sábado, 11 de marzo de 2017

¡QUÉ BIEN SE ESTÁ AQUI!



HOMILIA DEL II DOMINGO DE CUARESMA






Queridos hermanos en el Señor: Si el primer domingo de cuaresma nos llevaba al desierto para enfrentar la tentación de desertar del amor de Dios, el segundo nos traslada a una montaña alta para reafirmarnos en la identidad divina de Jesucristo, el perfecto modelo de amor a Dios.



Lo peor que puede ocurrirnos en la vida es quedarnos encerrados en algún sitio. No se si ustedes han tenido alguna vez esta experiencia claustrofóbica pero un servidor, que por descuido y temeridad la ha padecido más de una vez, no se la recomienda. Es la sensación de opresión, de todo se acaba, no hay nada al otro lado, nadie me oye ni nadie podrá socorrerme. La angustia y el pánico se ciernen sobre la psique hasta el punto de buscar una calma que no hay y difícilmente llegará. Solo cuando, al cabo del tiempo y los intentos y la ayuda oportuna, ves esa puerta abierta, todo se pasa y el alivio recorre tu cuerpo de arriba a abajo y de abajo a arriba.



Lo mismo puede sucedernos en la vida espiritual. Quedarnos encerrados en nosotros, en nuestra timidez, en nuestros miedos. Sentir esa fuerza opresora del pecado que nos impide la huida, la escapada hacia el supremo bien y la excelsa virtud. Es por eso mismo por lo que Dios hoy, como un día hiciera con Abraham, vuelve a decirnos “sal de tu tierra y de la casa de tus padres”, es decir, sal de ti mismo, de tus pequeñas patrias, de tu rutina, de tus ataduras. Rompe con la espiral de pecado y de ambiente enrarecido en el que te mueves. “y vete hacia la tierra que te mostraré”, es decir, y comienza a vivir, comienza a ser feliz, comienza a aceptar las oportunidades que te doy.



En este sentido, la misericordia de Dios no es un fin en sí mismo, sino un don que se nos da como medio eficaz para poder salir, caminar, viajara espiritualmente y llegar con éxito a la tierra prometida, que no es otra que la patria del cielo. Pero no un cielo que solo se obtiene al final de la vida, sino un cielo que se nos dio en el bautismo, el don de la vida eterna. La llamada de Dios no es a vivir temporalmente, sino a vivir eternamente, pues aquí radica la bondad y la gloria de Dios para con el hombre. En palabras de san Ireneo de Lyon “la gloria de Dios es que el hombre viva y la vida del hombre, en efecto, es la visión de Dios”.



Para este peregrinar espiritual, tenemos al mismo Jesucristo como guía eximio que marca la ruta hacia el cielo. El pasaje que hoy se muestra a nuestra contemplación es una re-construcción de un hecho histórico, afirmado por los tres evangelios canónicos (Mt 17, 1-9; Mc 9, 2-10; Lc 9, 28-36) con la finalidad catequética de demostrar la divinidad y gloria de Jesucristo, como anticipación y pórtico a su glorificación y exaltación por el misterio pascual, esto es, su muerte y su resurrección.



El hecho de la Transfiguración se celebra en la fiesta judía de las sukkot o fiesta de las tiendas. Esta fiesta celebra la intervención milagrosa de Dios a favor de los israelitas durante el desierto y después  durante los períodos difíciles y dolorosos de su historia. Se trata de la fiesta por excelencia de las fiestas de peregrinación desde el punto de vista de alegría popular, que es su característica, con una danza en el atrio del templo blandiendo antorchas encendidas. Está relacionada con la última cosecha del año, la del vino y del aceite, idea que llevó a recordar el don de la Torá. Esta aplicación a la Torá es fruto de una profundización: si la alegría del pueblo es grande por la cosecha abundante, mayor lo es todavía porque le ha sido dada por el amor de Dios, del que la Torá es testigo. Obedece al mandato establecido en la Torá en Lv 22,26-23,44: “Durante los siete días habitareis en cabañas...”Lv 23,42. De esta manera el judío está obligado a vivir en una Sukká controlando su ego (tentación por tener los graneros llenos) y darse cuenta de que su estancia en la tierra es temporal. Sólo Dios es nuestro abrigo.



Cristo es revestido y traspasado de luz, tanto en su rostro como en sus vestidos y dos personajes aparecen flanqueándolo y hablando con Él: Moisés y Elías, los insignes videntes de Dios en el Antiguo Testamento. El primero hablaba con Dios como el que habla con un amigo y el segundo hará frente a los cultos idolátricos de Baal; el primero es el gran legislador, el que da la ley al pueblo y el segundo será representante de los profetas galileos que eran itinerantes y realizaban milagros. Moisés y Elías indican que la ley (Torá) y los profetas (Nebiim) confluyen en Cristo y en Él hallan su más pleno y perfecto significado.



Las tres divinas personas vienen representadas por tres elementos simbólicos: el hijo por la luz, el Padre por la voz y el Espíritu Santo por la sombra. Cristo vuelve a presentarse como luz del mundo, una luz imperecedera que va más allá de las coordenadas espacio-temporales y pretende iluminar los rostros que buscan a Dios, a la vez que revestirnos de la nueva situacción de regenerados a la gracia de Cristo. Las vestiduras blancas de Cristo son anuncio de la túnica bautismal que simboliza la nueva condición de hijos de Dios.



Toda la escena y todos sus personajes quedan envueltos en la nube luminosa que representa la presencia misteriosa, velada pero real de Dios, la Shekiná. Es el mismo Dios que nos envuelve en su misterio y nos da dos  claves para descubrir a Jesucristo: la acción del Espíritu y su misma voz llena de palabras “este es mi Hijo, el amado, mi predilecto, escuchadlo”. La estructura literaria sigue el esquema de la concepción de Jesús en el seno virginal de María, según Lucas: sombra-palabra-presencia.




Mt 17, 5
Lc 1, 35.38
SOMBRA
De la nube luminosa
Del poder del Altísimo
PALABRA
Este es mi Hijo, el amado, mi predilecto, escuchadlo
El hijo que va a nacer se llamará
Hijo de Dios
PRESENCIA
Cayeron de bruces, llenos de espanto
He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según tu palabra



No podemos obviar, la actitud temblorosa y de terror sagrado de los tres discípulos: pues ante la presencia fascinante y trascendente de Dios no le cabe al hombre mediar palabra alguna, sino callar, y temblar de espanto. Solo cuando Jesús, es decir, Dios, se les acerca y los toca y estos lo reconocen como tal, se les pasa el miedo. Lo mismo a nosotros, solo reconociendo el paso de Jesús por nuestra vida podemos ser levantados de nuestra postración y debilidad.



Así pues, queridos hermanos, la cuaresma es tiempo de Transfiguración, es decir, de salir de nosotros, de escuchar a Jesús, de amarlo, de seguirlo. Es tiempo para alzar nuestros ojos a lo alto y verle a Él; sentir su paso en nuestra vida, dejar que el toque y sane nuestras dolencias. Cuaresma es tiempo de ponernos tras Jesús y subir con Él a Jerusalén y aguardar allí su resurrección de entre los muertos. ¿Estás dispuesto? ¿Tienes miedos, dudas? Es tiempo de confiar en Dios.



Dios te bendiga

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