sábado, 1 de junio de 2019

DICHOSOS Y TRANQUILOS


HOMILÍA EN LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR



Queridos hermanos en el Señor:

Como cada año los solmenes días de la Pascua tocan a su fin. Final que viene precedido por una solemnidad aún mayor, una solemnidad que ilumina al mundo: la solemnidad de la Ascensión del Señor. Si la idea expresada por san Pedro de que no tenemos otro nombre en el cielo en el que podamos ser salvos mas que en el de Jesucristo, la realidad dogmática de contemplarle entrando en el santuario del cielo y tomando posesión del trono a la derecha de la majestad del Padre para reinar sobre el mundo y ejercer su gobierno en la historia y su justicia sobre vivos y muertos, es algo que agita nuestros corazones y hace vibrar nuestras almas en una sonora alabanza que emulando el son de las trompetas angélicas, conmueve a toda la creación.

Es por ello, hermanos, un día grande para nosotros. Un día profético ya que allí donde ha entrado Cristo, cabeza de la Iglesia, habrá de entrar un día el resto de su Cuerpo místico que somos nosotros. Esto supone que el cielo sea nuestra verdadera patria, nuestra meta última y segura. De este modo, el purgatorio se convierte en necesidad de purificación total y el infierno en posibilidad de fracaso en nuestro empeño. Lo único seguro que tenemos los cristianos es el cielo, lo único conquistado por Jesucristo en virtud de su gloriosa Pasión, muerte y resurrección.

Pero esta fiesta puede hacernos caer en la misma tentación en que cayeron aquellos doce santos varones: quedarnos mirando al cielo y olvidarnos de nuestra misión en la tierra. Tanto en relato de los Hechos de los apóstoles, como en el de Lucas, Jesucristo, antes de ascender, les mandó ser testigos “en Jerusalén y en el cofín de la tierra” de todo lo que habían visto y oído, es decir, de todo lo que habían vivido con Él. También en este domingo, a nosotros nos toca ser testigos en medio del mundo, del Señor resucitado y exaltado.

Nos toca, hermanos, ser propagadores de sus palabras y sus milagros. Ser voceros de su misericordia y trato lleno de amor. Ser imitadores de su ternura y delicadezas con los mas pobres, enfermos y marginados sociales. Ese Jesús al que hoy vemos marchar a lo más alto de los cielos, sigue estando, precisamente, ahí, en esas situaciones y personas. Él vive en su Iglesia, en sus pastores, en su pueblo, en sus sacramentos. No ha querido abandonarnos a nuestra suerte. Por eso somos dichosos y estamos tranquilos en medio de los procelosos mares de este mundo. Así sea.  


sábado, 25 de mayo de 2019

UNA CIUDAD BIEN CUSTODIADA


HOMILÍA DEL VI DOMINGO DE PASCUA


Queridos hermanos en el Señor:

            Nos acercamos al final del tiempo de Pascua. En las palabras de Jesús se atisba cierto tono de despedida. Es el Señor que se sabe que debe marcharse y da los últimos consejos a sus amigos que quedarán solos en medio del mundo. Estos amigos somos nosotros, los cristianos, los que debemos transitar en medio de los siglos de la historia teniendo la invisible presencia del Resucitado, pero esta presencia, a veces, es oculta y tan silenciosa que casi no se aprecia.

            El cristianismo ha venido al mundo para liberar al hombre, para no imponerle cargas pesadas. La resolución apostólica que los Hechos de los Apóstoles nos ofrece supone un hecho de extraordinaria importancia para la historia: la apertura del cristianismo a los paganos sin preceptos judíos. Solo se apela a la coherencia y a la sensatez. Comer carne de ídolos sacrificados suponía colaborar con aquellas prácticas paganas y un escandalo para cristianos más apegados a sus tradiciones. Rechazar la fornicación suponía reforzar el respeto al matrimonio y al cónyuge.

            Este texto apostólico es una clara prueba de aquellos que llamamos “Tradición apostólica”, esto es, el conjunto de enseñanzas, doctrinas e instituciones que los apóstoles, adoctrinados por el Espíritu Santo, como hemos leído en el Evangelio, legaron a la Iglesia y es perenne para todos los tiempos. Los apóstoles, siguiendo la promesa del Señor, gozaron de la asistencia del Paráclito para hacer avanzar a la Iglesia en medio de los procelosos mares de la historia y la sociedad, allá en el alba del cristianismo. 


            La Tradición apostólica es camino seguro para permanecer unidos al Señor Jesús. El oficio apostólico es un oficio de amor, pues quien ama al Señor no puede hacer otra cosa sino contar lo que ha experimentado al estar con Él. Por tanto, mantenernos fieles a las enseñanzas apostólicas será garantía de amor a Cristo y de vivir pegados al espíritu de la Iglesia.

            Podríamos decir, sin temor a caer en excesos, que el Señor antes de su partida quiso ligar su voluntad y gobierno de la Iglesia a las directrices de los apóstoles y, por ende, de sus sucesores hoy, los obispos. La Santa Iglesia está regida por ellos en temas de fe y de moral y con las enseñanzas que hacen incrementar y resplandecer el sabio magisterio de la Iglesia, se erigen como lámparas que iluminan la ciudad santa de la nueva Jerusalén. ¡Cuánta responsabilidad tienen estos pastores mitrados y cuánta cuenta tendrán que dar a Dios por sus buenas y malas acciones, por sus buenas y malas deciosiones! Por eso, necesitan nuestra oración y afecto.
            Queridos hermanos, el Señor se marcha pero no nos deja, no nos abandona a nuestra suerte, ha puesto puertas y centinelas en la nueva ciudad que es la Iglesia. Es una ciudad sostenida por doce basamentos fuertes y firmes donde su lámpara es el mismo Jesucristo, Cordero Pascual. Una ciudad con sus brazos abiertos para acoger a todos sus hijos. Es una ciudad que transita las épocas históricas en comunión de hermanos y conservando lo mejor de su bagaje peregrino. Es un pueblo vivo sin miedo a nada ni a nadie porque se fía del sol que la ilumina que es Dios. No podemos volvernos atrás. Sigamos las huellas que Jesús nos ha marcado y dejado en sus apóstoles. Guardemos sus palabras y amémosle para que nuestra alegría se complete al final de los tiempos cuando reinemos con Él en el cielo. Así sea.