viernes, 3 de noviembre de 2017

DOMINGO XXXI DEL TIEMPO ORDINARIO





Antífona de entrada

«No me abandones, Señor; Dios mío, no te quedes lejos; ven a prisa a socorrerme, Señor mío, mi salvación». Del salmo 37, versículos del 22 al 23. La súplica prototípica de aquel que tema la lejanía de Dios, de aquel que no imagina su vida sin tener cerca a su Señor. En estos versos se deja oír el clamor angustiado de tantos hijos de la Iglesia que hoy pasan por diversas vicisitudes y obstáculos que les impide una vivencia plena de la fe en paz y en libertad. Con estas palabras se nos invita a, también, a rezar por ellos e impetrar para nosotros, también, la constante presencia protectora de Dios.

Oración colecta

«Dios de poder y misericordia, de quien procede el que tus fieles te sirvan digna y meritoriamente, concédenos avanzar sin obstáculos hacia los bienes que nos prometes. Por nuestro Señor Jesucristo». Aunque presente en la compilación veronense (s. V) esta oración ha sido tomada directamente del sacramentario gelasiano antiguo (s. VIII). También se encuentra en el de Angoulenme (s. IX) y en el misal romano de 1570. Esta oración tiene su corolario en la oración de postcomunión pues en ambas se aborda la cuestión de conseguir (alcanzar) las promesas de Cristo. La aportación de esta oración es la situar, siguiendo el Concilio de Orange (529), la gracia de Dios como antecedente a la libre disposición del hombre para servir a Dios. Luego, esta misma gracia acompaña y sostiene el camino del hombre para salvar, meritoriamente, los obstáculos que el pecado y la debilidad le impiden avanzar ligeramente.

Oración sobre las ofrendas

«Que este sacrificio, Señor, sea para ti una ofrenda pura y, para nosotros, una efusión santa de tu misericordia. Por Jesucristo, nuestro Señor». De nueva creación. Se recoge bellamente la doble dirección de toda acción litúrgica: la dimensión anabática, es decir, la ascendente (sea para ti… ofrenda) y la dimensión catabática, es decir, descendente (para nosotros…efusión).

Antífonas de comunión

«Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, Señor». Tomada del salmo 15, versículo 11. El sendero que lleva desde el banco hasta el ministro que nos espera para darnos la sagrada comunión es imagen del camino de la vida que hemos de transitar, en medio de los obstáculos, hasta llegar a gozar de la presencia definitiva del Señor en la Patria del cielo, donde seremos plenamente saciados del gozo de los santos y redimidos,

«El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí, dice el Señor». Del Evangelio según san Juan, capítulo 6, versículo 58. Acerquémonos presurosos, pues, a recibir el sacramento de la vida, el manjar exquisito donde Dios nos regala la vida para que no temamos ante las dificultades de la misma. La Santísima Trinidad se contiene en el alma de los creyentes cuando, con devoción, reciben la sagrada comunión. Esta presencia amorosa es seguro de vida presente y aval de vida eterna.

Oración de después de comunión

«Te pedimos, Señor, que aumente en nosotros la acción de tu poder, para que, alimentados con estos sacramentos del cielo, nos preparemos, por tu gracia, a recibir tus promesas. Por Jesucristo, nuestro Señor». Con algún cambio léxico ha sido tomada de los sacramentarios gelasiano antiguo (s. VIII) y de Angoulenme (s. IX) y del misal romano de 1570. Esta oración presente siempre en la tradición litúrgica de la Iglesia nos recuerda que la Eucaristía es anticipo de las realidades eternas que el Señor nos ha prometido disfrutar al final de la vida por eso se pide que el recibir la comunión nos sirva de provecho para irnos preparando a este encuentro definitivo.


Visión de conjunto

            La vida cristiana es, ciertamente, un camino angosto que hemos de recorrer pero no un destino ciego pues sabemos bien cuál es la meta y la cumbre del mismo: la patria del cielo. El formulario de la misa de este domingo nos ofrece, precisamente, algunas notas distintivas del camino de la espiritualidad cristiana, que nunca es linealmente progresiva sino que está sujeta al devenir psicosomático de las personas.

            La vida espiritual siempre tiene su inicio en la libre acción de Dios que actúa en el alma del hombre. Es lo que llamamos el “initium fidei”, tal como el Concilio de Orange (529) formuló en su anatema del canon quinto: “Si alguno dice que está naturalmente en nosotros lo mismo el aumento que el inicio de la fe y hasta el afecto de credulidad por el que creemos en Aquel que justifica al impío y que llegamos a la regeneración del sagrado bautismo, no por don de la gracia —es decir, por inspiración del Espíritu Santo, que corrige nuestra voluntad de la infidelidad a la fe, de la impiedad a la piedad—, se muestra enemigo de los dogmas apostólicos, como quiera que el bienaventurado Pablo dice: Confiamos que quien empezó en vosotros la obra buena, la acabará hasta el día de Cristo Jesús [Phil. 1, 6]; y aquello: A vosotros se os ha concedido por Cristo, no sólo que creáis en Él, sino también que por Él padezcáis [Phil. 1, 29]; y: De gracia habéis sido salvados por medio de la fe, y esto no de vosotros, puesto que es don de Dios [Eph. 2, 8]. Porque quienes dicen que la fe, por la que creemos en Dios es natural, definen en cierto modo que son fieles todos aquellos que son ajenos a la Iglesia de Dios”. Queda claro, pues, la aportación de la oración colecta.

            Sin embargo, el hombre que se inicia en este camino espiritual no es ajeno a lo obstáculos y vicisitudes de la vida, esto es, a la fuerza del pecado que habita en él como consecuencia del pecado de Adán. Por eso es importante aprender a invocar el auxilio divino ante las tentaciones del maligno. Los versículos que conforman la antífona de entrada son un modelo eximio de esta actitud suplicante del fiel. De Dios esperamos, siempre y solo, su misericordia frente a las asperezas con las que somos tratados por las potencias infernales que ni admiten ni admitirán que emprendamos un proceso de conversión y de vuelta a Dios. Esto mismo ya fue recordado por el mismo Concilio en su canon décimo: “La ayuda de Dios ha de ser implorada siempre aun por los renacidos y sanados, para que puedan llegar a buen fin o perseverar en la buena obra”.

            El sendero de la vida esta trazado y tiene un destino cierto: gozar de la presencia del Señor en la patria del cielo. No hay otro. Esa es la gran promesa que Cristo nos ha dejado, todo el resto es cumplimiento. De este modo, conseguir las promesas de Cristo no será otra cosa que habitar con Él en la morada de los santos y redimidos. Ese es nuestro fin y nuestra gloria.

Dios te bendiga

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