viernes, 7 de julio de 2017

LITURGIA DEL DOMINGO XIV DEL TIEMPO ORDINARIO




Antífona de entrada

«Oh Dios, meditamos tu misericordia en medio de tu templo; como tu renombre, oh Dios, tu alabanza llega al confín de la tierra. Tu diestra está llena de justicia». Tomada del salmo 47, versículos del 10 al 11. El templo es el lugar donde habita Dios por excelencia. Es, por tanto, el lugar idóneo para meditar el misterio de Dios; es el lugar donde habita la misericordia. Pero también, el templo es el lugar de irradiación del poder de Dios; un poder expresado en una sonora alabanza que alcanza a todo el mundo. Todo esto nos lleva a valorar la asamblea dominical como el lugar teológico donde Dios se manifiesta en todo su esplendor sin dejar a nada ni a nadie indiferente. Entremos, pues, en la presencia de Dios; alabemos su nombre; busquemos su misericordia y dejémonos tocar por su mano de justicia.

Oración colecta

«Oh Dios, que en la humillación de tu Hijo levantaste a la humanidad caída, concede a tus fieles una santa alegría, para que disfruten del gozo eterno los que liberaste de la esclavitud del pecado. Por nuestro Señor Jesucristo». Tomada del sacramentario gelasiano antiguo (s. VIII). Estamos ante una oración estructurada por un procedimiento de contraposiciones: “humillación/levantar”, “libertad/esclavitud”. Frente a un Dios humillado encontramos a una humanidad levantada. Frente a una humanidad esclava encontramos a un Dios libertador. Si nos fijamos bien, la contraposición no se basa tanto en adjetivos propios sino en causa-consecuencia y situación-solución.

Causa: Humillación del Hijo
Consecuencia: La humanidad caída es levantada
Situación: Hombre esclavo del pecado
Solución: Dios es el liberador



            Por otra parte, es un texto centrado en el misterio pascual de Cristo y sus efectos inmediatos en el hombre.  Ante todo lo experimentado en la redención el hombre no puede por menos sino despertar en su corazón hondos sentimientos de alegría. 

Oración sobre las ofrendas

«Que la oblación consagrada a tu nombre nos purifique, Señor, y nos lleve, de día en día, a participar en la vida del cielo. Por Jesucristo, nuestro Señor». Tomada del Gelasiano antiguo (s. VIII) y presente en el misal romano de 1570. El sustrato bíblico de esta oración lo hallamos en Malaquías 1,11: “Pues de Oriente a Occidente mi nombre es grande entre las naciones, y en todo lugar se quema incienso en mi honor y se ofrece a mi nombre una ofrenda pura, pues mi nombre es grande entre las naciones, dice el Señor del universo”. La consecuencia de esta ofrenda será la salvación, esto es, vivir con Dios.

Antífonas de comunión

«Gustad y ved qué bueno es el Señor, dichoso el que se acoge a él». Tomada del salmo 33, versículo 9. Antífona propia para la administración de la sagrada comunión en el rito hispano-mozárabe. Estos dos verbos expresan las dos formas de comulgar: la comunión visual (ved) que se realiza cuando el sacerdote alza las especies consagradas. Es un modo de comunión espiritual. La segunda forma es la comunión sacramental (gustad) donde se nos invita a saborear la dulzura de recibir en nosotros, por medio de la boca, al mismo Señor. En ambos modos de comunión, que se dan en la celebración, encontramos la dicha del cristiano.

«Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré, dice el Señor». Tomada del evangelio según san Mateo, capítulo 11 versículo 28. Esta antífona alternativa es una invitación a caminar al encuentro del Señor; a levantarnos del banco y encaminar nuestros pasos hacia donde el Señor espera para dársenos en comunión. Pero no solo cabe una interpretación literal, realista de estas palabras; la invitación de Cristo, que es el que nos llama, supone una actitud espiritual, un movimiento del alma que sale de sí misma para ir al encuentro de la divinidad. Así pues, al meditar estas palabras evangélicas, hemos de sentirnos invitados a acudir, como sea, a la unión sacramental con Jesucristo, bien sea por comunión visual, bien por el gusto pero, sobre todo, a salir de nosotros y movernos hacia Él. 

Oración de pos comunión

«Colmados de tan grandes bienes, concédenos, Señor, alcanzar los dones de la salvación y no cesar nunca en tu alabanza. Por Jesucristo, nuestro Señor». Tomada de la compilación veronense (s. V), presente en el gelasiano antiguo (s. VIII) y en el misal romano de 1570. Si la misa de este domingo comenzaba proclamando la alabanza divina universal, este último texto reclama el carácter incesante de la misma. La garantía de esta infinitud nos la da el sacrificio de la misa pues hasta que llegue el Señor en su gloria nunca se dejará de celebrar.

Visión de conjunto

Muchas veces se acusa a la religión cristiana de ser una confesión eminentemente triste; que acentúa el dolor, lo trágico, en definitiva, lo que más repele al espíritu humano. Quizá en esta crítica haya parte de razón pero no toda. En los textos de hoy vemos que el tono espiritual de un cristiano ha de ser, ante todo, alegre. El cristianismo es la religión de la alegría. En la Escritura podemos ver como al inicio de la vida mortal del Señor, la noche de Navidad, el canto de los ángeles es de alegría (cf. Lc 2,10); del mismo modo que en la mañana de Pascua, los ángeles anunciarán a las mujeres la noticia de la Resurrección y será Cristo quienes les invite a la alegría (cf. Mt 28, 9). Y cuando Felipe baja a Samaria y anuncia el Evangelio, la ciudad se llenó de alegría (cf. Hch 8,8).

La liturgia romana dedica dos días al año a meditar sobre la alegría: alegría y gozo por la Encarnación del Señor, situado en el III domingo de Adviento, domingo de “gaudete”; y alegría por la Pascua victoriosa de Cristo, situado en el IV domingo de Cuaresma, domingo de “Laetare”. Si nos fijamos atentamente, ambos domingos tienen lugar en los dos polos del misterio de Cristo tal como lo reflejan los textos bíblicos, antes aludidos.

Hoy en día, son muchas las cosas que presumen de dar felicidad y alegría al hombre moderno. Pablo VI lo resumía así: «El dinero, el confort, la higiene, la seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo – continúa el Papa-, el tedio, la aflicción, la tristeza forman parte, por desgracia, de la vida de muchos. Esto llega a veces hasta la angustia y la desesperación que ni la aparente despreocupación ni el frenesí del gozo presente o los paraísos artificiales logran evitar. ¿Será que nos sentimos impotentes para dominar el progreso industrial y planificar la sociedad de una manera humana? ¿Será que el porvenir aparece demasiado incierto y la vida humana demasiado amenazada? ¿O no se trata más bien de soledad, de sed de amor y de compañía no satisfecha, de un vacío mal definido?» (Gaudete in Domino 8).

Tenemos mucho de todo para hacernos la vida más fácil, pero carecemos de lo fundamental para hacer esta vida más llevadera: la generosidad, la paz, la fe, los valores espirituales que han forjado la amistad y la convivencia de nuestras calles y plazas durante siglos.  Seguramente, muchos de los lectores de este blog habremos añorado con cierto halo de melancolía, la vecindad de épocas pasadas, la inocencia de los niños de nuestras generaciones, que no teníamos tanto y éramos felices. ¿Veis? Hoy vivimos en una abrumadora sequia de valores espirituales que está diluyendo la humanidad, el humanismo, para poco a poco ir formando un modelo de persona que viva solo para sí, sin tener en cuenta a nada ni a nadie, por eso, el mismo Papa dirá “¿O no se trata más bien de soledad, de sed de amor y de compañía no satisfecha, de un vacío mal definido?”.

Así pues, podemos resumir la alegría cristiana como «participación espiritual de la alegría insondable, a la vez divina y humana, del Corazón de Jesucristo glorificado» (Gaudete in Domino 16).

Aterricemos un poco más… ¿Qué es eso que llena de alegría el corazón del cristiano? ¿En que se concreta la alegría espiritual? El cristiano es ante todo un oyente, pero no un oyente de una palabra cualquiera, sino un oyente de una palabra concreta, de una palabra que llena de sentido toda su vida, que responde a todas sus preguntas: Jesucristo, palabra última y definitiva de Dios Padre. Esa palabra pronunciada sobre nosotros, debe llenar nuestro corazón de regocijo y tal debe ser esa fiesta espiritual en nosotros que no podemos ser los mismos que éramos antes de haberla oído.

Queridos lectores, mantengan la alegría espiritual en su vida. No se aflijan por lo que no importa ni es fundamental. Valoren lo mucho que Dios ha hecho por ustedes y aguarden gozosos lo que le queda por hacer en sus vidas.

Dios te bendiga

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