sábado, 15 de julio de 2017

ASÍ SERÁ TU PALABRA


HOMILÍA DEL XV DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO



Queridos hermanos en el Señor:

Las lecturas de este domingo son meridianamente claras. Pocas explicaciones precisan ya que es el mismo Jesucristo quien se molesta en explicar la parábola a sus discípulos. Por ello, tras escucharle a Él todo lo que digamos los demás está de más. Simplemente, en esta homilía me gustaría hacer algunas reflexiones acerca de nuestra relación con la Palabra de Dios.

En primer lugar, debemos situarnos ante esta palabra como lo que es en verdad: Palabra de Dios. Una palabra que nos viene dada de lo alto y por tanto no nos da derecho a cuestionarla. Si a interpretarla, a estudiarla, a leerla pero no a dudar de su veracidad sin error, o lo que los teólogos han llamado la inerrancia de la Escritura. Esta misma palabra es semilla plantada en la tierra de nuestros corazones. Una tierra, a priori, abonada con la gracia de Dios; pero también una tierra que requiere del continuo cuidado por nuestra parte para acoger con afecto este don que nos viene de arriba. Porque la palabra de Dios es un don, un regalo del Dios rico en misericordia que quiere entrar en diálogo con nosotros comunicándonos, por escrito, todo y solo aquello que conviene a nuestra salvación. Por tanto, la autoridad de la Palabra de Dios la hace veraz, digna de crédito y exenta de toda duda.

En segundo lugar, diremos alguna palabra sobre los enemigos de la palabra, esto es, los pájaros, los cardos, las piedras, el sol que quema, etc. que no son sino formas distintas que adopta el enemigo del alma para sibilinamente ir haciendo mella en nosotros generando, así, una antipatía a todo lo que venga de Dios. Los distintos efectos que la acción del maligno produce en el alma contra el amor a Dios, según el Catecismo de la Iglesia Católica 2094, son:

La indiferencia: es el rechazo silencioso a Dios. La actitud de quien ignora a Dios no porque no lo conozca sino porque ha hecho la opción obviarlo en su vida, de arrancarlo de sí como referente moral de su existencia. Es la actitud más común hoy en día. La indiferencia es, en definitiva, vivir como si Dios no existiera.

La ingratitud: es la actitud de quien cree que tiene derecho a todo y no tiene por qué agradecer nada a Dios. Es la vida de espaldas a reconocer cuánto don nos viene de Dios y que nuestra vida está en sus manos.

La tibieza: es la actitud del mediocre, de aquel veleta que se mueve según cambian los aires. La tibieza nos impide un amor grande y una entrega generosa a Dios. Una persona tibia es esa que nunca sabes ni donde está ni cómo va a reaccionar. La tibieza espiritual, dada la impotencia que genera, acaba difuminando la imagen divina en nosotros.

La acedía: es la pereza espiritual que llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino. Es de las peores enfermedades del alma porque anida en ella y la va corroyendo hasta el punto de poder somatizar este mismo horror. La acedía te va alejando paulatinamente del amor de Dios, del gozo de su presencia y de su gracia hasta el punto de convertirlo en tu peor enemigo.

El odio a Dios: tiene su origen en el orgullo; se opone al amor de Dios cuya bondad niega y lo maldice porque condena el pecado e inflige penas. Es el continúo intento del hombre de luchar contra Dios, porque molesta, y ocupar su lugar. Es la eterna tentación de la serpiente del Génesis que promete una divinización pero sin Dios. La soberbia humana que incapacita para reconocer cualquier atisbo de presencia de Dios en la vida. El empeño masónico de combatir contra Dios y su Iglesia.

Ante estas actitudes que suponen la ausencia de toda gracia, la palabra divina viene precedida por la acción de Dios en nosotros que prepara y dispone nuestros corazones para una acogida fructuosa. Solo la gracia divina impulsa a nuestra voluntad a recibir la semilla de la Palabra para que esta caiga en tierra buena. La gracia precede, acompaña y dirige nuestros corazones para que lo que es mera posibilidad o deseo llegan a una consumación real en el tiempo y que ésta se prolongue en la eternidad. Esta semilla es semilla de eternidad. La palabra de Dios no es una pura ley que pretendiera atar nuestra vida y sujetarla a dogmas estrictos, más bien pretende ser luz para la vida, como bien dice el salmo 118 “Lámpara es tu palabra para mis pasos, luz en mi sendero”.

La palabra de Dios, antecedida por la gracia que la posibilita, requiere de nuestra acogida afectuosa. Necesita que la pongamos en el centro de la vida, que nos molestemos en leerla, entenderla, interpretarla y, sobre todo, hacerla vida; pues de nada vale conocerla si no se traduce en actitudes nuevas de caridad. Corremos, así, el peligro de esterilizar la Palabra.

Queridos hermanos, seamos tierra buena, rechacemos todos los camuflajes del enemigo que nos impiden acoger la palabra divina. Si lo hacemos así, daremos frutos en este mundo que perdurarán para la vida eterna.

Dios te bendiga

No hay comentarios:

Publicar un comentario