jueves, 29 de marzo de 2018

MEDITACIÓN PARA EL JUEVES SANTO


¿COMPRENDÉIS LO QUE HE HECHO CON VOSOTROS? … OS HE DADO EJEMPLO PARA QUE LO QUE YO HE HECHO CON VOSOTROS, VOSOTROS TAMBIÉN LO HAGÁIS

(Meditación para el Jueves Santo, misa “In coena Domini”)





El Domingo de Ramos, tras la larga introducción no sólo a ese día, sino a todo la Semana Santa, puse el acento en los personajes que, a lo largo del relato de la Pasión, rodeaban a Jesús. En ellos aparecían múltiples rasgos que nos retrataban a nosotros mismos, pero, además, se reflejaban los sentimientos que debió de experimentar Jesús como protagonista de los acontecimientos. Recurriendo a los términos de la tragedia griega, el héroe, el protagonista de la acción, veía como el coro y los demás actores subrayaban el desarrollo de la acción o ponían un contraste que la hacían más llamativa.



Pero en la tragedia la acción se centraba en hechos narrados: eran muy pocos los gestos, era muy pobre o casi inexistente la escenografía. Por el contrario, en nuestra liturgia (a pesar del despojo sufrido en la reforma conciliar), los gestos, las acciones se suceden. Aunque una sobriedad malentendida y reduccionista haya hecho que algunas de nuestras celebraciones se asemejen a una clase de crítica literaria o a una disertación académica más que a una verdadera acción litúrgica, la realidad de nuestra celebración ofrece y de hecho incluye toda una serie de elementos que superan con creces lo puramente verbal. No son muchos, reconozcámoslo, pero si se utilizan con inteligencia, son suficientes, profundamente significativos y suplen aquello en lo que la palabra precisa un apoyo sensible y gestual que ayude y complemente el contenido verbal.



Movimientos (procesiones dentro y fuera del templo), objetos (ceniza, ramos, agua, pan, vino, óleos, la cruz o los iconos, el libro mismo de las lecturas sacras), olores (incienso), gestos o posturas corporales (la elevación de las manos, las bendiciones o signaciones, el abrazo de paz, la inclinación de la cabeza o la genuflexión), el sonido (música, cantos, salmodias), la luz y el color (el cirio pascual, los cirios del altar o los que llevan los fieles, la oscuridad con que se inicia el lucernario, los colores de los ornamentos), todos esos elementos construyen un universo en el que prácticamente intervienen los cinco sentidos.



El Miércoles de Ceniza comenzamos la Cuaresma con la imposición de la ceniza en nuestras frentes. Para los israelitas, cubrirse de ceniza o polvo la cabeza manifestaba un doble sentimiento: era signo de luto y dolor, pero también de arrepentimiento y penitencia por las culpas. Por eso lo usaban tanto los pecadores como los que hacían duelo. En nuestra tradición, su uso se limita al día en que comenzamos el tiempo penitencial de Cuaresma, como signo de nuestro deseo de conversión y como recordatorio de nuestra frágil condición humana llamada a la muerte.



El Domingo de Ramos, nos unimos al pueblo que recibía a Jesús al llegar a Jerusalén. Tomamos en las manos ramas de olivo, flor de romero y hojas de palma para saludar al Hijo de David, al Rey de Israel.



Incluyo en las reflexiones que ahora siguen no sólo la Misa de la Cena del Señor, sino que me he permitido incluir en esta Lectio del Jueves Santo una celebración muy poco conocida por los fieles, aun cuando las orientaciones oficiales instan a que se promueva su participación en ella: la Misa Crismal, que suele tener lugar el Miércoles Santo. En ella descubrimos un nuevo signo: la consagración del santo Crisma y la bendición de los Óleos de los Catecúmenos y de los Enfermos. Este elemento sacramental no es exclusivo de la Iglesia Católica Romana, sino que también utilizan el Crisma y los Óleos las Iglesias de Oriente, la Comunión Anglicana y algunas Iglesias Luteranas y Reformadas. Además, la celebración pone gran énfasis en la unidad existente entre el obispo y sus presbíteros por el hecho de participar del único y mismo ministerio sacerdotal de Cristo. Como he dicho antes, por razones prácticas, suele adelantarse a alguno de los días anteriores de la Semana Santa, normalmente el Miércoles. Aunque arriba se ofrecen las citas de los textos bíblicos usados en la liturgia, no voy a referirme a ellos, sino a la dimensión simbólica que representa la Misa Crismal.





Son tres los óleos que se consagran o bendicen: el más importante de ellos es el Crisma, término cuya raíz griega nos ha dado en español “crismar” (ungir), “crisma” (cabeza) y “Cristo”, (el Ungido). Sus orígenes se remontan a la tradición de Israel, donde se ungía y consagraba con aceite a sacerdotes, profetas y reyes. En nuestra tradición cristiana, el Crisma, un aceite perfumado con ungüentos, se utiliza para ungir a los catecúmenos en su bautismo, a quienes reciben la confirmación, y a los diáconos, presbíteros y obispos en su ordenación; también con él se consagran el templo, el altar y los vasos sagrados. A todos los cristianos, laicos o clérigos, tendría que recordarnos aquella unción por la que en nuestro bautismo fuimos consagrados en Cristo, incorporándonos a él, que es el “Sacerdote, Profeta y Rey” por excelencia. Los otros dos “óleos” son: el de los Catecúmenos, que se utiliza en el bautismo para fortalecer a los nuevos cristianos en su lucha contra el pecado y contra el Diablo, príncipe del mal; y el de los Enfermos, usado en el sacramento que pone remedio a las dolencias del cuerpo y el alma de cuantos padecen enfermedad.




Y tras esta breve nota, cuyo objeto es ir cubriendo todos los signos usados en la liturgia de Semana Santa, volvamos al Jueves Santo. En la Misa de la Cena del Señor encontramos dos signos contrapuestos que nos dan dos dimensiones complementarias de una misma realidad: el misterio de la entrega de Jesús en el contexto de una Última Cena que, en realidad y de manera insospechada, fue la definitiva Cena Pascual. En ella se combinan la comida ritual y el servicio humilde del que no vino “a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos” (Mateo 20:28 y paralelos).



El primer signo es la cena eucarística, la fracción del pan, la comunión con el pan y el vino que se han transformado en el cuerpo y sangre del mismo Cristo. En esta cena que hoy celebramos de manera simbólica, se concentran dos celebraciones bien distintas. De una parte, la cena pascual que celebraban los judíos desde la salida de Egipto, cuya directrices concretas hemos escuchado en la primera lectura de Éxodo 12. La sangre del cordero sacrificado con que los hebreos habían rociado las jambas y el dintel de sus casas era la salvaguarda de su supervivencia en aquella noche en que habrían de perecer todos los primogénitos de Egipto. Los judíos han mantenido viva la tradición de aquella cena y con ella hoy siguen conmemorando la liberación de la esclavitud y su nacimiento como pueblo elegido. Ahora que ya no existe el Templo ni la casta sacerdotal ni los sacrificios cruentos de la Antigua Alianza, la celebración central del judaísmo es el “Séder de Pésaj”, la cena pascual celebrada en el ámbito familiar. Por otra parte, los tres Sinópticos nos presentan la última cena de Jesús con sus discípulos como una cena pascual (Mateo 26:17-20; Marcos 14:12-17; Lucas 22:7-14). En ella, mediante las palabras de la institución eucarística (Mateo 26:26-29; Marcos 14:22-25; Lucas 22:15-20; 1 Corintios 11:23-26), el pan y el vino usados en la cena ritual se convierten en “comunión de la sangre de Cristo” y en “comunión del cuerpo de Cristo” (1 Corintios 10:16-17). No está clara la manera en que se celebraba la Cena del Señor en los primeros momentos. Cabe decir que coexisten dos tradiciones fundamentales que no se excluyen: la de una cena de fraternidad (a eso se refieren las críticas que hace Pablo al modo egoísta, casi pagano, con que se celebra en Corinto), que comprendía también una celebración de carácter más “religioso” o litúrgico en la que se repetían las palabras de Jesús en su cena con los discípulos. En cualquier caso, la línea que se fue imponiendo y de la que somos herederos es la de la celebración religiosa centrada en la fracción del pan (kráxis toû artoû), la bendición y acción de gracias (eucharistia), y en la memoria (anámnesis) en que se repetían los gestos y las palabras de Jesús.



           

Por eso resulta chocante que para la solemne celebración del Jueves Santo la sagrada liturgia no haya elegido como texto evangélico una de las versiones de la Última Cena que presentan los Sinópticos y en las que se mencionan las palabras y las acciones con que Jesús les ofreció a sus discípulos el pan y el vino, sino el relato de aquella misma cena según el Evangelio de Juan. Y lo que en verdad nos desconcierta es que Juan no aluda directamente a esa dimensión esencial de la Cena, o que aquella comida la situara cronológicamente ¡antes de que se hubieran sacrificado oficialmente los corderos destinados a la cena pascual! (Juan 19:31). Por el contrario, en su relato, Juan nos presenta a Jesús lavándoles los pies a los discípulos, y esa acción concluye precisamente con un mandato semejante al que les da Jesús en los demás relatos de la Última Cena: “Si yo… os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros: os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Juan 13:14-15). Obviamente, el mandato está en paralelo con aquel otro “Haced esto en memoria mía” (Lucas 22:19 y 1 Corintios 11:24). ¿Por qué este cambio tan radical en el Evangelio de Juan? Tal vez porque, cuando se escribió, la cena eucarística ya había comenzado a convertirse en algunas comunidades en un rito religioso rutinario, y el evangelista quería subrayar el vínculo existente entre la celebración litúrgica y la realidad del servicio fraterno en la vida diaria. No debemos, empero, olvidar el significado más directo y radical de compartir el ejemplo de humildad por parte de Jesús… lo cual nos llevaría a la interpretación de este gesto desde la perspectiva teológica del Siervo Sufriente.





Hay, pues, un enfoque nuevo en el relato de Juan: frente al sacrificio del cordero pascual de la tradición judía (curiosamente, en ninguno de los relatos se menciona que se comiera cordero en la Última Cena), Juan nos presenta a Jesús como el verdadero “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Precisamente por eso, Jesús es sacrificado, entrega su espíritu, en la cruz justamente a la hora en que se sacrificaban los corderos destinados a la cena pascual.



            En este sentido, queda mucho más que decir en torno a este segundo signo de la liturgia del Jueves Santo. El diálogo entre Jesús y Pedro en torno al lavatorio de los pies nos recuerda el que había mantenido con Nicodemo y anticipa el que seguirá después con los demás discípulos. “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros?” (13:12). Y es que lo que ha hecho Jesús es un acto tan humillante que ni el miembro más bajo de Israel lo habría llevado a cabo. Se suponía que eran los esclavos los encargados de realizar aquel trabajo tan servil. Incluso en el recibimiento más cortés, a los invitados se les ofrecía agua para que se lavaran los pies ellos mismos, pero ningún anfitrión se “rebajaría” a lavárselos a nadie. En verdad, la Palabra “tomó la naturaleza de siervo” ¡en el sentido más literal del término! Aunque nos sea éste el momento más oportuno, debemos relacionar este detalle con la pena capital que aplicaban los romanos y a la que se verá sometido Jesús: la crucifixión era el tipo de ejecución que se reservaba para la peor clase de criminales, en particular los que atentaban contra el estado (“terroristas” diríamos hoy día); en el caso de los ciudadanos romanos, sólo para aquellos que habían sido declarados traidores a la patria.



            La cuestión es que Jesús asume la condición más humillante y vergonzosa para mostrar su comunión con la humanidad…, e invita a sus discípulos a hacer lo mismo. Recordemos cómo, después de anunciar que su vida como predicador del Reino y su misión como Mesías va a culminar con su persecución, juicio, tortura y ejecución (Mateo 16:21-23; 17:22-23; 20:17-19 y sus paralelos en los Sinópticos), invitaba a quienes habían escuchado su mensaje: “Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mateo 16:24-28 y paralelos). Es importante notar que tanto Marcos (9:32) como Lucas (9:45) señalan que los discípulos “no entendían lo que decía, y les daba miedo preguntarle”. Tampoco Pedro le entendía, ni el mismo Nicodemo, “maestro de Israel”, había podido captar lo que quería decir Jesús cuando anunciaba que el Hijo del Hombre tenía que “ser elevado” para que tuviera vida quien creyera en él (Juan 3:14; véase todo el pasaje, 3:1-21; también 8:28 y 12:32). Sólo más tarde, después de la resurrección, llegarían a entender lo que había anunciado Jesús (Juan 20:8-9).





Nos queda un paso más, aunque no figure en la liturgia de hoy. El resto del capítulo 13 incluye dos predicciones dramáticas (vv. 21-30 y 36-38) en el clima de una cena fraterna cuyo contenido de despedida de Jesús camino de la muerte le añade todavía más dramatismo a la lucidez con que el Hijo afronta el destino al que le encamina el Padre. Hasta tal punto, que “Jesús se turbó en su espíritu” (v. 21). No era para menos: uno de los Doce va a traicionarle, pero ninguno de los compañeros es capaz de entender la predicción. No sólo eso: Simón, uno de los tres más cercanos, que le ha visto en la gloria de la Transfiguración, también acabará negándole, a pesar de sus promesas de fidelidad hasta la muerte. En medio de esos anuncios desoladores, un mandato, el último y único: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros”. Qué lejos quedan los dos mandamientos más importantes de la Ley, cuyo cumplimiento, a lo sumo, significaba que “no se estaba lejos del reino de Dios” (Marcos 12:28-34). Qué lejos están los discípulos de entender que las palabras de Jesús Maestro no son una lección de ética, sino la proclamación de una manera de abordar la vida, de un modo de ver la realidad desde una perspectiva totalmente distinta. Todos los acontecimientos que  sucederán aquella misma noche los desconcertarán hasta tal punto que le abandonarán, dejándole solo frente a su destino.



Podemos volver a tomar como punto de partida los personajes, imaginar sus sentimientos y ver en qué coinciden o divergen de los nuestros: el pueblo que recibió a Jesús el Domingo de Ramos con todas las esperanzas que había puesto en él e ignora los pasos que en aquellos momentos está dando en su camino como Mesías; los discípulos que acompañan a Jesús en una cena en que ven los gestos con que el maestro se pone a sus pies y escuchan el mensaje de entrega y sacrificio de su único mandamiento; en particular, lo que sienten Pedro y Judas, cada uno de los cuales ha recibido un mensaje especial…




            Pero no nos limitemos al relato de la cena y el lavatorio: los capítulos 14, 15 y 16 de Juan son el gran “desahogo” de Jesús con sus amigos (ya no los llama “siervos”, 15:15). La otra línea de esta meditación podría consistir en una lectura meditativa de todas esas últimas confidencias de Jesús con los suyos. ¿Y si nos metiéramos en la piel de Jesús y, conociendo todos los elementos y circunstancias que vimos en antes, tratáramos de entender y participar de esos sentimientos que les comunica Jesús a los discípulos, a nosotros mismos?



          Nuestra oración de hoy, “Día del Amor Fraterno”, “Día del Sacerdocio”, podría centrarse en dos temas básicos de intercesión. Podemos dirigirnos a este Jesús, Siervo de Yahveh, que se enfrenta lúcidamente a un futuro de zozobra y abandono, para que se acuerde de quienes hoy día también se enfrentan a un llamamiento que implique sacrificio y abnegación, sea cual sea su vocación específica. Podemos, igualmente, dirigirnos a este Jesús, que, sin vestiduras sacerdotales, es el Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, “sacerdote, víctima y altar”, y pedirle por todos los que se han sido llamados a participar en su propio sacerdocio: los jóvenes recién ordenado o a punto de serlo, los que viven su ministerio en soledad y abandono, “en tierra hostil” o lejos de los suyos, los ancianos u olvidados… podemos prolongar la lista. Pero no limitemos nuestra plegaria: evidentemente, debemos añadir a todos aquellos que, de un modo u otro, necesitan una palabra de aliento, una mano tendida, una presencia amiga. Tengamos presente, insisto, que es el “Día del Amor Fraterno”: pensemos y pidamos por cuantos colaboran en Cáritas o cualquier otro organismo dedicado a la acción caritativa o asistencial.



Tomado de las reflexiones escritas por el

Rvdo. D. Mariano Perrón, Sacerdote Católico,

Archidiócesis de Madrid, España


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