Antífona
de entrada
«Que se
alegren los que buscan al Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad
continuamente su rostro». Tomada del salmo 104, versículos del 3 al 4. Una constante
de la vida cristiana es la incesante búsqueda de Dios. El cristiano siente
premura por ver el rostro de su Dios. Esta búsqueda esta tejida por el anhelo y
la alegría. La celebración de la Eucaristía nos ofrece un lugar propicio para
encontrarnos con el Señor. Iniciemos, pues, la santa misa haciendo nuestras
estas palabras del salmo “que se alegren los que buscan al Señor”.
Oración
colecta
«Dios
todopoderoso y eterno, aumenta nuestra fe, esperanza y caridad, y, para que
merezcamos conseguir lo que prometes, concédenos amar tus preceptos. Por
nuestro Señor, Jesucristo». Ha estado presente en todas las fuentes de la
tradición litúrgica: compilación veronense (s. VIII), los sacramentarios
gelasianos y en el misal romano de 1570. No así en el gregoriano. Esta oración
vuelve a poner de manifiesto las tres virtudes teologales: fe, esperanza y
caridad como los medios de gracia necesarios para amar a Dios, buscar su
voluntad y quererla para nosotros. La fe en Dios que nos llama a servirle, la
esperanza en Dios para fiarnos de su poder; y la caridad que se vive, en este
caso, como amor incondicional a Dios y a todo aquello que nos pida.
Oración
sobre las ofrendas
«Mira, Señor,
los dones que ofrecemos a tu majestad, para que redunde en tu mayor gloria
cuanto se cumple con nuestro ministerio. Por Jesucristo, nuestro Señor». De
nueva creación. El ministerio sacerdotal es la causa instrumental que hace
posible que la substancia del pan y del vino sea, realmente, substancia del
cuerpo y sangre del Señor, esto es, la transubstanciación. Pero, como ya dijimos
en otras ocasiones, la realización de los sacramentos es, en último término,
para glorificar y alabar a Dios.
Antífonas
de comunión
«Que nos
alegremos en tu salvación y glorifiquemos el nombre de nuestro Dios».
Tomada del salmo 19, versículo 6. En línea con lo antes dicho en la antífona de
entrada, la alegría del encuentro con Dios haya su cenit en el momento de la
comunión sacramental, donde la salvación se hace comida y alimento espiritual.
«Cristo nos
amó y se entregó por nosotros como oblación de suave olor». De la Carta del
apóstol san Pablo a los Efesios, capítulo 5, versículo 2. Cristo nos amó y se
entregó por nosotros, hoy, en forma de pan y de vino. Este es el sacrificio agradable
que ofrecido a Dios Padre, Éste nos los devuelve como comida de salvación, para
que imitando la obra de Cristo, también nosotros nos ofrezcamos como “oblación
de suave olor”.
Oración
de después de la comunión
«Que tus
sacramentos, Señor, efectúen en nosotros lo que expresan, para que obtengamos
en la realidad lo que celebramos ahora sacramentalmente. Por Jesucristo, nuestro
Señor». Salvo la compilación veronense, esta oración está presente en lo
sacramentarios gelasianos y gregorianos, así como en el misal romano de 1570. Este
texto concentra en si aquello que dijo san León Magno en una homilía: “que era visible en nuestro Salvador ha
pasado a sus misterios” (Sermo
74,2). Sacramentalmente actualizamos lo que hace dos mil años Jesús hacía en
este mundo a través de su verdadera humanidad. En los sacramentos es el mismo
Cristo quien, hoy, bautiza, unge, acompaña al enfermo, nos da su cuerpo y sangre,
etc. Así, la gracia que invisiblemente expresan es la que actúa en nosotros.
Visión
de conjunto
Cuando leemos el Evangelio o
escuchamos los más bellos pasajes donde se narran los prodigios realizados por
Dios a lo largo de la Historia de la Salvación, seguramente, no podemos evitar
el sentir algún pequeño atisbo de nostalgia y pensamos “¿Quién pudiera haber
estado allí?”, “¿Quién pudiera haber gozado de escuchar directamente a Jesús?”,
etc. Pero… y si te dijera que eso es posible, que no es difícil volver a estar
donde Dios se manifestó. Hoy esto es posible gracias a los sacramentos,
acontecimientos de gracia que contienen, significan y expresan las gracias que
Dios nos da tal como un día se contenían en los prodigios realizados. Con estas
palabras lo ha expresado el Catecismo de la Iglesia Católica: “las palabras y las acciones de
Jesús durante su vida oculta y su ministerio público eran ya salvíficas.
Anticipaban la fuerza de su misterio pascual. Anunciaban y preparaban aquello
que Él daría a la Iglesia cuando todo tuviese su cumplimiento. Los misterios de
la vida de Cristo son los fundamentos de lo que en adelante, por los ministros
de su Iglesia, Cristo dispensa en los sacramentos, porque "lo [...] que
era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios" (San León
Magno, Sermo 74, 2)” (1115).
Pues bien, estos sacramentos y, en
general, todas las acciones litúrgicas; tienen la capacidad y el poder de hacer
traer al momento presente la fuerza salvífica de los acontecimientos obrados
por Dios en el pasado. A esto lo llamamos “actualización de los misterios” o lo
que es lo mismo “el memorial”. Para entender esto leamos un texto de Ezer
Weizman, primer presidente de Israel: “[…]
Pero en cada generacion, todo judío
debe considerar como si el mismo hubiera estado allí, en las generaciones y en
los lugares y en los acontecimientos que lo antecedieron. […] Y yo, que nací de
la simiente de Abraham y en su tierra - he estado presente en cada una de
ellas. Fui esclavo en Egipto y recibí la Tora en el Monte Sinaí, junto a Josué
y Elías cruce el rio Jordán. Entré a Jerusalén con David y fui exiliado de ella
con Sedecías; y no la olvide junto a los ríos de Babilonia, y al hacer realidad
Dios el retorno a Sion, estuve entre los soñadores que reconstruyeron sus muros.
Luche contra Roma y fui expulsado de España; me quemaron en las hogueras en
Maguncia, la Mainz actual; y estudié Tora en el Yemen, mataron a mi familia en
Kishinev, y fui incinerado en Treblinka y me rebelé en Varsovia y retorné a la
Tierra de Israel, mi tierra de la cual fui exiliado y en la que nací; de allí
vengo y a ella regresaré”.
También podemos decir nosotros que “estuvimos
allí”: estuvimos en Nazaret y estuvimos en Belén; nos sentamos a los pies de la
montaña para oir el discurso de Cristo, le vimos curar leprosos y cojos, dar la
vista a los ciegos y expulsar a los demonios; cuando entró triunfalmente en
Jerusalén, también nosotros entramos con él, junto a su lado nos sentamos en el
cenáculo y su sudor de sangre recogimos en Getsemaní; le acompañamos en el pretorio
y en el sanedrín; junto a María y a Juan le vimos morir en la cruz y con la
Magdalena le contemplamos glorioso en la mañana de la Resurrección; convivimos
cuarenta días de Pascua con Él hasta que habiendo sido subido al cielo ante el
asombro de los ángeles y el nuestro, en la festiva Jerusalén nos dio el
Espíritu Santo. Y en todo esto, repetimos, nosotros estuvimos allí. Y estamos
cada vez que lo celebramos y actualizamos en los sacramentos y en la liturgia.
Mejor expresado lo contiene este
número del Catecismo de la Iglesia que recomiendo leer con detenimiento por su
densidad y belleza: “en la liturgia de la
Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Durante
su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos
el misterio pascual. Cuando llegó su hora (cf Jn 13,1; 17,1), vivió el único acontecimiento de la historia que
no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a
la derecha del Padre "una vez por todas" (Rm 6,10; Hb
7,27; 9,12). Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero
absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y
luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por
el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte
destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por
los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y
en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y
de la Resurrección permanece y
atrae todo hacia la Vida” (1085).
Y esa misma vida es la que se nos
anticipa y regala en cada acción sacramental. De este modo, y en conclusión,
podemos estar firmemente persuadidos de que la recepción de los sacramentos es
el camino mejor y más seguro para llegar a Dios. Podemos comprender que los
sacramentos son, ante todo, lugares del encuentro con Jesucristo. Un encuentro
mediado por signos y símbolos pero que reportan en nosotros las gracias que necesitamos
para una vida cristiana sana y fructuosa.
Dios te bendiga
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