sábado, 25 de noviembre de 2017

¡VIVA CRISTO REY!


HOMILÍA EN LA SOLEMNIDAD DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO



Queridos hermanos en el Señor:

            Llegados al final del año litúrgico la Iglesia nos permite celebrar hoy aquello que con tanta prolijidad repiten los textos neo-testamentarios: que Cristo es Rey y que su reino, aun no siendo de este mundo, sí que se extiende a toda la creación y, por tanto, a todas las naciones. Una de las propiedades que tiene el oficio real de Cristo es la de ser el recapitulador final de todo cuanto existe, ha existido y existirá. Por eso, tiene sentido que tras la reforma del Concilio esta fiesta cambiara de fecha de ser el último domingo de Octubre a ser el último domingo del año litúrgico.

            Como cada domingo, dentro de un momento recitaremos aquellas bimilenarias palabras “y vendrá a juzgar a vivos y muertos; y su reino no tendrá fin”. Este aserto que cierra el ciclo cristológico del Credo fue introducido en el Concilio I de Nicea para reforzar la co-igualdad divina entre el Padre y el Hijo en la Trinidad. El pasaje evangélico que hoy se nos propone nos ofrece una preciosa y plástica descripción de cómo podrá ser ese momento escatológico y definitivo: “Cuando venga en su gloria el Hijo del hombre, y todos los ángeles con él, se sentará en el trono de su gloria y serán reunidas ante él todas las naciones. Él separará a unos de otros, como un pastor separa las ovejas de las cabras. Y pondrá las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda. Entonces dirá el rey”.

            Cristo se muestra como un juez con todos los poderes y prerrogativas para emitir un veredicto. En esta gesta no está solo, pues su testimonio vendrá reforzado por los ángeles del cielo que actuarán como testigos ante los hombres. Usando una imagen típica apocalíptica, el juez del mundo se sentará sobre el trono en el que reina – como dice san Pablo – hasta que Dios haga a los enemigos estrado de sus pies. Del mismo modo que los ancianos del Apocalipsis se sientan en sus tronos (cf. Ap 11, 17). Y una vez que esta todo dispuesto, comienza el juicio. Para ello todas las naciones estarán dispuestas ante ese mismo trono.  

            Al final de la historia el Evangelio ha tenido que llegar a todo el orbe de la tierra sin excepción, lo que significa que durante el tiempo que falta hasta la Parusía la Iglesia debe estar inmersa en la hazaña misionera. Esas naciones que comparecerán ante Dios pueden lanzar contra la Iglesia la acusación de que se vieron abandonadas u olvidadas porque no les llegó el Evangelio. Con lo cual hay aquí una primera responsabilidad de cara a preparar el reinado de Cristo. Pero también, y no es menos cierto, que habrá naciones que tendrán que responder del rechazo al Evangelio cuando este llegó bien por motivos religiosos o bien porque lo extirparon de la sociedad tras siglos de arraigo y configuración de la misma.


            Pero dentro de esas naciones, el juicio que hará el rey será individual y singular a cada persona. Jesucristo ha querido buscar a las ovejas descarriadas, sacarlas de los lugares oscuros donde se perdieron por el pecado. Ésta ha sido la obra misionera de la Iglesia. Pero ahora no queda más remedio que separar las ovejas que valen de los cabritos cuyo valor es más bajo. Cristo no pregunta por la fe de las naciones o los individuos sino por la esencial expresión de esa fe cristiana que es la caridad. Las obras de misericordia son la prueba más fehaciente de que la fe se ha implantado en la historia y en los pueblos. Son las pruebas del juicio.

            Por otra parte, Cristo se identifica con los pobres y menesterosos que han recibido la ayuda y la caridad lo que supone que el juicio ya ha comenzado en cada acto de la vida. Cada acto bueno o malo obrado va disponiendo al alma para el juicio final. La identificación de Cristo con los pobres define perfectamente la comprensión cristiana de la caridad y de la justicia social. El cristiano no se conforma con ser buena persona ni con el altruismo filantrópico de hacer el bien para sentirnos mejor con nosotros y con el mundo. No. Para el cristiano, la máxima aspiración es la de ser santo. Y…¿qué es ser santo? Reconocer en el otro al mismo Cristo y por tanto estar prontos y prestos a ejercer la caridad generosa, que es expresión concreta de la fe cristiana.

            Y la caridad la pueden ejercer las naciones en su conjunto en cuanto fundamentan sus leyes en la ley natural o en los preceptos cristianos. O la pueden ejercer los ciudadanos individuales cuando el Estado ha abandonado la ley natural o los preceptos cristianos. En este segundo lugar, el cristiano tiene que ejercer no solo la caridad sino mantener la fe frente a las políticas anti-religiosas o ateas de los gobiernos, y una de estas acciones es la objeción de conciencia. Frente a la apostasía de las naciones, la Iglesia debe permanecer como un pequeño resto fuerte y afianzado en Dios para presentarse con las manos llenas de amor y verdad ante el tribunal de Cristo.

            Perseverancia y fidelidad es lo que hará que nuestras almas sean salvadas. Si mantenemos encendidas las lámparas de la esperanza y hemos puesto a producir los talentos del don de la fe practicando una caridad generosa con los hermanos más pequeños podremos ser invitados a pasar al gozo de nuestro Señor, al banquete de bodas del Cordero. Pero mientras tanto, las oportunidades se nos dan aquí, en esta vida, y el banquete final se nos adelanta en la Eucaristía. Procuremos y vivamos ya el reinado de nuestro Señor Jesucristo. ¡Viva Cristo Rey!

Dios te bendiga

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