sábado, 12 de mayo de 2018

UN NUEVO COMIENZO


HOMILIA EN LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR


Queridos hermanos en el Señor:

            Llegamos al final de este tiempo de Pascua. Han sido cuarenta días intensos de presencia del Resucitado entre nosotros. Cuarenta días de últimas enseñanzas y amonestaciones. Días preciosos que hemos pasado con aquel que nos ha amado hasta el extremo y que estaba muerto y que vive eternamente. Pero todo lo bueno se acaba. Ha sonado la campana y es hora de la despedida, hora de partir al Padre y tomar posesión de su trono en el cielo.

            Hoy, Cristo, ante el asombro de los ángeles y la admiración de los apóstoles, sube hasta lo más alto de los cielos donde tiene que reinar junto al Padre hasta su vuelta al final de los tiempos. Hoy, Cristo, es arrebatado de nuestra vista como aquel profeta Elías, no para desentenderse de este mundo sino para estar aún más presente en él de una forma distinta: una presencia invisible a través de los sacramentos. Porque el Señor, ciertamente, se marcha de este mundo en la visibilidad de la carne pero sigue en él a través de su Iglesia, prolongación histórica y terrena en el tiempo. Como nos ha recordado san Pablo, Cristo sube a la cumbre llevando cautivos y dejando dones a los hombres. Esto es, rescatando a aquellos que eran reos del diablo y legando los cauces de la gracia que aseguran su presencia actuante, hoy, en medio del mundo. Hoy, pues, Dios asciende entre aclamaciones, al son de aquellas trompetas que, en la noche de Pascua, anunciaban la victoria de rey tan poderoso.


            Hoy el Eterno viviente nos ha dejado un mandato muy muy claro: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación”. Este es el empeño misionero dado para toda la Iglesia; para cada cristiano, sin excepción. La nuestra, efectivamente, es una predicación eficaz acompañada de signos sacramentales que la acreditan. Es una predicación que comunica la verdadera vida a todo aquel que la escucha y la acoge. Es la predicación de la alegría y la esperanza que llena las ciudades de alegría y construye civilizaciones nuevas fundadas en el amor.  No es una predicación cualquiera, sino la predicación de los testigos, de aquellos que miraban fijos al cielo mientras lo veían subir hasta que una nube se lo quitó de la vista; de aquellos que fueron constituidos heraldos del Evangelio hasta los confines de la tierra, hasta el último rincón del mundo.


            Así pues, queridos hermanos, la Ascensión del Señor lejos de ser un punto y final  de la Historia de la Salvación, es un nuevo comienzo, un nuevo modo de presencia de Cristo en el mundo y en la Iglesia. Esta liturgia de alabanza, queridos hermanos, debe ser un revulsivo para nuestra vida espiritual. Quiere ser un acicate para salir de nuestra perplejidad y pertrecharnos al mundo con espíritu cristiano para que cuando vuelva entre las nubes del cielo encuentre fe en la tierra, encuentre un mundo más fraterno sin guerras ni violencias. Así sea.      

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