre” está por encima de todo cuanto le ocurra. Es Pilato quien aparece intimidado por la presencia de Jesús, y su diálogo dista mucho de lo que sería habitual en el interrogatorio de un detenido en un proceso político. Algunos momentos son especialmente significativos. Jesús, que le había dicho a Tomás “Yo soy la verdad” (14:6), guarda silencio cuando Pilato le plantea la pregunta retórica “Y ¿qué es la verdad?”, porque no es momento para discutir el escepticismo académico del gobernador. Las palabras de Pilato, “¡he aquí vuestro rey!” (19:14), cuando presenta a Jesús ante el pueblo, cobran un giro irónico y se convierten en un recuerdo cínico pero profético de las palabras usadas cuando se entronizaba a los reyes de Israel. Y es eso lo que lleva a los jefes de los sacerdotes a pronunciar su más solemne declaración de blasfema apostasía: “¡No tenemos más rey que al César!". Aun así, en una última paradoja, la inscripción que manda poner Pilato en la cruz “Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos” no es la sentencia de un criminal sino la proclamación de un rey, algo que los sumos sacerdotes entienden más que de sobra (19:19-22). Y cuando Jesús muere en la cruz y “entrega el espíritu”, podemos hallar un destello del Espíritu que había anunciado anteriormente (7:39), que también está simbolizado en el agua que salió de su costado (19:34), y que entregará definitivamente a sus discípulos tras la resurrección. “Recibid el Espíritu Santo” (20:22). El Siervo Sufriente ha vencido a sus enemigos y ha cumplido la misión que le había encomendado el Padre (19:30).






             Había un huerto…, y en el huerto, un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús” (19:41-42). Así termina el relato de “la hora” para la que la Palabra, el Hijo de Dios, había venido al mundo. Para los judíos, el sábado era el día que Dios bendijo porque en ese día descansó de todo su trabajo de creación (Génesis 2:2-3). Por eso es también un día de descanso para los humanos. Para nosotros, cristianos, este Sábado tiene una significación especial: es el silencio mismo de la tumba de Jesús y el silencio en el que el creyente escucha la voz de Dios, su Palabra misma, el único sonido hecho carne salvadora para quienes quieren recibirla en actitud de fe. Es tiempo de reflexión orante y preparación para el gran acontecimiento de la Resurrección.



A los cristianos, con frecuencia nos critican por cierta insistencia malsana en los sufrimientos de Jesús en esta etapa última de su vida. Y debemos reconocer que en ciertos ambientes socioculturales y en determinadas épocas (barroco), esta tendencia ha sido e incluso hoy sigue siendo una verdadera tentación. El Jesús sufriente en ocasiones oculta o deja en segundo plano la imagen del glorioso Cristo resucitado que hemos visto presente en el relato de Juan. Es importante, sin duda, compartir los sufrimientos del Profeta–Sacerdote–Rey que fue traicionado, abandonado, torturado y arrastrado injustamente a la muerte: cargaba sobre sus hombros y experimentaba la angustia y la aflicción de la humanidad entera, pasada y futura. Pero, aunque pueda sonar inadecuado, es esencial que aprendamos a seguir a Jesús camino de la cruz con los sentimientos anticipados de la Pascua; a descubrir y comunicar la luz gozosa de la resurrección vencedora sobre el mal y la tiniebla que gravitan y oprimen a nuestros hermanos de hoy día; a encontrar la manera de comprender a quienes sufren, de tal modo que nuestras palabras de consuelo sean algo arraigado con mayor profundidad en nuestra propia realidad.



            Lo que veamos y oigamos en la celebración del Viernes Santo no es sino la consecuencia de todos los pasos dados por Jesús a lo largo de su ministerio. De nuevo nos hallamos ante una manera inesperada, inaceptable, de ejercer el papel de Cristo, Rey y Señor. Una vez más, una última frase suya puede resumir ese papel de Jesús. Cuando Pilato le pregunta si es “rey”, su respuesta desvela el misterio oculto hasta entonces: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (18:37). Esta simple afirmación nos lleva a otras palabras dirigidas a nosotros, quienes oímos su voz y somos las ovejas que tratamos de seguirle como Buen Pastor (10:1-8): las dos imágenes de Rey y Pastor van unidas y, a su vez, nos llevan a la del Cordero de Dios; ambas, además, evocan la idea de dar la vida por el rebaño y quitar el pecado del mundo. Es así, sorprendente e inesperadamente, como reina el verdadero Rey de Israel, el que dice y da testimonio de la verdad es el acusado en el juicio en el que van a ser condenados este mundo y su príncipe, que es precisamente “mentiroso y padre de la mentira” (Juan 8:44-47).




            Conviene que conectemos también nuestra meditación de hoy con el silencio del Sábado Santo. Pensemos en los Doce (incluyo, como es natural, a Judas) y en el resto de los discípulos y las mujeres que habían seguido a Jesús aquellos últimos meses de su vida. Después de todo aquel tiempo pasado con el maestro, ¿qué quedaba de sus planes, proyectos, expectativas y esperanzas? Y ahora, ¿qué? Para nosotros, cristianos del siglo XXI, la historia es clara como el cristal: sabemos cómo termina y que tiene un “final feliz”, algo que ignoraban sus seguidores. Pero, para ellos, el horizonte inmediato era la tenebrosa realidad del fracaso total de aquel en quien habían puesto su esperanza. Esa actitud la reflejan muy bien los discípulos que se encaminaban a Emaús, “esperaban que él iba a liberar a Israel” (Lucas 24:13-35), y todo se había convertido en un sueño iluso y vacuo. No se trataba ya de abrigar dudas o incertidumbre o desconcierto: lo que ahora les invadía era la dura certeza de la desesperanza, el fracaso y el duelo. Añadamos los sentimientos de culpa: “¿Por qué huimos?, ¿cómo es posible que no le defendiéramos…?” Y, por supuesto, no podría faltar el miedo: si así habían tratado al leño verde, ¿qué les podía esperar a ellos, que eran el leño seco? (Lucas 23:31).




            El vacío litúrgico  refleja y subraya el otro vacío, el de las almas que habían puesto su esperanza en Jesús y se quedan en el silencio de un Dios que parece no querer dar respuesta. No caigamos nosotros en esa tentación: entremos, por el contrario, en ese clima de silencio reflexivo y esperanzado de la liturgia: en unas pocas horas nuestro duelo se habrá convertido en gozo y estaremos celebrando la Pascua. Conviene recordar aquí la imagen de la parturienta utilizada por el mismo Jesús: “Vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría” (Juan 16:19-22). En oración silenciosa acerquémonos a la tumba, sabiendo que si el grano de trigo cae en la tierra y muere, da mucho fruto: el Cristo resucitado es las primicias de nuestra resurrección (Juan 12:24).





Tomado de las reflexiones escritas por el

Rvdo. D. Mariano Perrón, Sacerdote católico,

 Archidiócesis de Madrid, España.

jueves, 29 de marzo de 2018

MEDITACIÓN PARA EL JUEVES SANTO


¿COMPRENDÉIS LO QUE HE HECHO CON VOSOTROS? … OS HE DADO EJEMPLO PARA QUE LO QUE YO HE HECHO CON VOSOTROS, VOSOTROS TAMBIÉN LO HAGÁIS

(Meditación para el Jueves Santo, misa “In coena Domini”)





El Domingo de Ramos, tras la larga introducción no sólo a ese día, sino a todo la Semana Santa, puse el acento en los personajes que, a lo largo del relato de la Pasión, rodeaban a Jesús. En ellos aparecían múltiples rasgos que nos retrataban a nosotros mismos, pero, además, se reflejaban los sentimientos que debió de experimentar Jesús como protagonista de los acontecimientos. Recurriendo a los términos de la tragedia griega, el héroe, el protagonista de la acción, veía como el coro y los demás actores subrayaban el desarrollo de la acción o ponían un contraste que la hacían más llamativa.



Pero en la tragedia la acción se centraba en hechos narrados: eran muy pocos los gestos, era muy pobre o casi inexistente la escenografía. Por el contrario, en nuestra liturgia (a pesar del despojo sufrido en la reforma conciliar), los gestos, las acciones se suceden. Aunque una sobriedad malentendida y reduccionista haya hecho que algunas de nuestras celebraciones se asemejen a una clase de crítica literaria o a una disertación académica más que a una verdadera acción litúrgica, la realidad de nuestra celebración ofrece y de hecho incluye toda una serie de elementos que superan con creces lo puramente verbal. No son muchos, reconozcámoslo, pero si se utilizan con inteligencia, son suficientes, profundamente significativos y suplen aquello en lo que la palabra precisa un apoyo sensible y gestual que ayude y complemente el contenido verbal.



Movimientos (procesiones dentro y fuera del templo), objetos (ceniza, ramos, agua, pan, vino, óleos, la cruz o los iconos, el libro mismo de las lecturas sacras), olores (incienso), gestos o posturas corporales (la elevación de las manos, las bendiciones o signaciones, el abrazo de paz, la inclinación de la cabeza o la genuflexión), el sonido (música, cantos, salmodias), la luz y el color (el cirio pascual, los cirios del altar o los que llevan los fieles, la oscuridad con que se inicia el lucernario, los colores de los ornamentos), todos esos elementos construyen un universo en el que prácticamente intervienen los cinco sentidos.



El Miércoles de Ceniza comenzamos la Cuaresma con la imposición de la ceniza en nuestras frentes. Para los israelitas, cubrirse de ceniza o polvo la cabeza manifestaba un doble sentimiento: era signo de luto y dolor, pero también de arrepentimiento y penitencia por las culpas. Por eso lo usaban tanto los pecadores como los que hacían duelo. En nuestra tradición, su uso se limita al día en que comenzamos el tiempo penitencial de Cuaresma, como signo de nuestro deseo de conversión y como recordatorio de nuestra frágil condición humana llamada a la muerte.



El Domingo de Ramos, nos unimos al pueblo que recibía a Jesús al llegar a Jerusalén. Tomamos en las manos ramas de olivo, flor de romero y hojas de palma para saludar al Hijo de David, al Rey de Israel.



Incluyo en las reflexiones que ahora siguen no sólo la Misa de la Cena del Señor, sino que me he permitido incluir en esta Lectio del Jueves Santo una celebración muy poco conocida por los fieles, aun cuando las orientaciones oficiales instan a que se promueva su participación en ella: la Misa Crismal, que suele tener lugar el Miércoles Santo. En ella descubrimos un nuevo signo: la consagración del santo Crisma y la bendición de los Óleos de los Catecúmenos y de los Enfermos. Este elemento sacramental no es exclusivo de la Iglesia Católica Romana, sino que también utilizan el Crisma y los Óleos las Iglesias de Oriente, la Comunión Anglicana y algunas Iglesias Luteranas y Reformadas. Además, la celebración pone gran énfasis en la unidad existente entre el obispo y sus presbíteros por el hecho de participar del único y mismo ministerio sacerdotal de Cristo. Como he dicho antes, por razones prácticas, suele adelantarse a alguno de los días anteriores de la Semana Santa, normalmente el Miércoles. Aunque arriba se ofrecen las citas de los textos bíblicos usados en la liturgia, no voy a referirme a ellos, sino a la dimensión simbólica que representa la Misa Crismal.





Son tres los óleos que se consagran o bendicen: el más importante de ellos es el Crisma, término cuya raíz griega nos ha dado en español “crismar” (ungir), “crisma” (cabeza) y “Cristo”, (el Ungido). Sus orígenes se remontan a la tradición de Israel, donde se ungía y consagraba con aceite a sacerdotes, profetas y reyes. En nuestra tradición cristiana, el Crisma, un aceite perfumado con ungüentos, se utiliza para ungir a los catecúmenos en su bautismo, a quienes reciben la confirmación, y a los diáconos, presbíteros y obispos en su ordenación; también con él se consagran el templo, el altar y los vasos sagrados. A todos los cristianos, laicos o clérigos, tendría que recordarnos aquella unción por la que en nuestro bautismo fuimos consagrados en Cristo, incorporándonos a él, que es el “Sacerdote, Profeta y Rey” por excelencia. Los otros dos “óleos” son: el de los Catecúmenos, que se utiliza en el bautismo para fortalecer a los nuevos cristianos en su lucha contra el pecado y contra el Diablo, príncipe del mal; y el de los Enfermos, usado en el sacramento que pone remedio a las dolencias del cuerpo y el alma de cuantos padecen enfermedad.




Y tras esta breve nota, cuyo objeto es ir cubriendo todos los signos usados en la liturgia de Semana Santa, volvamos al Jueves Santo. En la Misa de la Cena del Señor encontramos dos signos contrapuestos que nos dan dos dimensiones complementarias de una misma realidad: el misterio de la entrega de Jesús en el contexto de una Última Cena que, en realidad y de manera insospechada, fue la definitiva Cena Pascual. En ella se combinan la comida ritual y el servicio humilde del que no vino “a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28 y paralelos).



El primer signo es la cena eucarística, la fracción del pan, la comunión con el pan y el vino que se han transformado en el cuerpo y sangre del mismo Cristo. En esta cena que hoy celebramos de manera simbólica, se concentran dos celebraciones bien distintas. De una parte, la cena pascual que celebraban los judíos desde la salida de Egipto, cuya directrices concretas hemos escuchado en la primera lectura de Éxodo 12. La sangre del cordero sacrificado con que los hebreos habían rociado las jambas y el dintel de sus casas era la salvaguarda de su supervivencia en aquella noche en que habrían de perecer todos los primogénitos de Egipto. Los judíos han mantenido viva la tradición de aquella cena y con ella hoy siguen conmemorando la liberación de la esclavitud y su nacimiento como pueblo elegido. Ahora que ya no existe el Templo ni la casta sacerdotal ni los sacrificios cruentos de la Antigua Alianza, la celebración central del judaísmo es el “Séder de Pésaj”, la cena pascual celebrada en el ámbito familiar. Por otra parte, los tres Sinópticos nos presentan la última cena de Jesús con sus discípulos como una cena pascual (Mateo 26:17-20; Marcos 14:12-17; Lucas 22:7-14). En ella, mediante las palabras de la institución eucarística (Mateo 26:26-29; Marcos 14:22-25; Lucas 22:15-20; 1 Corintios 11:23-26), el pan y el vino usados en la cena ritual se convierten en “comunión de la sangre de Cristo” y en “comunión del cuerpo de Cristo” (1 Corintios 10:16-17). No está clara la manera en que se celebraba la Cena del Señor en los primeros momentos. Cabe decir que coexisten dos tradiciones fundamentales que no se excluyen: la de una cena de fraternidad (a eso se refieren las críticas que hace Pablo al modo egoísta, casi pagano, con que se celebra en Corinto), que comprendía también una celebración de carácter más “religioso” o litúrgico en la que se repetían las palabras de Jesús en su cena con los discípulos. En cualquier caso, la línea que se fue imponiendo y de la que somos herederos es la de la celebración religiosa centrada en la fracción del pan (kráxis toû artoû), la bendición y acción de gracias (eucharistia), y en la memoria (anámnesis) en que se repetían los gestos y las palabras de Jesús.



           

Por eso resulta chocante que para la solemne celebración del Jueves Santo la sagrada liturgia no haya elegido como texto evangélico una de las versiones de la Última Cena que presentan los Sinópticos y en las que se mencionan las palabras y las acciones con que Jesús les ofreció a sus discípulos el pan y el vino, sino el relato de aquella misma cena según el Evangelio de Juan. Y lo que en verdad nos desconcierta es que Juan no aluda directamente a esa dimensión esencial de la Cena, o que aquella comida la situara cronológicamente ¡antes de que se hubieran sacrificado oficialmente los corderos destinados a la cena pascual! (Juan 19:31). Por el contrario, en su relato, Juan nos presenta a Jesús lavándoles los pies a los discípulos, y esa acción concluye precisamente con un mandato semejante al que les da Jesús en los demás relatos de la Última Cena: “Si yo… os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Juan 13:14-15). Obviamente, el mandato está en paralelo con aquel otro “Haced esto en memoria mía” (Lucas 22:19 y 1 Corintios 11:24). ¿Por qué este cambio tan radical en el Evangelio de Juan? Tal vez porque, cuando se escribió, la cena eucarística ya había comenzado a convertirse en algunas comunidades en un rito religioso rutinario, y el evangelista quería subrayar el vínculo existente entre la celebración litúrgica y la realidad del servicio fraterno en la vida diaria. No debemos, empero, olvidar el significado más directo y radical de compartir el ejemplo de humildad por parte de Jesús… lo cual nos llevaría a la interpretación de este gesto desde la perspectiva teológica del Siervo Sufriente.





Hay, pues, un enfoque nuevo en el relato de Juan: frente al sacrificio del cordero pascual de la tradición judía (curiosamente, en ninguno de los relatos se menciona que se comiera cordero en la Última Cena), Juan nos presenta a Jesús como el verdadero “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Precisamente por eso, Jesús es sacrificado, entrega su espíritu, en la cruz justamente a la hora en que se sacrificaban los corderos destinados a la cena pascual.



            En este sentido, queda mucho más que decir en torno a este segundo signo de la liturgia del Jueves Santo. El diálogo entre Jesús y Pedro en torno al lavatorio de los pies nos recuerda el que había mantenido con Nicodemo y anticipa el que seguirá después con los demás discípulos. “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?” (13:12). Y es que lo que ha hecho Jesús es un acto tan humillante que ni el miembro más bajo de Israel lo habría llevado a cabo. Se suponía que eran los esclavos los encargados de realizar aquel trabajo tan servil. Incluso en el recibimiento más cortés, a los invitados se les ofrecía agua para que se lavaran los pies ellos mismos, pero ningún anfitrión se “rebajaría” a lavárselos a nadie. En verdad, la Palabra “tomó la naturaleza de siervo” ¡en el sentido más literal del término! Aunque nos sea éste el momento más oportuno, debemos relacionar este detalle con la pena capital que aplicaban los romanos y a la que se verá sometido Jesús: la crucifixión era el tipo de ejecución que se reservaba para la peor clase de criminales, en particular los que atentaban contra el estado (“terroristas” diríamos hoy día); en el caso de los ciudadanos romanos, sólo para aquellos que habían sido declarados traidores a la patria.



            La cuestión es que Jesús asume la condición más humillante y vergonzosa para mostrar su comunión con la humanidad…, e invita a sus discípulos a hacer lo mismo. Recordemos cómo, después de anunciar que su vida como predicador del Reino y su misión como Mesías va a culminar con su persecución, juicio, tortura y ejecución (Mateo 16:21-23; 17:22-23; 20:17-19 y sus paralelos en los Sinópticos), invitaba a quienes habían escuchado su mensaje: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mateo 16:24-28 y paralelos). Es importante notar que tanto Marcos (9:32) como Lucas (9:45) señalan que los discípulos “no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle”. Tampoco Pedro le entendía, ni el mismo Nicodemo, “maestro de Israel”, había podido captar lo que quería decir Jesús cuando anunciaba que el Hijo del Hombre tenía que “ser elevado” para que tuviera vida quien creyera en él (Juan 3:14; véase todo el pasaje, 3:1-21; también 8:28 y 12:32). Sólo más tarde, después de la resurrección, llegarían a entender lo que había anunciado Jesús (Juan 20:8-9).





Nos queda un paso más, aunque no figure en la liturgia de hoy. El resto del capítulo 13 incluye dos predicciones dramáticas (vv. 21-30 y 36-38) en el clima de una cena fraterna cuyo contenido de despedida de Jesús camino de la muerte le añade todavía más dramatismo a la lucidez con que el Hijo afronta el destino al que le encamina el Padre. Hasta tal punto, que “Jesús se turbó en su espíritu” (v. 21). No era para menos: uno de los Doce va a traicionarle, pero ninguno de los compañeros es capaz de entender la predicción. No sólo eso: Simón, uno de los tres más cercanos, que le ha visto en la gloria de la Transfiguración, también acabará negándole, a pesar de sus promesas de fidelidad hasta la muerte. En medio de esos anuncios desoladores, un mandato, el último y único: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros”. Qué lejos quedan los dos mandamientos más importantes de la Ley, cuyo cumplimiento, a lo sumo, significaba que “no se estaba lejos del reino de Dios” (Marcos 12:28-34). Qué lejos están los discípulos de entender que las palabras de Jesús Maestro no son una lección de ética, sino la proclamación de una manera de abordar la vida, de un modo de ver la realidad desde una perspectiva totalmente distinta. Todos los acontecimientos que  sucederán aquella misma noche los desconcertarán hasta tal punto que le abandonarán, dejándole solo frente a su destino.



Podemos volver a tomar como punto de partida los personajes, imaginar sus sentimientos y ver en qué coinciden o divergen de los nuestros: el pueblo que recibió a Jesús el Domingo de Ramos con todas las esperanzas que había puesto en él e ignora los pasos que en aquellos momentos está dando en su camino como Mesías; los discípulos que acompañan a Jesús en una cena en que ven los gestos con que el maestro se pone a sus pies y escuchan el mensaje de entrega y sacrificio de su único mandamiento; en particular, lo que sienten Pedro y Judas, cada uno de los cuales ha recibido un mensaje especial…




            Pero no nos limitemos al relato de la cena y el lavatorio: los capítulos 14, 15 y 16 de Juan son el gran “desahogo” de Jesús con sus amigos (ya no los llama “siervos”, 15:15). La otra línea de esta meditación podría consistir en una lectura meditativa de todas esas últimas confidencias de Jesús con los suyos. ¿Y si nos metiéramos en la piel de Jesús y, conociendo todos los elementos y circunstancias que vimos en antes, tratáramos de entender y participar de esos sentimientos que les comunica Jesús a los discípulos, a nosotros mismos?



          Nuestra oración de hoy, “Día del Amor Fraterno”, “Día del Sacerdocio”, podría centrarse en dos temas básicos de intercesión. Podemos dirigirnos a este Jesús, Siervo de Yahveh, que se enfrenta lúcidamente a un futuro de zozobra y abandono, para que se acuerde de quienes hoy día también se enfrentan a un llamamiento que implique sacrificio y abnegación, sea cual sea su vocación específica. Podemos, igualmente, dirigirnos a este Jesús, que, sin vestiduras sacerdotales, es el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, “sacerdote, víctima y altar”, y pedirle por todos los que se han sido llamados a participar en su propio sacerdocio: los jóvenes recién ordenado o a punto de serlo, los que viven su ministerio en soledad y abandono, “en tierra hostil” o lejos de los suyos, los ancianos u olvidados… podemos prolongar la lista. Pero no limitemos nuestra plegaria: evidentemente, debemos añadir a todos aquellos que, de un modo u otro, necesitan una palabra de aliento, una mano tendida, una presencia amiga. Tengamos presente, insisto, que es el “Día del Amor Fraterno”: pensemos y pidamos por cuantos colaboran en Cáritas o cualquier otro organismo dedicado a la acción caritativa o asistencial.



Tomado de las reflexiones escritas por el

Rvdo. D. Mariano Perrón, Sacerdote Católico,

Archidiócesis de Madrid, España


miércoles, 28 de marzo de 2018

EL MINISTERIO EPISCOPAL EN LA MISA CRISMAL





1. La misa crismal: breve recorrido histórico.

La misa crismal recibe su nombre del solemne rito de bendición de los óleos y de la consagración del santo Crisma; en ella, el obispo rodeado de su presbiterio y con todo el pueblo santo, bendice el óleo de los enfermos y el de los catecúmenos, y consagra el santo Crisma con la mezcla del bálsamo, la insuflatio y la plegaria solemne. Esta Misa encuentra su lugar propio en la mañana del Jueves Santo, por tanto el último día de la Cuaresma, pero puede adelantarse a algún día próximo. Vayamos a su origen para descubrir mejor su sentido, su valor y su interpretación teológica.

Para bendecir el santo Crisma, el óleo de los catecúmenos y el de enfermos, se creó poco a poco una celebración propia cercana a la Pascua; como iremos exponiendo después, se inicia esta celebración en vistas a la consagración del Crisma pero luego, por atracción normal, se introducen el óleo de los catecúmenos y el de enfermos en esta Misa. Imita la bendición habitual que, con frecuencia, se realizaba del óleo de enfermos antes de la doxología del Canon.

La razón de situar una misa en la quinta feria, el Jueves Santo, es la de ser la última Eucaristía de Cuaresma (que acaba con la hora de Nona del Jueves Santo) previa al triduo pascual (que comienza con la Misa vespertina in Coena Domini) en función de la noche santa de la Pascua en que habrá de usarse el santo Crisma. Esta celebración, hoy llamada Misa crismal, surge por un motivo eminentemente práctico: eran necesarios los óleos para la celebración solemne de la Iniciación cristiana en la Vigilia pascual. Así lo explican varios autores quedando ya como una razón evidente para todos.

La historia nos muestra cómo la celebración eucarística del Jueves Santo, ha sufrido un claro desarrollo, dentro de la tradición de la liturgia romana. De las tres misas, según la fuente más antigua que disponemos: “Reconciliación de los penitentes”, “Consagración de los óleos”, e “In Coena Domini” – que en el siglo VII se celebraban en la mañana, al mediodía y por la tarde respectivamente-, se llegó al formulario de una única Misa. Esta única celebración eucarística matutina, era la misa “In coena Domini”, en la cual se hacía memoria de la institución de la Eucaristía. En la catedral, a esta celebración presidida por el obispo, se le adjuntó la “consagración del crisma” y la “bendición de los óleos”. Así la encontramos descrita en los sacramentarios gregorianos del tipo I.

En el transcurso de la Edad Media al final de esta celebración eucarística se le agregaron aún la “Processio Calicis cum Sacramento” y la “denudatio Altaris”. Así lo documentan el Pontifical y Misal romanos que surgen de la reforma litúrgica del concilio de Trento. Este formulario permaneció intacto hasta la reforma de la Semana Santa llevada a cabo por Pío XII. El Ordo Hebdomandae Sanctae de 1955 restableció la tradición de la “Missa chrismatis”, tal como aparece en el Sacramentario Gelasiano, en su horario matutino, tomando el mismo formulario.

Con esta reforma, al constituirse un formulario propio para la misa crismal, se logró no sólo descargar la misa vespertina “In cena Domini” sino revalorizar la liturgia de la bendición de los óleos”. Con la reforma del Papa Pablo VI la misa crismal pasa a tener un tono eminentemente sacerdotal “una fiesta sacerdotal”, idea que el Papa ya tenía cuando era arzobispo de Milán.

Los liturgistas más puros no aceptaron de buena gana este cambio ya que suponía abandonar a la tradición multisecular de hacer girar la Misa crismal en torno al crisma y los óleos. Pero pronto esta idea fue calando en el pueblo. De ahí que todos los textos tuvieran que ser revisados. Para la bendición de los óleos y la consagración del crisma continuaron en vigor los ritos y textos del pontifical romano.

2. El obispo en los praenotanda de la misa crismal

            En la misa crismal se visualiza plásticamente el oficio del obispo como «gran sacerdote de su grey». Del mismo modo, con la bendición de los óleos y la consagración del Crisma, se expresa el hecho de que del obispo «deriva y depende, en cierto modo, la vida de sus fieles en Cristo». Esta idea se concentra y expone en los praenotanda con estas palabras «la misa crismal […] ha de ser tenida como una de las principales manifestaciones de la plenitud sacerdotal del Obispo y como un signo de la unión estrecha de los presbíteros con él».

            La quinta praenotanda se refiere a la confección del crisma y permite dos modos de hacerlo a criterio del obispo: a) Privadamente antes de ser consagrado; b) En la misma acción litúrgica, dentro de la misa. Solo el obispo tiene la «competencia exclusiva» tanto en la confección del Crisma como de su consagración. No así la bendición de los otros dos óleos pero con condiciones precisas: a) Óleo de los catecúmenos, se concede también a los presbíteros «cuando en el bautismo de adultos deben hacer la unción en la correspondiente etapa del catecumenado»; b) Óleo de los enfermos, puede ser bendecido por un sacerdote que tenga facultad de la Santa Sede o por derecho propio o por peculiar concesión.

            Dentro de la celebración misma, las rúbricas pautan unas ideas para la homilía que debe hacer el obispo como maestro y pastor, de ahí que se aconseje el uso de la mitra y el báculo en ella. Estas ideas son las de a) exhortar a los presbiterios a que conserven la fidelidad a su ministerio; b) invitarles a renovar las promesas que un día hicieron en su ordenación « ¿Queréis renovar las promesas que hicisteis un día ante vuestro obispo y ante el pueblo santo de Dios?». El obispo, como cabeza de la Iglesia que tiene encomendada hace las preguntas en dos direcciones: dos a los sacerdotes y dos a los fieles cristianos laicos que están presentes. A estos últimos se les pide que recen «por vuestros presbíteros» y por el propio obispo «para que sea fiel al ministerio apostólico confiado a mi humilde persona y sea imagen, cada vez más viva y perfecta, de Cristo sacerdote, buen pastor, maestro y siervo de todos».

            Tras las promesas sacerdotales, se inicia la procesión de los óleos y de los dones del pan, del vino y del agua. Es interesante hacer notar que las ánforas que contienen los óleos y el aroma, deben ser llevadas por los ministros que luego habrán de dispensarlos, expresándose así la vinculación entre ministro y sacramento. Los fieles laicos pueden llevar los dones para el sacrificio, esto es, pan, vino y agua. El obispo, sentado en la sede los recibe y se los entrega a los diáconos que le ayudan. Los óleos son presentados al obispo en voz alta. 

Al final de la anáfora, y antes del Per ipsum, se hace la bendición del óleo de los enfermos. Luego la misa prosigue como siempre. Al final de la celebración, después de la oración de poscomunión se bendice el óleo de los catecúmenos y se consagra el crisma. Es interesante leer esta rúbrica que recoge en esencia la antigua práctica que ha surcado los siglos de la tradición: «el Obispo, teniendo a ambos lados suyos a los presbíteros concelebrantes, que forman un semicírculo, y a los otros ministros detrás de él procede a la bendición del óleo de los catecúmenos, y a la consagración del crisma».

La Consagración del Crisma reviste un simbolismo especial. Tres son los gestos sacerdotales que se realizan en este sacramental: a) Mezcla de aromas y óleo; b) Soplo sobre el ánfora; c) Oración del obispo. Veamos brevemente estos ritos:


A.    Mezcla de los aromas con el óleo: «el obispo derrama los aromas sobre el óleo y hace el crisma en silencio». Es un gesto cargado de significado pneumatológico. Preparar, por un lado, el soporte físico de lo que va a ser signo del Espíritu Santo y hacerlo, por otro lado, en el ámbito natural del mismo Espíritu, que es el silencio. Como dijimos en la primera parte, el óleo ha sido confeccionado con aceite de oliva u otros vegetales, y en este caso, es mezclado con aromas. Este rito está envuelto por el silencio que no es ausencia de ruido sino “parte de la celebración”, es un momento de presencia fecundante del Paráclito.




B.     Soplo sobre el ánfora: «entonces el obispo, oportunamente, sopla sobre la boca de la vasija del crisma […]». Es un rito fuerte y eminentemente pneumatológico, con gran raigambre bíblica: el soplo de Dios en la creación (cf. Gn 1, 2b), el soplo sobre la creación del hombre (cf. Gn 2,7), el soplo que abrió las aguas del mar rojo (cf. Ex 14,21) el soplo de Jesús a sus discípulos comunicándoles el Espíritu Santo (cf. Jn 20,22), el viento de Pentecostés (cf. Hch 2,2).



C.     Imposición de manos y oración: « […] y con las manos extendidas dice una de las siguientes oraciones de consagración». Seguimos en un ambiente pneumatológico. Ahora el signo del Espíritu es la imposición de manos. Unas manos que hacen sombra (cf. Gn 1, 2b “el espíritu de Dios aleteaba por encima de las aguas”; Sal 63 (62) “y a la sombra de tus alas canto con júbilo”; Sal 91 (90) “que vives a la sombra del omnipotente”; Mt 17, 5 “una nube luminosa los cubrió con su sombra” Lc 1, 35 “el poder del altísimo te cubrirá con su sombra”…) sobre crisma ya preparado. A este gesto le acompaña una extensa oración estructurada muy claramente en Introducción-Anámnesis-Epíclesis-Aitesis-Doxología. No nos detenemos a examinar pormenorizadamente la oración sino que solo destacamos la relación de unciones bíblicas y la intervención de todo el presbiterio presente «en silencio» y con la manos derecha extendida «hacia el crisma» desde la epíclesis hasta el final de la oración. Extender la mano derecha es un signo de la potencia del Espíritu Santo, que tan bellamente recogió el himno Veni CreatorDextrae Dei tu digitus”.

Si estos ritos se han celebrado tras la liturgia de la Palabra, la misa sigue como siempre, si se han llevado a cabo tras la oración de poscomunión, la Eucaristía concluye del siguiente modo: «dada la bendición conclusiva de la misa, el obispo pone incienso en el incensario y se organiza la procesión hacia la sacristía». Es importante hacer notar que las rúbricas disponen y especifican que el obispo ponga incienso en el incensario a diferencia de otras rubricas para el resto de misas estacionales. Hagamos un cuadro comparativo usando lo dispuesto por el Ceremonial de los Obispos, aunque adelantemos materia.

Ceremonial de los obispos en la Misa crismal (292-293)
Ceremonial de los obispos en otras Misas (168-170)
·         Oración de Pos-comunión.
·         Bendición acostumbrada.

·         Pone incienso y lo bendice.
·         Diácono: Ite Missa est.
·         Procesión de salida.
·         Oración de Pos-comunión.
·         Bendición acostumbrada o especial


·         Diácono: Ite Missa est.
·         Procesión de salida.








Creo que es bastante significativa la diferencia entre las dos secuencias rituales. Quizás esta rúbrica haya querido conservar los restos del antiguo rito de acompañar al Santo Crisma con incienso por parte de un diácono.

El Ordo para la misa crismal dispone, por último, que en la Sacristía, el obispo amoneste a los presbíteros acerca de «cómo hay que tratar  y venerar los óleos, y también cómo hay que conservarlos cuidadosamente».

3. Conclusión.

Tras los datos anteriores, estamos en disposición de extraer algunas conclusiones importantes que pueden ayudarnos en la mejor comprensión de esta celebración litúrgica:

A) Ante todo, se debe tener en cuenta que la misa crismal es esencialmente la celebración solemne de la Eucaristía, y cuando decimos solemne debemos entenderlo como máxima expresión de la asamblea reunida junto con sus pastores en torno al altar de la catedral, es decir, una misa estacional. Las celebraciones de la Iglesia son epifanía del misterio de la Iglesia, sobre todo las que son presididas por el obispo, y de manera especial la misa crismal dado que es participada por el presbiterio, los diáconos y el pueblo

B) Como misa estacional, supone que sea celebrada por un obispo, de ahí que deba regirse por las disposiciones dadas para este tipo de celebraciones que se encuentran en el Ceremoniale Episcoporum. Cuando el obispo está presente en una misa es muy conveniente que presida la Eucaristía y que asocie a su persona a los presbíteros en la acción sagrada, como concelebrantes, ahí la Iglesia se manifiesta como “sacramento de unidad” (OGMR 92).

C) Efectivamente, la misa crismal, siempre presidida por un sucesor de los apóstoles, es fiel reflejo de la teología conciliar tanto del episcopado como de la Iglesia en general, primando, en esto último, la imagen de Pueblo de Dios.

D) También concluimos el aspecto pneumatológico de toda la celebración, especialmente, en los ritos de la bendición de los óleos y la consagración del Santo Crisma. La triada Insuflación-Imposición de las manos-oración da buena cuenta de ello.

Espero que este breve estudio nos ayude a estimar más tanto el ministerio de los obispos, como la expresión más prístina de la sinaxys eucarística y de la imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios que constituye la misa crismal.

Dios te bendiga

sábado, 24 de marzo de 2018

REFLEXION PARA EL DOMINGO DE RAMOS


TENED ENTRE VOSOTROS LOS SENTIMIENTOS DE PROPIOS DE CRISTO JESÚS

(Meditación para el Domingo de Ramos)






Quisiera este año traer a la memoria esta preciosa meditación del Domingo de Ramos escrita por el P. Mariano Perrón, buen amigo que se me fue este año, recientemente. espero que os ayuden sus sabias reflexiones para menor vivir la Solemnidad de este día.

Si comparamos las lecturas de Semana Santa en cualquiera de sus tres ciclos, A, B o C, encontraremos sólo una diferencia: los evangelios usados en la solemne procesión de entrada para la misa, así como los de la Pasión, corresponden a su propio ciclo (A: Mateo, B: Marcos y C: Lucas). En cuanto a la Pasión según san Juan, se repite el Viernes Santo en los tres ciclos. Las demás lecturas, tanto las del Antiguo como las del Nuevo Testamento, también son las mismas año tras año.

           

            El texto que proponemos como lema de esta amplia meditación no es una frase del Evangelio, sino una exhortación de Pablo a los cristianos de Filipos. Pretendemos, así, recalcar el papel importantísimo que desempeña el himno cristológico de Filipenses 2:6-11 como clave fundamental para captar el significado más hondo de la vida, muerte y resurrección de Cristo, lo que se ha llamado la cristología de La kénosis, el “vaciamiento”, el despojo de su categoría divina por parte de Cristo.



            El esquema de abajarse desde su elevada condición divina hasta la más humilde situación humana para ser exaltado a la más alta posición de gloria proporciona una descripción clara y concisa de los planes de Dios para ofrecer la salvación a la humanidad. No solo eso, sino que nos proporciona las orientaciones para descubrir lo que significa la vocación cristiana como llamamiento a un estilo de vida que, como el de Jesús, no concuerda con nuestra manera “natural” de entender la existencia, tan razonable y, desde luego, tan cómoda y acomodaticia.



Una vez más  hemos de recordar las palabras de Isaías: “vuestros caminos no son mis caminos”. Para Pablo, sin duda, la Iglesia de Filipos, y en ese sentido cualquier comunidad cristiana, es una imagen de Cristo, su cuerpo visible en este mundo; de aquí la importancia de su comportamiento, “con los sentimientos propios de Cristo Jesús en medio de su generación, donde han de brillar como luces vivas (2:15).



Sin duda, la fe es una manera de concebir la vida, sus valores, su objetivo y su sentido. La actitud de Jesús es la del “perfecto hombre nuevo”, que “ve” la realidad según los planes y el designio de Dios y, de ese modo, representa la clase de hombre que estamos llamados a ser: aquel que ve la realidad desde la perspectiva de Dios y hace suyos sus planes, por dolorosos que parezcan.




Desde el comienzo de su ministerio, “ve” con toda lucidez lo que el Padre le ha preparado: su papel será el del Siervo Sufriente, de tal modo que mediante su abnegación y sacrificio pueda nacer el Reino de Dios. Es posible que, frente a la imagen de un Jesús seguro de su señorío, tal como nos lo presenta el evangelio de Juan (aunque también en éste podamos hallar momentos de angustia: 12:27), nos resulte desconcertante el Hijo del Hombre que nos ofrece Marcos: Jesús se enfrenta a su futuro con todos los temores que cualquier humano sentiría ante una perspectiva tan tremenda. Y lo hace con la lucidez de quien sabe que, a pesar de su confianza en el Padre, tendrá que someterse al dolor y al abandono más absolutos. Resulta estremecedor el grito “con voz potente” de Jesús en los sus últimos momentos en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.



Si leemos atentamente la historia de la Pasión, lo que vemos, por encima de todas las cosas, es a un Jesús plenamente conocedor de su futuro inmediato y de su significado: en Betania presintió la unción para su propio entierro (14:3-9); durante la cena de Pascua, anunció que uno de los Doce le iba a traicionar (14:17-25) y predijo la negación de Pedro (14:27-31). En Getsemaní hallamos las expresiones más duras respecto a sus sentimientos: “Se lleva consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a sentir espanto y angustia, y les dice: ‘Mi alma está triste hasta la muerte’”. En su oración, reza y pide verse libre de aquel trago amargo (14:32-41)… Podríamos seguir leyendo y ver cómo sintió la misma angustia y el mismo temor que cualquier otro hombre habría experimentado en un trance semejante; y cómo, a pesar de toda la dureza que entrañaba su misión, libremente eligió y aceptó la voluntad del Padre y sus planes de salvación, tan difíciles de entender y asumir desde una perspectiva puramente humana. “Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre…: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre”. Sin duda, las palabras de Filipenses son algo mucho más que un “himno cristológico”. A lo que nos invita Pablo es a asumir esa misma fe que implica un heroísmo que hoy día están viviendo algunos hermanos nuestros perseguidos a causa de su fidelidad.



Los cuatro relatos de la Pasión nos ofrecen, en primer lugar, la descripción de los acontecimientos de los últimos días de la vida de Jesús. Los cuatro evangelistas, además, nos proporcionan un retrato de las gentes que rodeaban al rabí y profeta al que habían seguido, admirado, reconocido como hombre de Dios, traicionado y abandonado. Esos personajes bien pueden ser el espejo en que veamos los rasgos de nuestra propia personalidad y nuestra actitud en el seguimiento de Jesús. Si miramos en profundidad, ninguno de ellos es absolutamente malvado (ni siquiera Judas o las autoridades judías, que piensan que actúan en defensa del pueblo de Israel frente a la amenaza de la disidencia religiosa y la tiranía romana), y todos ellos juntos presentan una imagen completa de nuestra contradictoria naturaleza humana.



Ciñámonos ahora al texto de Marcos. El primer personaje que hallamos no parece formar parte de la Pasión, pero ella y sus acciones son el mejor anuncio y una clave básica para todos los acontecimientos que están a punto de ocurrir. Después de su entrada en Jerusalén, la “purificación” del Templo y sus largas discusiones con sus adversarios, Jesús vuelve a Betania. Allí, en casa de Simón el leproso, una mujer desconocida (atención a los detalles: de ella no se dice que sea una pecadora, o que se trate de María la hermana de Marta y Lázaro, o de la Magdalena), le unge con un carísimo perfume de nardo, y el derroche que supone aquel gesto provoca el escándalo de los presentes. Nadie es capaz de captar el signo profético que sólo Jesús entiende y explica: “se ha adelantado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura” (14:8). También ha anticipado el papel que Jesús como rey y sacerdote desempeñará en su Pasión. Curiosamente, de ella se recordará el gesto, ¡aunque no sepamos su nombre! (14:9). Y el sentido de su actitud de generosidad silenciosa y devota se verá completada por las palabras del centurión romano al ver morir a Jesús: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios” (15:39). Un pagano proclamará lo que había enunciado Marcos en la primera línea de su Evangelio.




Los discípulos merecen especial atención. Los tres más próximos a Jesús no pudieron mantenerse despiertos ni “una hora” (14:37) mientras él se sentía lleno de “espanto y angustia” y rezaba por verse libre de aquel amargo trago (14:33-35). Incluso Simón Pedro, que había alardeado de la firmeza de su fe y decía que estaba dispuesto a “morir con él” (14:29-31), cuando una criada le identifique como discípulo de Jesús, jurará ¡tres veces! que no le conoce (14:66-72). Judas, “uno de los Doce” como subraya Marcos, le pondrá en manos de las autoridades judías que maquinan su muerte (14:10-11), y el beso con que saludará a Jesús será la señal para que lo identifiquen quienes van a arrestarle y se lo lleven preso (14:43-46). Uno de los presentes (suponemos que un discípulo: de hecho, Juan 18:10-11 atribuye la acción a Pedro) trató de defenderle con una espada (14:47); otro, un joven, escapó aunque aquello supusiera la vergüenza de quedarse desnudo (14:51). Pero, al final, estaban tan atemorizados ante los acontecimientos, que todos los discípulos lo abandonaron y huyeron (14:50).



En cuanto a las autoridades, sabemos de sobra el papel que desempeñaron. Quienes pertenecían a la clase dirigente religiosa, sacerdotes, fariseos, escribas, estaban convencidos de que Jesús constituía, no sólo e promotor de ideas religiosas que ponían en cuestión la doctrina oficial, sino que era un verdadero peligro para la estabilidad social y política de Israel: después de recurrir a testigos falsos para que adujeran pruebas y así poder entregarle a Pilato, el gobernador romano (14:55-61), fue Jesús mismo quien les proporcionó la excusa para llevar a cabo sus planes. Sus palabras, “Yo soy” (14:62), significaban identificarse con Dios, eran una auténtica blasfemia y merecían la pena de muerte (14:53-64).



Aunque algún autor dice que se trata de dos “grupos distintos”, la misma multitud que había recibido a Jesús con himnos y vítores y había alfombrado el suelo con sus capas y con ramas mientras avanzaba a lomos de un burro al comienzo de la semana (11:8-10) gritará ante Pilato “¡Crucifícalo!” unos días más tarde (15:6-15). Algunos de ellos, al verle en la cruz, lo insultarán, mientras que los sacerdotes y los maestros de la ley se burlarán de él. Lo mismo harán incluso los dos bandidos con él crucificados (15:29-32).



Los personajes romanos desempeñan los papeles que cabía esperar en circunstancias semejantes. Pilato no quería problemas con una multitud rebelde (Jerusalén estaba atestada de gentes venidas para la celebración de la Pascua y, como hemos visto, eran fáciles de enardecer y manipular): tras un tibio intento de intercambiar a Jesús por Barrabás y a pesar de conocer las razones tortuosas invocadas por las autoridades judías, decidió “complacer a la gente” y se “lo entregó para que lo crucificaran” (15:1-15). En cuando a los soldadesca romana, la crueldad de sus acciones responde, desgraciadamente, a las prácticas de tortura y castigo que entonces eran comunes para con los prisioneros más peligrosos.




            Quedan aún otros personajes cerca de Jesús. Debía de estar muy débil cuando tuvieron que recurrir a un transeúnte, Simón de Cirene, para que llevara el travesaño dela cruz (15:21). Aunque se viera forzado a realizar aquella tarea (las autoridades podían exigir ese tipo de servicio) y nada sepamos de sus sentimientos religiosos, Simón desempeña un profundo papel alegórico: su acción recuerda las exigencias que había planteado Jesús a quien quisiera seguirle: olvidarse de sí mismo y cargar con la cruz son las dos condiciones principales (8:34). Al leer o escuchar este pasaje, los cristianos perseguidos de aquel tiempo debían de entender con toda claridad lo que quería decir Jesús cuando les había anunciado a los discípulos lo duro que era seguirle.

           

Las mujeres: no sólo las que aparecen con su nombre (María Magdalena, María la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé), sino también el grupo de quienes le habían seguido hasta Jerusalén, están allí y, aunque de lejos, no abandonan al maestro. Por eso serán las primeras testigos de la resurrección. Otra de las paradojas habituales: escaso, por no decir nulo, era el valor del testimonio de una mujer en un juicio. Cuánto más faltas de credibilidad habrían de ser sus palabras sobre el “sepulcro vacío”.



Sólo tras la muerte de Jesús entrará en escena otro personaje: José de Arimatea, que se hará cargo del cuerpo y lo enterrará. La urgencia por no transgredir el inminente sábado hace que a Jesús lo entierren envuelto sin más en una sábana de lino y sin ningún ungüento o perfume: eso explica que las dos Marías y Salomé, el domingo por la mañana temprano fueran con aromas con intención de embalsamar el cuerpo (16:1-3): en realidad, no hacía falta embalsamarle pues ya había sido ungido por la desconocida que habría de ser recordada “en cualquier parte del mundo donde se proclame el evangelio” (14:9).



Humildemente sugiero comparar las acciones de los personajes que hemos visto contrastándolas con los sentimientos que pudo o debió de experimentar Jesús en relación con ellos, y tratar de entender de qué manera estaba siguiendo los designios del Padre. Podemos tratar de identificarnos con algunos de esos personajes y descubrir lo que compartimos con ellos. O intentar encontrar en nuestro propio entorno circunstancias semejantes a las descritas en el texto: orgullo y autosuficiencia, traición, intereses egoístas, temores ocultos, ingratitud… Y valor y piedad, compasión y solidaridad, generosidad humilde y acción eficaz… La lista de elementos, positivos y negativos, es interminable. En cualquier caso, busquemos la manera de acercarnos cuanto podamos al Jesús Sufriente que murió por nosotros. Y eso ya es mucho.





Con excesiva frecuencia y en demasía nos fijamos en nuestras dificultades y problemas cotidianos para ser fieles al Evangelio. Pero, seamos sinceros: a pesar de las escasas discriminaciones de que podamos ser objeto personalmente y del espíritu cada vez más anticristiano que vivimos en nuestra sociedad, nada tienen que ver nuestras circunstancias adversas con aquellas en las que vivieron su fe los primeros cristianos… o determinados hermanos nuestros en tantas regiones del mundo actual. Hoy, pues, recemos especialmente por los cristianos de todas las confesiones que corren el riesgo o de hecho se ven sometidos, no sólo a la discriminación, sino a la persecución, el destierro, la destrucción de sus hogares y templos, e incluso a la muerte: para que encuentren consuelo en compartir el sufrimiento de Cristo; y también, para que obtengan el apoyo de los demás cristianos que oramos por ellos y les tratamos de proporcionarles ayuda.  Además de esta intención particular, creo que deberíamos rezar todos pidiendo esperanza. En gran medida, la pasión y muerte de Jesús es una parábola de la existencia sufriente y atormentada que padecen muchos seres humanos en nuestro propio mundo. En sus cuerpos y en sus almas llevan las heridas con que fue herido Jesús: para que seamos conscientes de tanto sufrimiento y busquemos con esperanza medios eficaces para aliviarlos. 



Teniendo en cuenta la grave situación de tantas comunidades cristianas que sufren pobreza, discriminación y persecución, trata de obtener información sobre las mismas y busca de qué manera puedes ayudarles. Ayuda a la Iglesia Necesitada, o Cáritas pueden resultarte sumamente útiles para descubrir noticias y ayudar eficazmente a otros cristianos para los cuales “testimonio” tiene el nuevo significado que cobró la palabra griega original: “martirio”.



Tomado de los escritos del Rvdo. D. Mariano Perrón,

Sacerdote católico, Archidiócesis de Madrid, España