sábado, 27 de enero de 2018

UNA VOZ AUTORIZADA EN EL MUNDO


HOMILIA DEL IV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Queridos hermanos en el Señor:

Estamos inmersos en un mundo tan agitado por los vaivenes de las modas y las ideologías, que los ruidos han apagado los sonidos y los eslóganes han ahogado los discursos. Un mundo en que con tan solo 144 caracteres podemos inundar de mensajes la red y éstos en menos de un segundo son capaces de dar la vuelta al mundo propagando todo tipo de comunicado que, seguramente, en la mayoría de los casos o no se leen o se obvian. Cada vez estamos más acostumbrados a discursos insustanciales que prometen mucho y no concretan nada.  Son discursos repetitivos, demagógicos, moralistas, aleccionadores, diciéndonos cómo debemos pensar, cómo debemos de hablar. Y todo ello sin ningún fundamento en la Verdad, sino más bien al contrario: en mentiras y opinión.

Hoy día, el simplemente hecho de buscar la Verdad es una hazaña prodigiosa, encontrarla, un tesoro y anunciarla o proclamarla, un acto revolucionario. Verdad y opinión se confunden porque no son lo mismo. La opinión puede contener algún elemento de verdad, pero nunca la Verdad completa puesto que ésta es una y única y no está sujeta a la variabilidad de las ideologías.

Hoy como ayer, necesitamos, como pueblo y familia humana, una voz que se erija en autoridad indiscutible en medio de las ideas mesiánicas que se levantan entre las naciones. Una voz autorizada capaz de captar la atención de todos los que pueblan el mundo; una voz capaz de someter los espíritus inmundos que buscan apartarnos del amor de Dios. Una voz autorizada capaz de sobresalir por encima de los huecos mensajes para sanar los corazones lastimados por el daño del pecado. Es un profeta cuya voz merece la pena ser escuchada porque dirá las palabras que Dios quiere, y no otra cosa. Sin embargo, al que desoiga esta voz y haga todo lo contrario, le estará reservado un castigo eterno.

La autoridad con la que Jesús habla no es otra que la de jefe o Maestro de la ley, es decir, una voz que conoce la Palabra de Dios, que la predica y la expone, que no inventa nada sino que da cumplimiento pleno a la que en ella se dice. Es la autoridad de quien se percibe que se cree lo que dice. Una autoridad reconocida, incluso, por las potencias maléficas, a las que manda callar.


Esa voz autorizada que tanto demanda este mundo bullicioso, no es otra que la de Jesucristo, el Hijo de Dios y Dios verdadero. Pero, lógicamente, esta deseada voz no se puede oír hoy como hace veinte siglos sino que esta mediada por el testimonio de la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo y prolongación histórica de la presencia del Resucitado entre nosotros. Hoy la Iglesia si quiere tener una voz autorizada en medio de la humanidad, debe hablar lo que Dios disponga; debe exponer claramente la doctrina revelada por la Escritura y la Tradición y ser coherente con lo que su Señor pide de ella.

Y aquí, queridos hermanos, entramos en juego nosotros, los cristianos, los discípulos de Cristo, los fieles hijos de la Iglesia. A nosotros nos toca dar testimonio de Jesús en el mundo; nuestras palabras y nuestras obras no pueden ser altavoces de esos discursos vacíos y huecos que quieren cambiar el Evangelio de Cristo por las nuevas ideologías (y no tan nuevas) que van enquistando el alma a la par que desdibujan la impronta divina grabada en ellas. No podemos permitirlo, queridos hermanos, nosotros, los bautizados, somos responsables de este mundo que reclama la voz de Cristo. Nuestras palabras y obras deben estar informadas por el Evangelio y el Magisterio de la Iglesia, porque esa es la fuente de nuestra verdadera autoridad y la única voz capaz de someter a los demonios que acampan a sus anchas por el mundo.

Así pues, hermanos, si por el bautismo fuimos hechos profetas, esto es, participes del profetismo de Cristo; hemos de ser coherentes con este don y gracia bautismal. En nosotros se cumple hoy el oráculo de Moisés: cada uno de nosotros somos ese profeta suscitado en medio del mundo para enseñar con autoridad, sanar, exhortar, anunciar y denunciar de tal manera que no sean nuestras palabras sino las de Cristo las que sigan redimiendo al mundo. Así sea.

Dios te bendiga

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