sábado, 29 de diciembre de 2018

UN VALOR A DEFENDER


HOMILÍA EN LA FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA


Queridos hermanos en el Señor:

            En medio de estos días entrañables de Navidad, en que recordamos el nacimiento en carne de Nuestro Señor Jesucristo, el calendario litúrgico nos trae hoy a la contemplación una estampa querida por todos: la Sagrada Familia formada por María, San José y el niño Jesús.

            Este núcleo familiar sirve hoy de modelo y de intercesión para todos nostros: los que tenemos familia o los que habéis formado, junto a vuestros cónyuges e hijos, vuestra propia familia. La Familia de Nazaret es modelo en cuanto nos muestra el designio querido por Dios para cada persona y la sociedad, pues bien dice el Catecismo: «Al crear al hombre y a la mujer, Dios instituyó la familia humana y la dotó de su constitución fundamental. Sus miembros son personas iguales en dignidad. Para el bien común de sus miembros y de la sociedad, la familia implica una diversidad de responsabilidades, de derechos y de deberes» (CEC 2203). La familia de Nazaret, según se desprende de los textos bíblicos, proclamados, es modelo de esas relaciones de crecimiento y de coigualdad que el Catecismo recoge.

El delicado cuidado de san José hacia María y Jesús, le convierte en modelo de conducta para los padres, llamados a educar y procurar para sus hijos el camino de la salvación y del amor a Dios. Están llamados a amar a sus mujeres con un amor de entrega total, y junto con ella, buscar la salvación y la santidad. La entrega sencilla y humilde María a su familia y a Dios la hace perfecta modelo para las madres y esposas de familia quienes tienen la incomparable misión de poner ternura, paz y serenidad donde las situaciones familiares lo exijan. El genio femenino pone en juego todas sus capacidades para abrir nuevos caminos a los hijos y agradar el hogar a toda la familia. La esposa está, del mismo modo que el esposo, a procurar que los hijos conozcan a Dios le amen y, junto a su esposo, alcanzar la santidad y la salvación. En este sentido, el Catecismo de la Iglesia ofrece un precioso y sencillo programa para las familias de hoy: «La familia cristiana […] es llamada a participar en la oración y el sacrificio de Cristo. La oración cotidiana y la lectura de la Palabra de Dios fortalecen en ella la caridad. La familia cristiana es evangelizadora y misionera» (CEC 2205). Los hijos, por su parte, deben mirar al niño de Belén, que crece en Nazaret, como modelo de conducta y obediencia respecto a sus padres, pues Jesús, aún siendo Dios y teniendo a Dios como único y verdadero Padre, se sometió a la obediencia dócil de san José y de María su madre.


La familia es hoy más necesaria que nunca. Nos dice el Catecismo y sin falta de razón: «La familia es la célula original de la vida social. Es la sociedad natural en que el hombre y la mujer son llamados al don de sí en el amor y en el don de la vida. La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La familia es la comunidad en la que, desde la infancia, se pueden aprender los valores morales, se comienza a honrar a Dios y a usar bien de la libertad. La vida de familia es iniciación a la vida en sociedad. La familia debe vivir de manera que sus miembros aprendan el cuidado y la responsabilidad respecto de los pequeños y mayores, de los enfermos o disminuidos, y de los pobres. Numerosas son las familias que en ciertos momentos no se hallan en condiciones de prestar esta ayuda. Corresponde entonces a otras personas, a otras familias, y subsidiariamente a la sociedad, proveer a sus necesidades. “La religión pura e intachable ante Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en su tribulación y conservarse incontaminado del mundo” (St 1, 27)» (CEC 2207-08).


¿Acaso el drama de nuestro mundo y nuestro fracaso como sociedad y civilización no será que hemos olvidado todo esto? Hemos cerrado la puerta a la humanización que conseguía el núcleo familiar para abrírselas a los males de la modernidad que han endurecido nuestro corazón y han enfriado nuestras relacione familiares y sociales.


Para paliar los males que hoy aquejan a las familias, la Sagrada Familia de Nazaret se nos presenta también como intercesora ante Dios. Intercesora por aquellas familias que viven inmersas en conflictos: padres que no se hablan con los hijos, hermanos que no se hablan entre ellos o con los padres. Intercesora por aquellos cónyuges de uno u otro sexo maltratados, vejados. Intercesora por tantos conflictos domésticos dentro del hogar que siempre pagan los hijos, los más indefensos. Intercesora por aquellas madres que contemplan el aborto como una opción sin ser conscientes del síndrome posaborto; intercesora por aquellas familias cuyos miembros han sido víctimas del desempleo y no llegan a final de mes.


La Sagrada Familia de Nazaret es garante de paz, esperanza, pan y unión en las familias actuales. Es abogada de aquellas familias que afrontan dificultades y marginación. Es refugio de aquellas familias que tienen algún miembro enfermo o anciano a su cargo.


En este momento de nuestra historia debemos volver a valorar la familia en toda su realidad, sabiendo que no hay familias perfectas y que constituir una familia es un trabajo de todos los días: renovar el amor de los esposos, progresar en la confianza y la educación de los hijos, perdonar las desavenencias, cuidara los enfermos y proteger a los miembros más débiles es un arte que nunca termina de aprenderse. Pero con todo y con eso, la familia es un don de Dios que debemos amar, defender y proteger. Que Dios nos ayude a todos en esta tarea. Así sea.


Dios te bendiga

sábado, 22 de diciembre de 2018

DICHOSA TÚ QUE HAS CREIDO


HOMILÍA DEL IV DOMINGO DE ADVIENTO


Queridos hermanos en el Señor:

            Como cada año, el cuarto domingo de Adviento, la liturgia nos brinda la oportunidad de vivir una celebración única en el año: todo un domingo dedicado a María, a contemplar el misterio de la inminente Encarnación del Señor. Un domingo en que todas las lecturas nos conducen a elaborar un precioso retrato de la Virgen Madre.

            En la profecía de Miqueas encontramos a una madre que dará a luz en un tiempo futuro oportuno. La madre de un niño de origen eterno, un niño destinado a ser jefe de un pueblo y llamado a establecer la paz entre Dios y los hombres. Esta profecía, que se pierde en las tinieblas de la historia halla su cumplimiento en las palabras exultantes de santa Isabel: ¡Dichosa tú que has creído porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá! Y vaya si se ha cumplido: por el seno virginal de la Hija de Sión nos ha venido la alegría al mundo, la misma alegría que hizo saltar a san Juan Bautista en el vientre de su madre, cuando aun era un feto. La misma alegría que inundó a los ángeles y a los pastores en la noche santa de la Navidad; y la misma alegría que imbuirá el corazón de los discípulos la mañana de la Pascua.

            En el día de hoy, vemos a María como aquella que hace posible que Dios entre en nuestro mundo para dos cosas: 1. Para hacer la voluntad del Padre Dios y 2. Para hacer brillar el rostro divino sobre nosotros y así restaurar la imagen divina en nuestras almas, desfiguradas por el pecado. Estos dos son los efectos del admirable intercambio que Jesús ha hecho por nosotros. Su encarnación es por nosotros, como decimos en el Credo, y por nuestra salvación, es decir, para reconciliarnos con Dios y establecer así la paz que tanto necesitamos.


            Y María, en este misterio de amor, tiene un papel esencial, porque ella, que esperó con inefable amor de Madre, ella, que se abre a una vida nueva, concibe movida por la humildad, sometiéndose a los designios divinos. Pero permitidme, hermanos, que ahora ceda la palabra a quien mejor supo describir con vibrante intensidad este momento. Cedo la palabra a san Bernardo, abad:

«Oíste, Virgen, que concebirás y darás a luz a un hijo; oíste que no será por obra de varón, sino por obra del Espíritu Santo. Mira que el ángel aguarda tu respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió. También nosotros, los condenados infelizmente a muerte por la divina sentencia, esperamos, Señora, esta palabra de misericordia.

Se pone entre tus manos el precio de nuestra salvación; en seguida seremos librados si consientes. Por la Palabra eterna de Dios fuimos todos creados, y a pesar de eso morimos; mas por tu breve respuesta seremos ahora restablecidos para ser llamados de nuevo a la vida.

Esto te suplica, oh piadosa Virgen, el triste Adán, desterrado del paraíso con toda su miserable posteridad. Esto Abrahán, esto David, con todos los santos antecesores tuyos, que están detenidos en la región de la sombra de la muerte; esto mismo te pide el mundo todo, postrado a tus pies.

Y no sin motivo aguarda con ansia tu respuesta, porque de tu palabra depende el consuelo de los miserables, la redención de los cautivos, la libertad de los condenados, la salvación, finalmente, de todos los hijos de Adán, de todo tu linaje.

Da pronto tu respuesta. Responde presto al ángel, o, por mejor decir, al Señor por medio del ángel; responde una palabra y recibe al que es la Palabra; pronuncia tu palabra y concibe la divina; emite una palabra fugaz y acoge en tu seno a la Palabra eterna.

¿Por qué tardas? ¿Qué recelas? Cree, di que sí y recibe.

Que tu humildad se revista de audacia, y tu modestia de confianza. De ningún modo conviene que tu sencillez virginal se olvide aquí de la prudencia. En este asunto no temas, Virgen prudente, la presunción; porque, aunque es buena la modestia en el silencio, más necesaria es ahora la piedad en las palabras.

Abre, Virgen dichosa, el corazón a la fe, los labios al consentimiento, las castas entrañas al Criador. Mira que el deseado de todas las gentes está llamando a tu puerta. Si te demoras en abrirle, pasará adelante, y después volverás con dolor a buscar al amado de tu alma. Levántate, corre, abre. Levántate por la fe, corre por la devoción, abre por el consentimiento.

Aquí está -dice la Virgen- la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Homilía sobre las excelencias de la Virgen Madre 4,8-9).



Dios te bendiga

sábado, 15 de diciembre de 2018

¿ENTONCES QUÉ HACEMOS?


HOMILÍA DEL III DOMINGO DE ADVIENTO “GAUDETE”


Queridos hermanos, en el Señor:

«Gaudete in Domino, iterum dico, gaudete» (Estad siempre alegres en el Señor, os lo repito, estad alegres). Así comienza la misa de este Domingo, recibiendo, por este motivo, el nombre de “Domingo de gaudete”. Espiritualmente no es un domingo más en el Adviento, sino que está cargado de significado en la peregrinación del Adviento que recorremos mientras esperamos la venida del Señor.

Este tono espiritual nos lo han marcado de modo cristalino las diversas lecturas: el profeta Sofonías nos exhortaba con profusión y gran empeño a renovar el ánimo, a alegrar el alma, a regocijarnos y gritar jubilosos con todo el corazón. San Pablo nos invitaba no solo a estar alegres sino a que esa alegría fuera la medida de la fe cristiana y que fuera conocida por todos.

Pero… ¿por qué? ¿por qué este empeño? Por una sola razón, por una razón que están grande como única y singular en la historia: Porque Dios está en medio de nosotros, porque al mandarnos a su Hijo Jesucristo, ha cancelado la condena del pecado dándonos, de nuevo, la oportunidad de la conversión. En este Domingo, y esta es la gran razón, volvemos a saber que Dios se goza, se complace, ama y se alegra con su pueblo, con su Iglesia, que aunque pecadora y negligente, lucha en este mundo por ser fiel a su esencia más prístina: ser santa y transparentar la santidad de su Señor y fundador, Cristo.


Este es, queridos hermanos, el motivo de nuestra alegría: sabernos cerca de Dios y saber cerca a Dios. Esta es la razón por la que podemos gritar jubilosos que es grande ese Dios que esta en medio de su pueblo. Los cristianos, queridos hermanos, no podemos ser portadores de una fe triste, al contrario, nosotros somos hombres y mujeres que por ser cristianos, llevamos dentro una alegría inmensa que nadie nos podrá quitar jamás. Y esa alegría de llevar la fe de Cristo es la que tenemos que contagiar y dar a conocer. Y aquí es donde viene a nuestra realidad aquella pregunta del Evangelio «Entonces ¿qué hacemos nosotros?»

¿Qué hacer con esta alegría? ¿Qué hacer con este depósito de fe que alberga nuestra alma? Juan el Bautista invitaba a aquellos publicanos y a los militares a ser honrados, a ejercer su profesión de manera justa y sin “supremacismos” de ningún tipo. Podemos decir, pues, que el cristiano contagia su alegría en la medida en que vive sus quehaceres diarios desde Dios y con gran conciencia recta de que son un lugar de santificación y de encuentro con Dios. Si hoy sabemos que Dios está en medio de nosotros, en medio de su pueblo, acaso, con más razón ¿no estará en los afanes diarios? Ahí es donde Dios nos espera y nos sale al paso. Esos son los lugares donde mostrar y vivir la alegría de la fe: en la familia, en los estudios, en el trabajo, en el paro, en el noviazgo, en el matrimonio, en la soltería, en el celibato, en la vida religiosa, en la jubilación, en la enfermedad y en la salud, en todo lo que vivimos, sentimos y experimentamos podemos hallar el gozo profundo del encuentro de Dios que vive en medio de nosotros.

Así pues, hermanos, preparemos con gozo y esperanza este próximo encuentro con el Señor para que por nuestras obras y palabras contagiemos la alegría cristiana a este mundo triste y descreído que tanto necesita de la gracia de Dios. Así sea.

Dios te bendiga

sábado, 8 de diciembre de 2018

VIVIR EN SERIO


HOMILÍA DEL II DOMINGO DE ADVIENTO


Queridos hermanos en el señor:

En este segundo domingo de Adviento, es el profeta Baruc quién ilumina nuestro camino de esperanza hasta la venida de Cristo. En su profecía encontramos una situación de cambio y transformación: pasar de la oscuridad a la luz, de la muerte a la vida, de los escabroso a lo llano.

Jerusalén es descrito con rasgos de mujer: una mujer de luto, una mujer llena de aflicción, una mujer que ha perdido la esperanza. Frente a ese dolor y esa tristeza, Dios pretende iluminarla. Pretende transformarla y conducirla a una situación mejor.

Mostrarse así, de esta manera, Grande con ella y alegrar el corazón de todos sus habitantes. Hasta tal punto es así, que incluso va a ser denominada de dos nuevas maneras: “Paz en la justicia” y “Gloria en la piedad”. Estos dos nombres responden a la nueva realidad con que Dios dispone a su pueblo para su llegada.

En el Evangelio de hoy encontramos esa misma advertencia y transformación: en la predicación de San Juan Bautista, el segundo de los personajes del Adviento, el pariente de Jesús, predica por todo Israel un bautismo de conversión, usando al profeta Isaías. Recuerda a sus coetáneos la necesidad de preparar el camino al Señor. El mesías está próximo. De hecho, no tardará en aparecer a la orilla del Jordán, y, por tanto, el tiempo apremia.


Para disponer nuestro corazón y nuestra vida a su llegada inminente, Queridos hermanos, conviene preguntarnos ¿Cómo vivir está realidad espiritual? ¿Cómo preparar el camino del señor? Muchas veces las regiones de nuestra alma son escabrosas, frías, y necesitan ser tocadas por la gracia de Dios para convertirse en vergeles de amor donde Cristo, el mayor amor, pueda habitar y reinar.  De ahí que la advertencia del Bautista resuene con fuerza en este Adviento.

Somos gente inmersa en una historia, como así lo indica el evangelista al ofrecernos los detalles cronológicos: en un momento concreto y particular de la historia universal aparece la gracia de Dios en el mundo. Los cristianos, moviéndonos en esta misma historia humana, vivimos la espera de la llegada de Cristo afectados por desafíos siempre viejos y siempre nuevos que hacen arriesgado, a la par que contagioso, el cristianismo. La exhortación de san Juan Bautista, en estos momentos de nuestra historia cristiana, es, ante todo, un acicate a tomarnos en serio nuestro catolicismo, a no vivir a medias tintas, sino con sacrificios y renuncias que complican la asistencia pero que, ante todo, agradan a Dios que mira el amor de sus hijos.

Solo en la medida en que vivamos nuestro ser católico en su plenitud e integridad, Dios mostrará su esplendor en nuestra vida hasta el punto de abrirnos un horizonte espiritual que nos irá configurando, por su gracia, con Jesucristo, a quien esperamos jubilosos e impacientes, limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia para alabar y dar gloria a Dios. Así sea.

Dios te bendiga

viernes, 7 de diciembre de 2018

LA PATRONA DE ESPAÑA


LA INMACULADA CONCEPCIÓN

En esta noche santa del 7 de diciembre, generalmente, desde hace siglos, los católicos de todo el mundo se reúnen en vela para aguardar el día grande de nuestra madre la Virgen. Un día como hoy de hace 164 años, Pio IX esperaba el que habría de ser uno de los actos más importante de su pontificado: la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción.


Años de celebración gozosa en el anonimato del corazón cristiano amante de María; siglos de pronunciamientos a favor y en contra, dieron paso a la expresión artística de una verdad escrita en el pueblo cristiano pero aun no consignada por el supremo magisterio eclesiástico. Arquitectos, pintores se disputaban en belleza y calidad por plasmar en el lienzo y en la piedra lo que el corazón no podía contener ni las palabras podían expresar. Un gran periodo de consulta y una aclamación popular por parte del pueblo fiel, y en concreto del pueblo español, movieron al entonces papa reinante a proclamar a María concebida sin pecado original.

Estas fueron sus palabras: “Declaramos que la doctrina que dice que María fue concebida sin pecad original es doctrina revelada por Dios y que a todos obliga a creerla como dogma de fe”. Tras estas palabras se sucedió el júbilo en todo el mundo. A las campanas de las trescientas torres de Roma se unieron los campanarios de todas las Iglesias del mundo. Se había hecho justicia. La verdad de fe celebrada por el pueblo ya era dogma oficial de la Iglesia católica, ya no caben opiniones a favor o en contra, la Concepción Inmaculada de María debe ser aceptada y creída por todo hijo de la Iglesia.

La Concepción de María sin pecado original ha sido patrimonio de la fe del pueblo de Dios prácticamente desde el principio. Innumerables son los testimonios que ponen de relieve que la fiesta se celebraba desde los siglos VII/VIII en Oriente y poco a poco se va extendiendo a Occidente y a toda la Iglesia.

Desde el s. II los Santos Padres hablan de María como la nueva Eva, vencedora del pecado, asociándola así a Cristo en la lucha contra el diablo. Pero a pesar del arraigo que tenía esta creencia y esta fiesta en el pueblo de Dios, también tenía sus detractores que argumentaban en contra de este tema. Uno de ellos es Santo Tomas de Aquino, cuyo impedimento lo veía en el carácter universal de la salvación de Cristo. La autoridad de Santo Tomás de Aquino retrasó su definición en la historia.

Entre los teólogos que se decantaron favorables al dogma está Duns Escoto, que rescata la fórmula de Eadmero: “pudo, convenía, luego lo hizo”. Con todo ello, el primer intento de definición del dogma se dio en el Concilio de Basilea, con una fórmula distinta a la actual, pero que al ser un Concilio cismático no fue válido. Trento también toco el tema, pero se limitó a no incluir a la Virgen en el decreto sobre el pecado original.


Por fin, el 8 de diciembre de 1854 se ponía final a este largo camino: el Papa Pío IX mediante la Bula Ineffabilis Deus proclama a María “preservada inmune de toda mancha de la culpa original en el primer instante de su concepción”. El pueblo acogió con piedad y devoción este dogma de fe que ya llevaba largo tiempo calando en el sentir de la gente.

Claro que la Madre de Dios no pudo tener pecado original, era la rosa más bella en el jardín de Dios, la más cuidada y la adornada con dones excelsos y privilegios desde el mismo instante de su concepción. Pero la importancia y el sentido del dogma no se agota en unas meras turbulencias históricas, sino que radica en el sentido que tiene como imagen prefigurativa de la santidad de la Iglesia, es decir, la toda santa, la que fue preparada como morada de Dios, es imagen de la santidad a la que está llamada a vivir la Iglesia para ser también el espacio digno donde Dios habite y sea mostrado a todos los hombres del mundo.

Pero ¿Por qué Dios otorgó a María el privilegio de estar exenta de pecado original? ¿Qué motivación estaba en la mente de Dios creador para dar tan gran don? Debemos partir de un principio: los dogmas marianos tienen una doble dirección, por un lado son privilegio singular de la Santísima Virgen María y, por otro, radican en ella en orden a una misión en la historia de la salvación. En este caso,  la concepción inmaculada de la Virgen María está en orden a su Maternidad divina, esto es, a ser la Madre de Dios.


Que María fuera inmune al pecado y a sus efectos, la hace, con más razón, la mejor valedora contra las asechanzas del demonio y la más insigne defensora de la fe católica contra las herejías y los enemigos de la fe. Así lo comprobamos en el admirable milagro obrado por ella en la batalla de Empel: el 7 de diciembre del 1585, ante el catastrófico fin que se les avecinaba a los Tercios de Flandes, frente al poderoso ejercito holandés, Francisco Arias de Bobadilla se negó a capitular ante los enemigos de España y de la fe católica, por lo que mandó cavar trincheras en el suelo para resistir en el combate que, con toda seguridad, fuliminaría a las tropas españolas. En esto, «Estando un devoto soldado español haciendo un hoyo en el dique para resguardarse debajo de la tierra del mucho aire que hacía y de la artillería que los navíos enemigos disparaban, a las primeras azadonadas que comenzó a dar para cavar la tierra saltó una imagen de la limpísima y pura Concepción de Nuestra Señora, pintada en una tabla, tan vivos y limpios los colores y matices como si se hubiera acabado de hacer» (Tomo LXXIII de la Biblioteca de Cánovas del Castillo).

En este momento, las tropas españolas interpretan, acertadamente, que es un signo de protección delo cielo, el ánimo se levanta entre aquellos hombres que, sin dudarlo y movidos de fe, se encomiendan a la protección de la Santa Madre de Dios. A los pocos días, la batalla se libró con la consiguiente victoria de los tercios españoles, quienes adoptaron la devoción a la Inmaculada como patrona.


El milagro de Empel marca, de este modo, el punto de inflexión en el camino de proclamación del dogma de la Inmaculada. en 1761 el Rey Carlos III la presentó como Patrona y Protectora de España, instituyendo en su honor la Real y Distinguida Orden de Carlos III. Distinción que se perpetúa en la actualidad el día 8 de diciembre entre las Solemnidades Nacionales por excelencia. No cesando ahí la distinción y en reconocimiento a la Iglesia Española por la magnitud en la designación de la declaración dogmática, en 1864 la Santa Sede confirió a los presbíteros españoles la facultad de llevar una casulla azul en su conmemoración.

Desde esta noche del 7 y todo el dia 8 de Diciembre, hemos de reconocer, que el catolicismo español se viste de fiesta, y el ambiente, por muy pagano que sea, no puede resistirse a ese regusto mariano que solo las almas sensibles pueden apreciar.

«¡Celebremos la Inmaculada Concepción de la Virgen María, adoremos a su Hijo, Cristo, el Señor!» así cantaremos mañana al amanecer en el oficio divino de esta solemnidad. No cesemos nunca de cantar con sonoras voces y alabanzas incesantes que María fue concebida sin pecado original. Terminemos con los inmortales versos, cargados de piedad y de amor, de Miguel Cid:

Todo el mundo en general

a voces, Reina escogida,

diga que sois concebida

sin pecado original.

Hízoos vuestro Esposo caro

libre de leyes y fueros

y dio con que defenderos

un privilegio de amparo:

fue privilegio especial

el ser de Dios defendida,

con que fuistes concebida

sin pecado original.

Si mandó Dios verdadero

al padre y la madre honrar

lo que nos mandó guardar

Él lo quiso obrar primero:

Y así esta ley celestial

en Vos la dejó cumplida

pues os hizo concebida

sin pecado original.

El señor con su poder

tanto de gracia os llenó

que la culpa no halló

en que pudiese caer:

y así sin haceros mal

la culpa se fue corrida

porque os halló concebida

sin pecado original.

Toda Vos resplandecéis

con soberano arrebol

que vuestra casa en el sol

dice David que tenéis:

De resplandor celestial

os cercó el Rey de la vida

para haceros concebida

sin pecado original.


sábado, 1 de diciembre de 2018

SE ACERCA LA LIBERACIÓN


HOMILÍA DEL I DOMINGO DE ADVIENTO



Queridos hermanos en el Señor:

Comenzamos hoy el Adviento. Volvemos a iniciar un nuevo ciclo litúrgico donde recorreremos los misterios de la vida del Señor y nos nutriremos de la gracia que de ellos dimana. Como cada Adviento, al inicio del año litúrgico volvemos a encontrar en el salmo responsorial la mejor expresión de nuestros sentimientos: volvemos a levantar nuestra alma a Dios, esto es, descargamos en el Señor el cúmulo de sentimientos, deseos y aspiraciones que llevamos en el corazón.

Para ello, Dios manda su gracia al mundo en una lluvia copiosa que es Jesucristo. Ante un mundo cada vez más situado de espaldas a Dios, y en una Iglesia con una seria crisis de fe, Dios se decide a enviar un vástago legítimo a fin de que restituya la dignidad y la estabilidad de la casa de Israel, esto es, la Iglesia. La próxima venida de Jesucristo al final de los tiempos, y que místicamente anunciamos en el tiempo durante el Adviento pretende dar cumplimiento a los oráculos davídicos. Pero ahora ya no viene en una cuna, sino en poder y gloria, sobre las nubes del cielo, acompañado de sus santos a restituir a su Iglesia perseguida y atacada.

Ante ese Cristo que viene ¿Qué hemos de hacer? ¿Cómo actuar? Nosotros hemos de presentarnos santos ante Él, evitando toda clase vicios y distracciones que nos aparten de Dios y nos impidan mantenernos en pie delante de Cristo.


El Adviento nos vuelve a traer la advertencia a estar despiertos ante los signos de los tiempos, a no dormirnos en los laureles porque el tiempo esta tasado. El Adviento es un faro de esperanza para la Iglesia de hoy.  Sabemos que debemos ser perseguidos y despreciados, que nuestros templos pueden ser profanados y usados a conveniencia de las modas, sabemos que los discursos de la corrección política pretenderán acallar la voz de la Iglesia y la doctrina divina del Evangelio de Cristo, pero el Adviento nos asegura que todo esto es temporal, que podemos alzar la cabeza por que se acerca nuestra liberación. El Adviento es la gran esperanza que asegura la perseverancia de la Iglesia. El Adviento nos empuja a creer, a mantener la fe y aguardar el retorno glorioso de Cristo, quien devolverá la justicia a los hijos de la Iglesia que han perseverado en la fe.

Salgamos, pues, hermanos, animados en este Adviento al encuentro de Cristo. Que nuestras buenas obras nos acrediten la fe y nos abran las puertas del reino eterno. Así sea.

Dios te bendiga

domingo, 25 de noviembre de 2018

HOY RUGIÓ EL LEÓN DE JUDÁ


HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO



Queridos hermanos en el Señor:

            Como cada año, llega a nuestras vidas la preciosa fiesta de Jesucristo, Rey del Universo. Como si quisiera ser un resumen de todo lo vivido y celebrado en este curso litúrgico, la fiesta que hoy celebramos es la viva imagen, el colofón, del tránsito de Cristo por este mundo a la gloria. El “Ven, Señor” que elevábamos en Adviento halla su respuesta en la solemnidad de este día. Junto a la mística venida de Cristo en carne que celebramos en Navidad, la fiesta de Cristo Rey nos recuerda que, efectivamente, esperamos su venida al final de los tiempos para que nuestro Rey reine y nosotros reinemos con Él. El ciclo pascual de 90 días que recorríamos desde la Cuaresma hasta la Pentecostés, encuentra en Cristo Rey su expresión más viva y real, pues Cristo es exaltado como Rey en la Cruz, coronado en la Pascua y dominador del orbe en su ascensión. Por otra parte, el ciclo de la configuración o Tiempo Ordinario nos permitía sentarnos a los pies del Rey y escuchar y aprender los preceptos y enseñanzas en su divina escuela.


            Las lecturas que acabamos de escuchar nos muestran un cuadro magnífico sobre la exaltación regia del Señor: en Daniel lo vemos asumiendo el poder y el dominio de la Creación y, por ello mismo, el Apocalipsis lo presenta como “Alfa y Omega, Principio y Fin”. Cristo es, pues, el gobernador de la Creación y del tiempo, de lo existente y de la historia. Éste mismo es proclamado, indirectamente, como Rey por el gobernador romano Poncio Pilato, pues lo que este pronuncia como interrogación, los hechos y la historia lo han devenido en afirmación: “¿Tú eres Rey?/ Tú eres Rey”.

            Hoy, hermanos, somos nosotros los que hemos de seguir proclamando la realeza de Cristo. A nosotros nos toca ser fieles vasallos de este Rey amigo que quiere reinar en nuestros corazones y en nuestra sociedad. El problema es que hoy las naciones y los pueblos de la tierra han dado la espalda a Cristo, ya no se legisla teniendo a Cristo como fundamento de todo, el decálogo divino se ha convertido en un estorbo, la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, se percibe como un quiste maligno al que hay que extirpar. Por doquier se suceden inmoralidades y profanaciones, impunemente se cometen sacrilegios y la ley natural se niega sin más. Hoy Cristo busca su lugar para reinar y golpea a la puerta de nuestro corazón para que le abramos y le demos sitio en nuestra posada.


            El trono que hoy quiere Cristo es el corazón de sus fieles. Vivimos, ciertamente, en tiempos de confusión y se necesita tener muy claro qué bandera queremos tomar y servir: la bandera del Rey eterno o la bandera de los reyezuelos temporales que buscan perpetuarse en leyes absurdas. Es hora de dar a los césares de este mundo lo que les corresponde y al único y verdadero Dios lo que en virtud de su amor y gracia solo a Él debemos darle. Quizá puedan ayudarnos a entender esto, los inmortales versos de Calderón: «al rey, la hacienda y la vida se ha de dar; pero el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios». El alma inmortal de los cristianos es lo más precioso y querido por el Rey eterno y es lo que debemos cuidar para poder un día gobernar con Él en la verdadera patria del cielo, donde esta el Reino de Cristo.


            Queridos hermanos, la fiesta de hoy ha marcado la espiritualidad de la Iglesia del s. XX, pues al heroico grito de “¡Viva Cristo Rey!” supieron derramar su sangre la pléyade noble de mártires insignes que iluminan la vida y el testimonio de los cristianos de hoy. Hermanos, seamos valientes en nuestra opción fundamental, empuñemos la bandera del Rey eterno, el victorioso león que ruge con fuerza abriendo el libro de la vida de quien es su principio y su fin. No temamos los embates de la vida ni las contradicciones sociales que habremos de vivir por esta causa, pues sabemos que en Cristo y con Cristo reinaremos para siempre en la gloria del cielo. Así sea.

Dios te bendiga

sábado, 17 de noviembre de 2018

ÉL VOLVERÁ


HOMILÍA DEL XXXIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Queridos hermanos en el señor:

Este último domingo, antes de la Solemnidad De Cristo Rey, acabamos de escuchar un Evangelio qué, ciertamente, la primera impresión es bastante terrorífica. El evangelista Marcos, utilizando Imágenes de la apocalíptica judía, expresa el final de los tiempos y enmarca así la segunda y definitiva venida del Señor Jesucristo. Pero También este Evangelio es una llamada a la esperanza, es una llamada a perseverar en la fe, a esperar el ser recogidos por los Ángeles para poder gozar de la presencia definitiva de Cristo con nosotros.

En la primera lectura, de la profecía de Daniel, nos encontramos al Arcángel san Miguel que es enviado a recoger y salvar al pueblo de Dios en los tiempos difíciles: salvar a los inscritos en el libro. En esta misma lectura de Daniel, encontramos una esperanza y una llamada a la resurrección definitiva pero con desigual destino: unos despertarán para la vida eterna y otros para la condenación perpetua, pues con la vuelta de Cristo, todos estamos llamados a la vida pero cada uno según las obras que le acrediten.

Si en el Evangelio contemplábamos la devastación de la creación: el sol que se apaga, la luna que se oscurece, estrellas y astros que se tambalean se precipitan sobre la tierra, en la lectura de Daniel vemos que esa creación vieja y caduca va a ser sustituida por unas estrellas y astros qué brillarán con fulgor en el firmamento.  Estas estrellas y estos astros no son sino las almas de los justos, aquellos que han perseverado con Cristo en sus pruebas y ahora gozan del premio definitivo de la vida eterna, de la bienaventuranza de vivir con Cristo eternamente.

Ciertamente, queridos hermanos, vemos que el Evangelio es una llamada a esperar, a perseverar. Todo puede caer en esta vida. Lo que pensamos que va a ser definitivo, perfecto, tiene fin, tiene fecha de caducidad. Solamente las palabras de Cristo, la Palabra de Dios, tiene un fundamento eterno sólido y absoluto: cielo y tierra pasarán pero las palabras de Cristo no pasarán. Y este es el lugar donde debemos acogernos. Debemos poner el cimiento de nuestra vida en su palabra. Esperar contra toda esperanza en la palabra de Dios. En la palabra de Cristo que se ofreció asimismo como leíamos en la segunda lectura: para perfeccionamiento nuestro, para perdón de nuestros pecados y para que podamos gozar de un lugar en la asamblea de los Santos.

Así pues, hermanos, cuando nos estamos acercando a la solemnidad de Cristo Rey, este Evangelio nos anticipa, nos prepara, nos dispone el alma para acoger a Cristo que viene, al Hijo del hombre que ha de venir entre las nubes del cielo para juzgar a los vivos y a los muertos, precedido de los Ángeles, aquellos que tienen el deber de consolarnos y acompañarnos, de ayudarnos y protegernos en esta vida para que junto con ellos podamos gozar del Reino de Dios.

Tenemos que esperar y perseverar en la esperanza para que cuando venga el Hijo del hombre, nos encuentre bien dispuestos y nos haga gozar de su misma vida. En definitiva, es hacer nuestros los sentimientos del salmista que nos llamaba a refugiarnos en Dios; hacer de Dios nuestro único lote, nuestra única seguridad, nuestra única esperanza.

Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti”. Proteéedme en esta vida de la desesperanza, de la falta de fe, de la falta de amor; protégeme de los pecados que aprisionan mi alma, los pecados de la codicia, las pasiones, de la envidia, de la injusticia. Llévame a junto a ti, Señor mío, para que cuando venga tu Hijo, Jesucristo, me puedas contar entre la asamblea de sus Santos y sus redimidos. Así sea.

Dios te bendiga

sábado, 10 de noviembre de 2018

LAS MONEDAS DE DIOS


HOMILÍA DEL XXXII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Queridos hermanos en el Señor:

            La caridad os generoso y privativa, o se convierte en un opiáceo para la conciencia. Así, sin tapujos, empiezo la homilía de este domingo. La liturgia nos presenta hoy dos textos distantes en el tiempo pero en claro paralelismo: dos viudas que entregan lo que tienen para sobrevivir en el día, sin esperar nada a cambio. Pero en ambos, Dios valora su gesto de desprendimiento y les devuelve aún más de lo que entregaron.

            La viuda de Sarepta solo tenía un poco de agua y harina para comer ese día. Dios había cerrado el cielo y, por tanto, una hambruna y una sequia tremenda azotaba toda aquella región. Para mayor desgracia, aquella mujer era viuda, esto es, una mujer sin marido y, por tanto, sin protección ni ciudadanía; sin derecho a nada. Y, aún para mayor agravante, tenía un hijo al que debía sacar adelante, sin apoyos humanos ninguno.

            Sin embargo, en este contexto, la mujer viuda no duda en entregar lo poco que tiene a aquel huésped repentino y misterioso, que había sido enviado por Dios.

            En el Evangelio encontramos a una insignificante mujer que destaca para Dios en medio de un gentío hipócrita pero cumplidor de los preceptos legislativos. Frente a la falsedad de los que interpretan la ley pero omiten cumplir en verdad, Dios aprecia el esfuerzo de una pobre viuda que entrega para Dios lo que necesita para vivir, se lo quita ella para dárselo a Dios.

            Acaso, queridos hermanos, esto no nos impele a pensar en qué cosas entregamos a Dios. Porque al margen de otras interpretaciones sociológicas o filantrópicas, ambas viudas ejercen su caridad para con Dios. ¿Y hoy? ¿Qué limosna habríamos de echar en el arca de las ofrendas? El gesto de la viuda del Evangelio es una concreción del primer mandamiento: “Amarás a Dios sobre todas las cosas”. Aquella viuda dio a Dios algo que ella necesitaba y de lo que se privó.


            Hoy nuestras dos monedas podrían ser el tiempo: dar nuestro tiempo a Dios, pasar más, y largos, ratos con Él. Nos afanamos en invertir nuestras horas en cosas mundanas y triviales, no dudo de que necesarias algunas de ellas, pero damos a Dios el tiempo que nos sobra.

            Otras dos monedas podrían ser la entrega de la vida diaria: hacer de nuestra vida una continua presencia de Dios. Buscar en qué cosas puedo implicarme en mi apostolado como laico: catequista, pastoral de la salud, Cáritas, equipos de Nuestra Señora, Adoración Nocturna, etc. Son cauces apostólicos que ofrecen las parroquias y que debemos aprovechar.

            Otras dos monedas podrían ser la formación: dedicar a Dios nuestros estudios y nuestras carreras, ofreciéndoselas y poniéndolas a disposición de los mas necesitados. También, y no menos importante, la formación cristiana, tan esencial hoy.

            Otras dos monedas podrían ser la entrega económica: para cumplir con el mandamiento de la Santa Madre Iglesia de ayudar a la Iglesia en sus necesidades. Ser dadivosos con la Iglesia, para los fines apostólicos, para el culto o sostenimiento de los ministros eclesiásticos. Pero también para con la asistencia social a pobres, enfermos, marginados.

            Podríamos poner más ejemplos, pero serán cada uno de ustedes, queridos hermanos, quienes deben pensar de qué manera pueden arrojar sus monedas al arca de las ofrendas. Dios nos pide hoy una caridad sin límite para con Él para, de este modo, poder Él entregarse desbordadamente hacia sus fieles para que el aceite y la harina no mermen ni se agoten.

            Ánimo, pues, y desbordemos nuestra vida en amor a Dios para que Éste ilumine con su luz y su gracia cada segundo de nuestra existencia.

Dios te bendiga

sábado, 27 de octubre de 2018

LOS HABITANTES DE LAS CUNETAS


HOMILÍA DEL XXX DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO




Queridos hermanos en el Señor:



Acabemos de leer la crónica de un milagro. Un maravilloso e inesperado encuentro entre Jesús de Nazaret y un marginado social, un maldito por Dios con la supresión de la vista.



El ciego, cuyo nombre conocemos, vivía en la cuneta del camino. Pensemos un poco en este dato: ¿Qué hay en la cuneta de nuestros caminos rurales, de nuestras carreteras? En la cuneta se arroja lo que sobra, se encuentra lo que no se valora o no se necesita. La cuneta es el lugar de lo inútil. 



Hoy, en nuestro mundo, surgen y se crean muchas y variadas cuentas: vivimos en una sociedad del descarte, muy dada a arrojar el apelativo de "inútil" a todo aquello que no sirve para el progreso material de la sociedad. Las cunetas de hoy son: las exclusiones sociales, el aborto, la eutanasia, la precariedad laboral, etc.



Son cunetas donde se arroja como desperdicios: a los pobres, a los “sin techo”, a los niños por nacer o a los ancianos y enfermos que suponen más gasto que beneficios, a los pecadores. 



Hoy como ayer, esos mismos siguen gritando desde la cuneta como aquel ciego: «¡Jesús, Sálvanos!». El ciego sabía que no podía esperar nada de sus coetáneos, sabía que nada podía recibir de su mundo y de la sociedad.  Por eso su grito va más allá de lo humanamente posible, su grito clama a Dios, el único - que sabe- puede salvarlo. 



Hoy, comal ayer, esos habitantes de las cunetas vuelven a gritar a Dios con fuerza esperando a que su voz halle eco y hueco en la Iglesia, en la comunidad cristiana. Nosotros, ¿mandamos callar a estos o les damos voz?



Frente al ruido del mundo que busca ahogar el clamor de los habitantes de la cuneta, Jesús se eleva por encima de todo y, hoy, vuelve a decir: «Ven». Jesús está por encima de los cantos de sirena que buscan despistarnos y ensordecernos. Jesús llama sin importarle más que la dignidad de esa persona. 





"Soltó el manto, dio un salto y llegó a Jesús" en esta secuencia de verbos, se expresa el misterio de la liberación y redención del género humano: "soltar el manto" es despojarnos del vestido viejo del pecado; "dar un salto" es elevarse desde la postración y hundimiento del mal y del pecado; "llegar a Jesús" término y fin del camino. 



La llamada de Jesús a Bartimeo es una llamada liberadora, una acción redentora. Despierta alegría y salvación, esperanza de ser escuchados por Dios, ser atendidos por su misericordia, sin abolir nuestra libertad. Solo desde esta perspectiva se entiende la pregunta de Cristo "¿qué quieres que haga por ti?".



Cristo se lo preguntó al ciego, Cristo se lo pregunta a los pobladores de la cuneta y Cristo te lo pregunta hoy a ti. Para que pidas y hables sin miedo. Vemos que de la cuneta se puede salir. La cuneta de la vida no es para siempre. Pero hay que gritar a Dios y emprender el camino hacia él. Un camino que se transita por la via de la Fe. Y, precisamente, es lo que rescata y salva a Bartimeo de la cuneta: la fe en Dios. 



Desde la Fe podemos contemplar la vid de otra manera. Solo en la Fe encuentran hueco las voces de los miserables de las cunetas de nuestro mundo. Sin Fe no hay nada que hacer. Todo se cae y es estéril. 



Es la fe la que ilumina la vida del ciego. Es un camino de salvación, de libertad y de fe católica. Ánimo, hermanos, soltad el manto y saltad hasta Jesús, que nos espera siempre. Amén. 

Dios te bendiga