sábado, 27 de abril de 2019

NOLITE TIMERE


HOMILÍA DEL II DOMINGO DE PASCUA

Queridos hermanos en el Señor:

            “No temáis”. Es Pascua de Resurrección. El crucificado ha vuelto a la vida y esta con nosotros. Hoy suenan para nosotros las palabras del vidente del Apocalipsis: “estaba muerto y, ya ves, vivo por los siglos de los siglos y tengo las llaves de la muerte y del abismo”. Estas palabras, en estos tiempos tan convulsos, llenan de esperanza el corazón de los cristianos.

Hermanos, la Pascua no es solo un tiempo litúrgico. La Pascua es el estado constante de la Iglesia. La Pascua es presencia permanente del Resucitado, compañía constante del eterno viviente con nosotros. La Pascua es nueva humanidad y nueva creación, perenne novedad de vida en nosotros. Pero no una vida cualquiera, sino una vida de gracia, de piedad y de eternidad. La Pascua, hermanos, consiste en hacer posible el cielo, en abrir las puertas de la gloria para que podamos entrar y morar en ella.

Es por ello, por lo que no debemos temer nada. Ni todos los poderes del mundo que hoy son hostiles a la fe y a Dios, podrán arrebatarnos esta dulce presencia de Dios en nuestra alma. La gracia del Resucitado habita tan dentro de nosotros que infunde en nuestro espíritu la valentía y el coraje necesario. El espíritu que Cristo insufla sobre los apóstoles para el perdón de los pecados, no ha cesado de aletear sobre el Pueblo santo de Dios en estos 21 siglos de historia cristiana efectuando la redención de los pecadores y la conversión de los paganos. Somos, en efecto, hermanos, una Iglesia pascual que espera y celebra cada ocho días, la aparición del Resucitado en nuestros templos, por medio del sacramento de la Eucaristía. Somos una Iglesia que por nuestros pecados, necesitamos meter los dedos en las llagas de Jesús para cerciorarnos de que es Él y de que Él esta ahí. A veces, nuestra incredulidad o la presión social disuelve la presencia de Dios en avatares humanos que cansan nuestra alma y nos agota la perseverancia. Pero, aun así, debemos aprendernos a fiarnos de Él.

Jesús nunca nos deja. Él ha prometido estar con nosotros todos los días hasta el final de los tiempos. Su promesa se ha hecho cumplimiento en la Iglesia y en los sacramentos que vienen a ser como aquella sombra de los apóstoles que al cubrir a los enfermos, quedaban sanados.

Hermanos, no es tiempo para echarnos atrás. Es tiempo para ser testigos fieles del Resucitado en medio del mundo. Es tiempo para caminar por las vías de verdad y de paz que Cristo nos ha enseñado. En definitiva, es tiempo de Pascua, para ser felices en medio de las pruebas y dificultades; para seguir trayendo a nuestros labios aquella expresión de admiración y estupefacción de santo Tomás “Señor mío y Dios mío”.

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