viernes, 24 de noviembre de 2017

NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO




Antífona de entrada

«Digno es el Cordero degollado de recibir el poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza y el honor. A él la gloria y el poder, por los siglos de los siglos». Tomada del Apocalipsis, capítulo 5, versículo 12 y capítulo 1, versículo 6. Al final del año litúrgico el pueblo cristiano usa las palabras del Apocalipsis para prorrumpir en una sonora alabanza a quien es su único Rey y Señor.

Esta antífona ya nos pone en pista de una adecuada comprensión de la realeza de Cristo: es el Cordero degollado, es decir, Cristo es Rey porque ha entrada en la gloria por medio de su Pasión y muerte. Hoy, como los cristianos de la persecución de Domiciano, seguimos tributando con nuestra vida y nuestra oración todo poder, riqueza, sabiduría, fuerza y honor y alabanza a Jesucristo, Hijo único de Dios y Dios verdadero. El Apocalipsis nos ofrece desde el inicio de la celebración un marco contemplativo de la solemnidad de hoy: fijar nuestros ojos anclando el corazón en quien reina con poder y gloria en el cielo.

Oración colecta

«Dios todopoderoso y eterno, que quisiste recapitular todas las cosas en tu Hijo muy amado, Rey del Universo, haz que la creación entera, liberada de la esclavitud, sirva a tu majestad y te glorifique sin fin. Él que vive y reina contigo». Del misal romano de 1570 con un cambio sustancial en la última parte de la oración. Tomando como sustrato para el texto eucológico a Ef 1, 10; esta misa nos recuerda que todo lo que existe, ha existido o existirá ha sido en función de Cristo, por quien todo fue hecho.

A Cristo se le ha concedido pleno dominio sobre todo por eso, la Creación no puede hacer otra cosa que someterse a su Señor, aguardar - como dice Pablo – la manifestación de los hijos de Dios (cf. Rom 8, 19). Es una creación y una humanidad expectante, que ansía redención de la esclavitud del pecado que la sometió (cf. Rom 5,12) para poder glorificar a su Señor como cielos nuevos y tierra nueva (cf. Ap 21, 1) albergando una humanidad nueva en la que more Dios en medio de ella (cf. Ap 21,3).

Oración sobre las ofrendas

«Al ofrecerte, Señor, el sacrificio de la reconciliación humana, pedimos humildemente que tu Hijo conceda a todos los pueblos los dones de la paz y de la unidad. Por Jesucristo, nuestro Señor». Del misal romano de 1570 con cambios sintácticos y supresión de algunas frases. Tres sustantivos tejen esta oración: “reconciliación-paz-unidad”. La Eucaristía es denominada como “sacrificio de la reconciliación humana” trayendo así a la memoria de los fieles que lo que realmente está aconteciendo en el altar es la actualización incruenta del misterio pascual de Cristo por el cual ha sido coronado como rey del universo. Y en virtud de ese gobierno universal puede, efectivamente, conceder la paz y a unión a todos los pueblos de la tierra porque todos le están sometidos.

Antífona de comunión

«El Señor se sienta como Rey eterno, el Señor bendice a su pueblo con la paz». Tomada del salmo 28, versículos del 10 al 11. El Señor es un Rey que bendice con el don de la paz. En el momento de la comunión, el Señor vuelve a regalarnos el don de su paz en la intimidad del corazón. La blanca Hostia es un regalo del cielo con que el Rey-Pastor provee a su pueblo para que no desfallezca en la lucha que debe lidiar contra las fuerzas del mal que acechan y asedian a los vasallos de dicho Rey. Hoy, al comulgar volvamos rendir el homenaje de nuestra fe y devoción a tal digno mandatario que nos ama incondicionalmente.

Oración después de la comunión

«Después de recibir el alimento de la inmortalidad, te pedimos, Señor, que, quienes nos gloriamos de obedecer los mandatos de Cristo, Rey del Universo, podamos vivir eternamente con él en el reino del cielo. Él, que vive y reina por los siglos de los siglos». Del misal romano de 1570 con cambios semánticos y suavización de expresiones. Siguiendo la línea teológica que nos ofrecía la reflexión sobre la antífona de comunión, los cristianos no nos conformamos con servir a nuestro verdadero Rey aquí en la tierra sino que aspiramos a vivir en la misma corte de su reino. A diferencia de los reyes de este mundo, que nunca admitieron en sus estancias a sus siervos sino solo a los cortesanos; Jesucristo, Rey pacífico, sí que tiene la firme voluntad de que moremos con Él en las estancias de su reino del cielo.


Visión de conjunto

En el año 1925, la Iglesia celebraba el XVI centenario del Concilio de Nicea celebrado en dicha ciudad de la actual Turquía en el año 325. En aquel concilio no solo se atajaba la herejía arriana formulando la primera parte del actual Credo sino que se añadía la cláusula “y su reino no tendrá fin”. Aquel año santo del 1925 no acabaría, por tanto, sino con la instauración para todo el orbe católico de la fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, el 11 de diciembre del 1925 con la encíclica Quas Primas(=QP) siendo sumo pontífice el papa Pio XI. Veamos algunos puntos de esta encíclica.

¿Qué significa que Cristo sea Rey? el mismo Papa responde: «Ha sido costumbre muy general y antigua llamar Rey a Jesucristo, en sentido metafórico, a causa del supremo grado de excelencia que posee y que le encumbra entre todas las cosas creadas. Así, se dice que reina en las inteligencias de los hombres, no tanto por el sublime y altísimo grado de su ciencia cuanto porque Él es la Verdad y porque los hombres necesitan beber de Él y recibir obedientemente la verdad. Se dice también que reina en las voluntades de los hombres, no sólo porque en El la voluntad humana está entera y perfectamente sometida a la santa voluntad divina, sino también porque con sus mociones e inspiraciones influye en nuestra libre voluntad y la enciende en nobilísimos propósitos. Finalmente, se dice con verdad que Cristo reina en los corazones de los hombres porque, con su supereminente caridad y con su mansedumbre y benignidad, se hace amar por las almas de manera que jamás nadie —entre todos los nacidos— ha sido ni será nunca tan amado como Cristo Jesús. Mas, entrando ahora de lleno en el asunto, es evidente que también en sentido propio y estricto le pertenece a Jesucristo como hombre el título y la potestad de Rey; pues sólo en cuanto hombre se dice de Él que recibió del Padre la potestad, el honor y el reino; porque como Verbo de Dios, cuya sustancia es idéntica a la del Padre, no puede menos de tener común con él lo que es propio de la divinidad y, por tanto, poseer también como el Padre el mismo imperio supremo y absolutísimo sobre todas las criaturas» (QP 6).

Hemos visto que, efectivamente, Cristo puede ser considerado como Rey ya que puede reinar en la conciencia, voluntad y en los corazones. Y que es Rey tanto por su divinidad como por su humanidad. Pero ¿hasta dónde alcanza su realeza? Ciertamente, el dominio y señorío de Cristo alcanza a todo lo creado tanto visible como invisible según refiere la Escritura: «Tuyos son, Señor, la grandeza y el poder, la gloria, el esplendor, la majestad, porque tuyo es cuánto hay en cielo y tierra, tú eres rey y soberano de todo» (1 Cro 29, 11) y san Pablo: «Por tanto, al Rey eterno, inmortal, invisible, único Dios, a Él sea honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén» (1Tim 1, 17).

Cristo es poseedor de todo cuanto existe por ser Dios, pues a Él le corresponde lo que corresponde al Padre eterno; por haberlo conquistado a precio de su sangre en la cruz, pues con su misterio pascual ha recapitulado todo en sí mismo; y por amar al mundo apasionadamente hasta el punto de entregar su vida por la salvación de éste. Pero Él no se conforma con un mundo o una creación sometida a la esclavitud del pecado sino que la extensión y propagación de su reina implica un ardor misionero que no puede eludirse si queremos que la humanidad y la creación se vean libres del yugo del diablo y ser puestas en las manos de Cristo. Por ello, su reinado no se conforma con una dimensión personal o íntima del fiel sino que ha de repercutir en las relaciones sociales y en vida pública de los pueblos y naciones de la tierra. A este respecto recordemos las palabras de Pio XI: «nunca resplandecería una esperanza cierta de paz verdadera entre los pueblos mientras los individuos y las naciones negasen y rechazasen el imperio de nuestro Salvador» (QP, prólogo).


Por último, conviene recordar aquel grito de “¡Viva Cristo Rey!” con el que murieron tantos mártires en el s. XX tanto en México, con la guerra de los cristeros, como en la España del primero trienio del mismo siglo. Traer a la memoria esta frase es traer al presente la entrega radical que exige el Evangelio y el servicio a tan excelso Rey. Nos recuerda que el martirio es una exigencia de la vivencia total del amor a Dios ya que si los soldados que mueren en el campo de batalla por su rey y su patria obtienen la gloria del recuerdo de la historia, cuanto más los soldados de Cristo, que obtienen la gloria de la eternidad en la corte celestial de su Rey y Señor, Jesucristo.


Vivamos, pues, con paz esta fiesta buscando ante todo el reino de Dios y su justicia; pidiendo, cada día, que venga a nosotros su reino; y que sirviendo lealmente a este Rey eterno, un día podamos morar con él en el cielo.

Dios te bendiga

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