viernes, 30 de marzo de 2018

MEDITACION EN EL CORAZON DEL TRIDUO PASCUAL




JESÚS DIJO: “ESTÁ CUMPLIDO”. E, INCLINANDO LA CABEZA, ENTREGÓ EL ESPÍRITU.

(Meditación para el Viernes y el Sábado Santo)





Al terminar la misa del Jueves, éste queda desnudo: desmantelado el altar, vacío el sagrario, las cruces (si las hay en el templo) cubiertas con un velo rojo o morado… Queda, eso sí, el Monumento con el Santísimo Sacramento para distribuir la comunión a los fieles en el oficio de hoy Viernes… Nos preparamos, en silencio total y en total despojo, para los misterios de la muerte y resurrección del Señor. En este contexto físico comienza la celebración de los Oficios del Viernes. En silencio, con vestiduras rojas (celebramos al Rey de los mártires), entran los ministros, que se postran en el suelo ante el altar. No hay cantos. Este es, sin duda, el signo primero y constante de estos dos días: el silencio. Sin saludos ni un “Oremos” siquiera, comienza la celebración con una oración inicial de quien preside. Sigue la liturgia de la Palabra (cuyo contenido veremos en su momento), y la Oración Universal, que expresa precisamente el valor “universal” de la Pasión y Muerte de Cristo en la cruz.




Hallamos a continuación lo que constituye el segundo signo de esta liturgia: la Cruz que se ofrece a los fieles para su adoración. Nos resulta prácticamente imposible entender cómo el paso de la historia la ha convertido en un signo estrictamente (y casi exclusivamente) religioso, cuando para los primeros cristianos (y para cualquier otro ciudadano de entonces) la cruz evocaba el peor instrumento de ejecución de la época. No es de extrañar que, en 1 Corintios 1:18-31, Pablo hable del “escándalo de la cruz”. Frente a romanos y griegos, para cuya “sabiduría” era inconcebible una divinidad doliente (y menos todavía, capaz de sufrir por los humanos), o frente a los judíos, que esperaban un Mesías que los librase eficaz y definitivamente de la opresión de los ocupantes del momento y eran, por tanto, incapaces de entender el sometimiento y la muerte de Jesús, los cristianos interpretamos la muerte de Cristo en una clave totalmente distinta: como signo e instrumento de salvación.

           



Nos queda un último elemento “significativo”: en este clima de silencio, contemplación y plegaria (la Oración Universal es un recorrido por las necesidades del mundo y de la Iglesia), la liturgia no autoriza la celebración de la Eucaristía. Sin embargo, la tercera y última parte de los oficios consiste en la distribución del pan eucarístico reservado el día anterior: tras el rezo del Padrenuestro, se sigue el ritual de la misa, se da la comunión a los fieles y, después de las oraciones finales, se despoja de nuevo el altar, y se deja tan sólo la Cruz con cuatro candelabros para que los fieles puedan “adorarla, besarla y permanecer en oración y meditación”. Desde este momento hasta la Vigilia Pascual se extiende el largo silencio junto al sepulcro donde reposa el Señor, esperando su resurrección. Salvo el rezo del Oficio Divino, ni se celebra la Eucaristía ni ningún otro sacramento, salvo la Penitencia y la Unción de los enfermos. Es tiempo de espera silenciosa.



            Vayamos ahora a las lecturas de este día. El extenso fragmento del Canto del Siervo de hoy, el Cuarto y último de todos, puede considerarse una de las más precisas descripciones proféticas de los sentimientos que debió de experimentar Jesús en aquellos días de sufrimiento y abandono. Es importante recordar que, en medio de tanta desolación, el texto concluye anunciando que “Verá su descendencia, prolongará sus años… Por los trabajos de su alma verá la luz,…se saciará de conocimiento… Le daré una multitud como parte y tendrá como despojo una muchedumbre” (53:10-12), y proclamando la victoria definitiva del justo. En cierta medida, sería la respuesta a la confianza que expresan los últimos versos del Salmo 30 que recitamos a continuación.



            Pero es tal vez el texto de Hebreos (segunda lectura) el que nos proporciona el significado último de todos aquellos acontecimientos: “Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas,… a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer…y se ha convertido… en autor de salvación eterna” (5:7-9). Hay, una vez más, una reafirmación de la condición radicalmente huma de la figura de Cristo: no estamos ante una apariencia de hombre, sino de alguien que comparte en todas sus dimensiones, nuestro propio ser. Sufre, clama… y obedece.



            Con todo, existe un contraste tremendo entre la descripción de todos estos padecimientos del Jesús-Justo-Víctima que entregó “su vida como expiación” (Isaías 53:10) y el relato de la Pasión elaborado por Juan, que contrasta también con las Pasiones de los Sinópticos. Resulta difícil abordar su lectura en clave del “Jesús Sufriente” cuando lo que tenemos delante es un Jesús que aparece desde el primer comento como el verdadero Rey de los Judíos, la Palabra encarnada, dueño y Señor (con mayúscula) de la situación en todo instante.




            Todo cuanto sucede aquellos días está visto, interpretado y transmitido desde la óptica de la resurrección. Tanto Jesús como los lectores conocen de antemano el desenlace de lo que está ocurriendo y, por tanto, tienen la clave para ver la pasión a la luz del Cristo Resucitado, vivo y glorioso. El Jueves Santo, Jesús había dado un ejemplo de humildad, desempeñando el papel de esclavo, arrodillándose para lavarles los pies a los discípulos, tarea que sólo realizaría un siervo (13:1-20). Ese es, tal vez, el único momento y la única acción en que se manifiesta el “anonadamiento” que reflejan los cantos del Siervo y el himno de Filipenses que se había leído el Domingo de Ramos. Pero, muy al contrario de este gesto humillante, desde el comienzo hasta el fin del relato de la Pasión, Jesús está muy por encima de las circunstancias y de los personajes que le rodean: a pesar de lo injusto y anómalo del proceso, de las falsas acusaciones, del abandono y la traición, él es dueño de su destino, sabe todo lo que se le viene encima e incluso se adelanta a los acontecimientos (18:4).



            No es Judas quien le entrega a la cohorte y a los soldados después de besarle (ni siquiera se menciona el consabido “beso” del discípulo traidor), sino que es Jesús quien se dirige directamente a ellos y les pregunta a quién buscan. Cuando responde al requerimiento de los guardias, el que habla no es tan sólo el “Jesús de Nazaret” al que quieren detener, sino que Jesús pronuncia y se identifica con la solemne auto-definición de Yahveh: “Yo Soy” (18:5 y 8). No le habíamos visto postrado y rezando en el huerto y pidiéndole al Padre que le librase del trago amargo que estaba a punto de beber, tal como le presentaban los Sinópticos, sino que ya en este primer instante del proceso está dispuesto y acepta con entera libertad, sin vacilaciones ni miedos, la voluntad del que le ha enviado: “El cáliz que me ha dado mi Padre, ¿no lo voy a beber?”(18:11). Y es la tropa la que cae al suelo. Tampoco es que los discípulos huyan y le abandonen a su suerte: es él quien les dice a los soldados que les dejen irse libremente. A partir de este momento, paso a paso, la historia seguirá el curso debido y anticipado: sufrimiento, humillación, abandono, hasta el instante mismo de la muerte: “Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura” (19:36). En contraste con el protagonista de una tragedia griega, donde el “hado”, la “necesidad” determinan el curso de los acontecimientos, sin que el héroe pueda hacer nada por cambiarlo, aquí los designios salvíficos del Padre se cumplen, pero es Jesús, con su decisión dolorosamente libre, quien domina la historia de la que él es sujeto y artífice.



            Y estamos tan sólo en el comienzo de la Pasión. Podemos seguir la lectura comparando esta figura de Jesús con la de los Sinópticos: incluso de camino a la muerte, el Jesús del Evangelio de Juan habla y actúa como si ya fuera “el Señor” resucitado de entre los muertos. Es plenamente consciente de que en medio de todo el proceso, su dignidad como “Palabra de Dios” e “Hijo del Padre” está por encima de todo cuanto le ocurra. Es Pilato quien aparece intimidado por la presencia de Jesús, y su diálogo dista mucho de lo que sería habitual en el interrogatorio de un detenido en un proceso político. Algunos momentos son especialmente significativos. Jesús, que le había dicho a Tomás “Yo soy la verdad” (14:6), guarda silencio cuando Pilato le plantea la pregunta retórica “Y ¿qué es la verdad?”, porque no es momento para discutir el escepticismo académico del gobernador. Las palabras de Pilato, “¡he aquí vuestro rey!” (19:14), cuando presenta a Jesús ante el pueblo, cobran un giro irónico y se convierten en un recuerdo cínico pero profético de las palabras usadas cuando se entronizaba a los reyes de Israel. Y es eso lo que lleva a los jefes de los sacerdotes a pronunciar su más solemne declaración de blasfema apostasía: “¡No tenemos más rey que al César!". Aun así, en una última paradoja, la inscripción que manda poner Pilato en la cruz “Jesús, el Nazareno, el rey de los judíos” no es la sentencia de un criminal sino la proclamación de un rey, algo que los sumos sacerdotes entienden más que de sobra (19:19-22). Y cuando Jesús muere en la cruz y “entrega el espíritu”, podemos hallar un destello del Espíritu que había anunciado anteriormente (7:39), que también está simbolizado en el agua que salió de su costado (19:34), y que entregará definitivamente a sus discípulos tras la resurrección. “Recibid el Espíritu Santo” (20:22). El Siervo Sufriente ha vencido a sus enemigos y ha cumplido la misión que le había encomendado el Padre (19:30).






             Había un huerto…, y en el huerto, un sepulcro nuevo donde nadie había sido enterrado todavía. Y como para los judíos era el día de la Preparación, y el sepulcro estaba cerca, pusieron allí a Jesús” (19:41-42). Así termina el relato de “la hora” para la que la Palabra, el Hijo de Dios, había venido al mundo. Para los judíos, el sábado era el día que Dios bendijo porque en ese día descansó de todo su trabajo de creación (Génesis 2:2-3). Por eso es también un día de descanso para los humanos. Para nosotros, cristianos, este Sábado tiene una significación especial: es el silencio mismo de la tumba de Jesús y el silencio en el que el creyente escucha la voz de Dios, su Palabra misma, el único sonido hecho carne salvadora para quienes quieren recibirla en actitud de fe. Es tiempo de reflexión orante y preparación para el gran acontecimiento de la Resurrección.



A los cristianos, con frecuencia nos critican por cierta insistencia malsana en los sufrimientos de Jesús en esta etapa última de su vida. Y debemos reconocer que en ciertos ambientes socioculturales y en determinadas épocas (barroco), esta tendencia ha sido e incluso hoy sigue siendo una verdadera tentación. El Jesús sufriente en ocasiones oculta o deja en segundo plano la imagen del glorioso Cristo resucitado que hemos visto presente en el relato de Juan. Es importante, sin duda, compartir los sufrimientos del Profeta–Sacerdote–Rey que fue traicionado, abandonado, torturado y arrastrado injustamente a la muerte: cargaba sobre sus hombros y experimentaba la angustia y la aflicción de la humanidad entera, pasada y futura. Pero, aunque pueda sonar inadecuado, es esencial que aprendamos a seguir a Jesús camino de la cruz con los sentimientos anticipados de la Pascua; a descubrir y comunicar la luz gozosa de la resurrección vencedora sobre el mal y la tiniebla que gravitan y oprimen a nuestros hermanos de hoy día; a encontrar la manera de comprender a quienes sufren, de tal modo que nuestras palabras de consuelo sean algo arraigado con mayor profundidad en nuestra propia realidad.



            Lo que veamos y oigamos en la celebración del Viernes Santo no es sino la consecuencia de todos los pasos dados por Jesús a lo largo de su ministerio. De nuevo nos hallamos ante una manera inesperada, inaceptable, de ejercer el papel de Cristo, Rey y Señor. Una vez más, una última frase suya puede resumir ese papel de Jesús. Cuando Pilato le pregunta si es “rey”, su respuesta desvela el misterio oculto hasta entonces: “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (18:37). Esta simple afirmación nos lleva a otras palabras dirigidas a nosotros, quienes oímos su voz y somos las ovejas que tratamos de seguirle como Buen Pastor (10:1-8): las dos imágenes de Rey y Pastor van unidas y, a su vez, nos llevan a la del Cordero de Dios; ambas, además, evocan la idea de dar la vida por el rebaño y quitar el pecado del mundo. Es así, sorprendente e inesperadamente, como reina el verdadero Rey de Israel, el que dice y da testimonio de la verdad es el acusado en el juicio en el que van a ser condenados este mundo y su príncipe, que es precisamente “mentiroso y padre de la mentira” (Juan 8:44-47).




            Conviene que conectemos también nuestra meditación de hoy con el silencio del Sábado Santo. Pensemos en los Doce (incluyo, como es natural, a Judas) y en el resto de los discípulos y las mujeres que habían seguido a Jesús aquellos últimos meses de su vida. Después de todo aquel tiempo pasado con el maestro, ¿qué quedaba de sus planes, proyectos, expectativas y esperanzas? Y ahora, ¿qué? Para nosotros, cristianos del siglo XXI, la historia es clara como el cristal: sabemos cómo termina y que tiene un “final feliz”, algo que ignoraban sus seguidores. Pero, para ellos, el horizonte inmediato era la tenebrosa realidad del fracaso total de aquel en quien habían puesto su esperanza. Esa actitud la reflejan muy bien los discípulos que se encaminaban a Emaús, “esperaban que él iba a liberar a Israel” (Lucas 24:13-35), y todo se había convertido en un sueño iluso y vacuo. No se trataba ya de abrigar dudas o incertidumbre o desconcierto: lo que ahora les invadía era la dura certeza de la desesperanza, el fracaso y el duelo. Añadamos los sentimientos de culpa: “¿Por qué huimos?, ¿cómo es posible que no le defendiéramos…?” Y, por supuesto, no podría faltar el miedo: si así habían tratado al leño verde, ¿qué les podía esperar a ellos, que eran el leño seco? (Lucas 23:31).




            El vacío litúrgico  refleja y subraya el otro vacío, el de las almas que habían puesto su esperanza en Jesús y se quedan en el silencio de un Dios que parece no querer dar respuesta. No caigamos nosotros en esa tentación: entremos, por el contrario, en ese clima de silencio reflexivo y esperanzado de la liturgia: en unas pocas horas nuestro duelo se habrá convertido en gozo y estaremos celebrando la Pascua. Conviene recordar aquí la imagen de la parturienta utilizada por el mismo Jesús: “Vosotros ahora sentís tristeza; pero volveré a veros, y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestra alegría” (Juan 16:19-22). En oración silenciosa acerquémonos a la tumba, sabiendo que si el grano de trigo cae en la tierra y muere, da mucho fruto: el Cristo resucitado es las primicias de nuestra resurrección (Juan 12:24).





Tomado de las reflexiones escritas por el

Rvdo. D. Mariano Perrón, Sacerdote católico,

 Archidiócesis de Madrid, España.

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