miércoles, 22 de febrero de 2017

LITURGIA Y ENFERMEDAD (III)



Para concluir estos artículos sobre Liturgia y enfermedad, vamos a realizar un comentario a la oración colecta primera que aparece en el misal y que no comentamos en el segundo post.
«Tú quisiste, Señor, que tu Hijo unigénito soportara nuestras debilidades, para poner de manifiesto el valor de la enfermedad y la paciencia…» esta primera sección de la oración a la que denominamos “anamnesis”, que significa recordar, hacer memoria; está centrada en la imagen del siervo sufriente de Isaías 53y de 1 Pe 2, 25 «Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores: nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue herido por nuestras rebeldías, triturado por nuestros crímenes. Él soportó el castigo que nos trae la paz, por sus llagas hemos sido curados» (Is 53, 4-5), ubica su cumplimiento en el mismo Jesucristo. Él cual, asumiendo una humanidad real como la nuestra excepto en el pecado, sintió en sus carnes la pena de lo que no tuvo.

«…escucha ahora las plegarias que te dirigimos por nuestros hermanos enfermos, y concede a cuantos se hallan sometidos al dolor, la aflicción o la enfermedad…» “Escucha” y “concede” son los dos verbos sobre los que pivota la epíclesis de esta oración colecta. “escucha” a la Iglesia suplicante que está presente, reunida en asamblea santa, en oración litúrgica, celebrando la Eucaristía y que pide por los ausentes hermanos enfermos, esto es, “a los sometidos al dolor, la aflicción o la enfermedad”.

«…la gracia de sentirse elegidos entre aquellos que tu Hijo ha llamado dichosos y de saberse unidos a la pasión de Cristo para la redención del mundo» La aitesis (peticiones) de esta breve oración comprende una doble gracia: que los que pasan por la enfermedad, aflicción o dolor: a) se sientan elegidos como dichosos y b) se unan a la Pasión de Cristo. La enfermedad y el dolor son, ciertamente, consecuencia del pecado, pero no son castigo por los pecados. Dios quiere en su providencia divina que luchemos contra ellos usando la inteligencia y la investigación. Pero también, estas realidades entran dentro del plan de Dios de modo que estemos siempre dispuestos a completar en nosotros lo que falta a la Pasión de Cristo. Los enfermos tienen la misión de recordar, con su testimonio, a todos los cristianos e incluso a todos los hombres las realidades superiores y esenciales, así como mostrarles que la vida mortal se redime con el misterio de la Muerte y Resurrección de Cristo.

El misterio de la elección está muy presente en la Sagrada Escritura y, de manera particular en el Nuevo Testamento. Mt 24, 22 habla de la salvación para los elegidos cuando se sucedan los acontecimientos últimos; Jn 15, 16 nos recuerda que no somos nosotros, sino Cristo el que nos elige. Por tanto, “la gracia de sentirse elegidos” está en estrecha relación con la predilección de Cristo por cada uno de nosotros y para llevarnos a su destino último querido: la salvación. Le enfermedad, en este sentido, es camino de salvación. Vivida en plenitud puede ser un medio del que Dios se vale para llevar a una multitud de hijos a la gloria (cf. Heb 2, 10). En la oración, a la gracia de la elección le acompaña la gracia de la Bienaventuranza (cf. Mt 5,4). Porque la mayor dicha del hombre esta en sentirse amado por Dios, elegido por Él y salvado por Él. En definitiva, la mayor y mejor bienaventuranza es la de morir con el nombre de Jesús en los labios.

Pero esta elección en medio de la enfermedad se concreta en la ser “unidos a la pasión de Cristo”, “para la redención del mundo”. El misterio de la enfermedad y del mal se ilumina, precisamente, en esta realidad espiritual: la unión mística con los sufrimientos padecidos por el Señor. Con harta frecuencia escuchamos la expresión piadosa “cargar con la cruz de Cristo”, “vivir la cruz en la vida”. Y con la misma frecuencia la entendemos en un sentido negativo, como si de una llamada a la resignación se tratase. Creo que esto es un error. La resignación no es cristiana; el conformismo anímico no es propio de un espíritu cristiano. La vivencia de la cruz en nuestro existir terrenal es, ante todo, un don y una gracia que Dios concede a quien puede cargar con ella. La cruz es fuente de vida y salvación o como canta aquella antífona bizantina “por el madero ha venido la alegría al mundo entero”.

De aquí surge una doble dimensión: por un lado hay un aspecto negativo, es decir, de dolor, de sufrimiento; pues cargar con la cruz siempre es difícil, duro, amargo y algo que repugna a la voluntad humana. Pero por otro lado, hay un aspecto positivo, pues no se puede olvidar que el misterio de Cristo no se agota en la cruz sino que culmina en la gloriosa resurrección. Esto significa, que el sufrimiento, el dolor o la enfermedad no son para siempre sino que son antesala para gozar de la plenitud de la vida, pues allá en la eternidad ya no habrá más enfermedad ni luto, ni llanto ni dolor (cf. Ap 21, 4). Cruz y gloria forman, por tanto, un único misterio: el de la pasión salvadora de Jesucristo.

Por último, este misterio de Cristo que se actualiza y concreta en la carne de nuestros hermanos enfermos no es, tampoco, un fin en sí mismo sino que está en función de la gran misión de Jesús y su Iglesia: la redención del mundo. El enfermo en su postración hace verdad lo dicho por el apóstol Pablo “Completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo” (Col 1, 24). Viviendo la enfermedad como ofrenda permanente, como Hostia santa y agradable a Dios (cf. Rom 12,1) estamos contribuyendo a la salvación y santificación del mundo y de la humanidad. Ningún sufrimiento es estéril, ni se padece de balde. Al contrario, Cristo lo une a sí mismo en su eterna intercesión por el mundo, teniendo su culmen en la misma celebración del sacrificio del altar.

Así pues, con estos últimos artículos dedicados a la enfermedad y a los enfermos, hemos querido poner una luz de esperanza y paz en la pesada carga que, a veces, supone estar enfermos, sobre todo, cuando el término de una enfermedad será la misma muerte. Pero… ¿qué es la muerte sino una puerta que hemos de cruzar para contemplar a Dios y obtener la vida eterna? ¿A qué temer? ¿Acaso no es esto a lo que aspiramos? Es verdad que el drama de la muerte supone una ruptura y un abandono de los que aquí anudan nuestro querer pero ellos también serán cuidados por Dios mientras tanto. Ánimo pues, hermanos míos, vivamos la enfermedad con entereza y alegría cristiana. Demos gracias a Dios por todo y pensemos con cuanto bien estamos contribuyendo a la Iglesia y al mundo.

Dios te bendiga

P.D.: para profundizar en esto, lo mejor es leer la Constitución Apostólica Salvifici Doloris de san Juan Pablo II, quien mejor supo encarnar el misterio de la enfermedad. Aquí os dejo el enlace:





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