HOMILÍA EN LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR
Queridos hermanos en el Señor:
Como cada
año los solmenes días de la Pascua tocan a su fin. Final que viene precedido
por una solemnidad aún mayor, una solemnidad que ilumina al mundo: la
solemnidad de la Ascensión del Señor. Si la idea expresada por san Pedro de que
no tenemos otro nombre en el cielo en el que podamos ser salvos mas que en el
de Jesucristo, la realidad dogmática de contemplarle entrando en el santuario
del cielo y tomando posesión del trono a la derecha de la majestad del Padre
para reinar sobre el mundo y ejercer su gobierno en la historia y su justicia
sobre vivos y muertos, es algo que agita nuestros corazones y hace vibrar
nuestras almas en una sonora alabanza que emulando el son de las trompetas
angélicas, conmueve a toda la creación.
Es por
ello, hermanos, un día grande para nosotros. Un día profético ya que allí donde
ha entrado Cristo, cabeza de la Iglesia, habrá de entrar un día el resto de su
Cuerpo místico que somos nosotros. Esto supone que el cielo sea nuestra
verdadera patria, nuestra meta última y segura. De este modo, el purgatorio se
convierte en necesidad de purificación total y el infierno en posibilidad de
fracaso en nuestro empeño. Lo único seguro que tenemos los cristianos es el
cielo, lo único conquistado por Jesucristo en virtud de su gloriosa Pasión,
muerte y resurrección.
Pero esta
fiesta puede hacernos caer en la misma tentación en que cayeron aquellos doce
santos varones: quedarnos mirando al cielo y olvidarnos de nuestra misión en la
tierra. Tanto en relato de los Hechos de los apóstoles, como en el de Lucas,
Jesucristo, antes de ascender, les mandó ser testigos “en Jerusalén y en el
cofín de la tierra” de todo lo que habían visto y oído, es decir, de todo lo
que habían vivido con Él. También en este domingo, a nosotros nos toca ser
testigos en medio del mundo, del Señor resucitado y exaltado.
Nos toca,
hermanos, ser propagadores de sus palabras y sus milagros. Ser voceros de su
misericordia y trato lleno de amor. Ser imitadores de su ternura y delicadezas
con los mas pobres, enfermos y marginados sociales. Ese Jesús al que hoy vemos
marchar a lo más alto de los cielos, sigue estando, precisamente, ahí, en esas
situaciones y personas. Él vive en su Iglesia, en sus pastores, en su pueblo,
en sus sacramentos. No ha querido abandonarnos a nuestra suerte. Por eso somos
dichosos y estamos tranquilos en medio de los procelosos mares de este mundo.
Así sea.
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